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Capítulo 10
ОглавлениеEL SÁBADO, día de la fiesta, la mañana pasó muy deprisa. Después de peinarse y maquillarse, con los nervios de punta, Yelena salió al salón de su suite para que Chelsea le diese su opinión.
–¿Cómo estoy?
Chelsea frunció el ceño y se apoyó a Bella en el hombro.
–Parece que vas a presidir una junta –respondió la adolescente, que llevaba un bonito vestido azul oscuro de corte imperio.
–¿Qué le pasa a esto? –preguntó Yelena, pasándose la mano por la camisa de seda roja que se le ajustaba a la cintura de la falda negra.
–Que no es ropa para una fiesta, ¿no?
–Bueno, es que estoy trabajando.
–Siempre estás trabajando –dijo Chelsea poniendo los ojos en blanco–. Es una fiesta. Ya sabes… comida, gente, música –añadió, suspirando exageradamente–. Será mejor que me dejes ver qué tienes en el armario.
Menos de diez minutos después, Chelsea le había dicho que no tenía nada que ponerse y estaba hablando por teléfono. Tres minutos más y el conserje llamó a su puerta con un paquete.
–Ábrelo –le ordenó Chelsea después de haber cerrado la puerta.
Yelena descubrió un vestido rojo pasión.
–Ve a probártelo.
–No puedo…
–Sí, claro que puedes –la contradijo Chelsea con firmeza, con los brazos en jarras.
–Está bien. ¿Puedes vigilar tú a Bella? –le pidió Yelena, cediendo por fin.
–Claro. ¡Y suéltate el pelo! –añadió Chelsea.
Yelena se puso el vestido, sin poder evitar emocionarse al mirarse al espejo.
Era uno de los vestidos más bonitos que había visto en toda su vida. Elegante, espectacular y muy sexy. El corpiño sin tirantes envolvía su figura a la perfección, enfatizando su cintura y sus generosas curvas, y luego la tela le caía hasta los pies. En la parte de atrás, una coqueta cola de sirena sembrada de diminutos cristales realzaba la prenda.
Oyó que llamaban a la puerta y que Chelsea la abría.
–Ha venido mamá. Sal y enséñale… ¡guau! –Chelsea abrió mucho los ojos, pero dejó de sonreír al mirarle al pelo–. Suéltatelo.
–Sí, señora –contestó Yelena sonriendo–. No sé si sabes que Gabriela solía ser igual de mandona.
Chelsea la miró con tristeza antes de sonreír.
–Bueno, ella sí que tenía mucho estilo –comentó–. Y tú tienes un pelo increíble, ¿por qué te lo recoges siempre?
Yelena le sonrió a través del espejo.
–Intenta vivir tú con él.
Chelsea le colocó un poco los rizos, le puso el pelo liso detrás de las orejas y asintió.
–Vamos.
Nada más llegar al salón, Yelena vio a Alex, que hablaba entre susurros con Pam, que tenía en brazos a Bella. Casi no había vuelto a verlo desde el último beso, pero cuando Alex levantó la vista, la vio y sonrió, ella sintió que su compostura se venía abajo.
–Estás preciosa –comentó él, diciéndole mucho más con la mirada.
–Gracias.
–No pensé que llevaras un vestido de fiesta en la maleta –añadió Alex.
–El vestido es tuyo, hermanito –le dijo Chelsea–. Me lo ha prestado Lori, de la boutique.
Yelena lo miró, le sonrió un poco y se encogió de hombros.
–Bonito –murmuró él, pero la miró como si quisiera decirle que habría preferido tenerla desnuda.
Ella lo fulminó con la mirada, pero Alex no se inmutó.
Le ofreció el brazo, pero Yelena tomó a Bella de brazos de Pam.
–¿Vas a llevarla? –preguntó él sorprendido.
Yelena lo miró con frialdad.
–Va a ser su primera fiesta. Jasmine vendrá a las seis.
–¿Y no…?
–¿No qué?
–No sé… ¿No vomitará o algo?
Yelena se echó a reír.
–Tal vez.
–¿Y tu vestido?
–Si vomita, se me manchará –respondió ella sonriendo.
–Bueno, después de lo que ha trabajado, qué menos que regalarle un vestido –dijo Pam.
–No es eso… –empezó él, mirando a su madre.
Y ella le dedicó una sonrisa de verdad, no como las que esbozaba con frecuencia cuando su padre vivía.
Abrieron la puerta y Pam y Chelsea salieron delante.
–¡Mis pendientes! –exclamó Yelena de repente. Luego, le dijo a Alex–: ¿Puedes sujetarme a Bella?
Y se la puso entre los brazos sin más.
Él se quedó sorprendido. ¡Era tan pequeña! La estudió con la mirada, con el ceño fruncido. Tenía los ojos grandes y marrones, las pestañas espesas y el rostro redondeado. El pelo abundante, moreno y rizado, y le estaba sonriendo.
Era una versión en miniatura de Yelena.
Sintió un cosquilleo por dentro y frunció el ceño, pero cuando Bella sonrió más y dos hoyuelos aparecieron en sus mejillas, se le encogió el corazón.
Yelena se quedó inmóvil al ver a Bella y a Alex sonriéndose.
«Oh, Dios mío», gimió por dentro. «¿Qué voy a hacer?».
–¿Alex?
Él la miró y Yelena vio en sus ojos sobrecogimiento, alegría… y algo más. «Nostalgia».
Dejó de mirarlo a los ojos y alargó los brazos para tomar a Bella.
–Pam y Chelsea nos están esperando. ¿Vamos?
Pero él se quedó donde estaba, mirándola, con Bella todavía en brazos.
–¿Alex? –repitió ella en voz baja.
Él la miró como si quisiese leerle el pensamiento.
–Podía haber sido nuestra –le dijo, sin amargura, sin acusaciones.
Pero ella sintió que la angustia la invadía.
–Lo sé –contestó.
Él suspiró y le tendió a Bella.
–Vamos.
Durante la semana anterior, se había trabajado muy duro para adornar el complejo con toldos, árboles artificiales salpicados de pequeñas luces y una cubierta de seda azul oscura con pequeños fragmentos de cristal que hacía las veces de cielo estrellado. Se habían construido un pequeño estanque y una cascada en miniatura y, a su lado un hongo enorme con gusanos y bichos falsos del tamaño de un gato de verdad. Los niños gritaban al verlos y los adultos se sorprendían al ver las réplicas de criaturas del folclore aborigen repartidas por los decorados.
La parte de atrás se abría en una enorme zona enmoquetada en la que se habían colocado mesas alargadas y se había dispuesto todo un banquete en el que se mezclaban platos típicos del lugar con las especialidades de Diamond Bay.
Yelena observó cómo iban llegando los invitados y se dio cuenta de que iban a contar con casi toda la comunidad.
Lo que significaba que la fiesta iba a ser un éxito.
A su derecha, un grupo de mujeres se entretenían con Bella. La niña tenía la capacidad de despertar el instinto materno de casi todas las mujeres.
De casi todas, menos de María Valero.
Intentó no pensar en eso, no era el momento de darle vueltas a cosas que no se podían cambiar.
Vio a dos periodistas hablando delante de la cámara. La prensa estaba allí; los invitados estaban llegando. Sonrió al ver a unos niños indígenas riendo y gritando.
–Parece que va a ser un éxito.
Yelena se sobresaltó al oír la seductora voz de Alex a su espalda.
Se giró para mirarlo a los ojos.
–¿Acaso dudabas de mi capacidad?
–Ni lo más mínimo –respondió él sonriendo.
Mientras se miraban a los ojos, en silencio, Yelena sintió que algo había cambiado.
–Estamos hablando de la fiesta, ¿verdad? –le dijo en voz baja.
–Por supuesto.
Ella evitó su mirada y, al mover la cabeza, le cayó un rizo sobre el hombro. Alex levantó la mano y lo enredó en uno de sus dedos, concentrado.
Su mirada hizo que a Yelena le temblasen las rodillas.
–Deberías… –empezó, tragó saliva y volvió a intentarlo–. Deberías ir a atender a tus invitados.
Él sonrió y entonces, para su sorpresa, le tomó la mano y se la llevó a los labios.
–Por supuesto. Hasta luego.
Yelena lo vio marchar. Los invitados seguían llegando, Pam charlaba con los empleados del complejo y con sus familias, con comerciantes locales y hasta con algunos contactos de Yelena que habían ido desde Sídney y Canberra.
Vio a Chelsea hablando con el camarero joven en el que se había fijado un par de días antes y su sonrisa creció.
Entonces, se fijó en un hombre corpulento que avanzaba entre la multitud y se quedó helada.
–¡Carlos!
Desde su ventajosa perspectiva, Alex observó cómo su enemigo saludaba a Yelena con una sonrisa y un abrazo. La alegría de Yelena al ver a su hermano revolvió a Alex, pero la sangre se le heló en las venas al ver que Carlos también sonreía con satisfacción.
Yelena lo buscó con la mirada y clavó los ojos en los de él, que arqueó una ceja y se encogió de hombros como respuesta. La sonrisa de agradecimiento de ella fue como otra puñalada más.
«Cuando termine la noche, ya no te dará las gracias», pensó.
Tragándose su amargura, Alex decidió acercarse.
–¿Qué estás haciendo aquí?
Oyó que Yelena le preguntaba a su hermano, contenta.
–¿Así es como se habla a tus invitados, cigüeñita?
Ella dejó de sonreír, siempre le había molestado que su hermano la llamase así, pero Carlos la miró divertido.
–He recibido la invitación por correo electrónico. Por lo menos, me podías haber llamado por teléfono –comentó Carlos con naturalidad mientras aceptaba la copa que le ofrecía uno de los camareros.
Bebió de su contenido y luego lo escupió.
–¿Qué es…?
–Té con hielo. Los indígenas no beben alcohol.
–Estupendo. Otro motivo más por el que no me gusta el interior de Australia.
Aquel comentario dio pie a que Alex hablara.
–Si lo prefieres, puedes acercarte al bar de Diamond Bay, Carlos, allí hay de todo.
–Alex –dijo este, girándose para darle la mano.
Yelena observó a ambos hombres. Los dos eran altos y guapos, pero mientras que Carlos se daba un aire a Antonio Banderas, el atractivo de Alex era mucho más sutil.
Se sintió incómoda al verlos juntos. Era como ver a dos políticos rivales intercambiar cumplidos justo antes de despellejarse el uno al otro.
–Mataría por una copa de verdad –comentó Carlos.
Yelena se estremeció al oír aquello y se fijó en que Alex se ponía serio.
–Te acompañaré hasta el bar –dijo ella enseguida, entrelazando su brazo con el de su hermano.
Mientras se alejaban, se giró y vio a Pam y a Chelsea con Alex. Este estaba mirando a Bella.
Lo vio levantar la mano y acariciar la mejilla de la niña con cuidado.
–¿Estás bien? –le preguntó Carlos, frunciendo el ceño.
Ella asintió y le soltó el brazo. Carlos miró hacia atrás y se puso todavía más serio.
Siguieron andando hacia el bar en silencio, Yelena abrió la puerta que daba a la entrada del hotel y condujo a Carlos por su interior.
–Bonito lugar –comentó Carlos–. Debe de haber costado miles de millones construirlo.
Yelena se detuvo de repente, haciéndolo parar también a él.
–Cuéntame qué pasó, Carlos.
–¿A qué te refieres?
–Entre Alex y tú. Erais socios. Erais amigos. Y ahora…
–¿Qué te ha contado él? –le preguntó su hermano.
–Nada. Se niega a hablar del tema.
–No me sorprende.
–¿Qué quieres decir?
Carlos arqueó una ceja y siguió andando. Yelena lo siguió.
–Bueno, mira quién era su padre: un hombre que pasó de la pobreza a ser uno de los hombres más ricos de Australia. Es normal que Alex no quiera contarte que lo estropeó todo.
–¿A qué te refieres? –le preguntó su hermana, agarrándolo de la manga para que dejase de andar.
Carlos suspiró y se cruzó de brazos.
–Sprint Travel no va bien.
–¿Por qué? ¿Qué ha fallado? ¿La gestión? ¿El capital? ¿La publicidad?
–Muchas cosas de las que no quiero hablar, pero tendré que llevarlo a juicio.
–¿Vas a enfrentarte a él por la empresa?
–Me sorprende que no lo sepas, teniendo en cuenta todo lo que estás haciendo por él –comentó Carlos–. No tengo elección –añadió–. Sprint Travel no sobrevivirá con Alex Rush al mando. Y Alex hará todo lo que esté en su mano para quedarse con el negocio. Incluido… utilizarte a ti para conseguirlo.
–¿Qué?
–Solo me preocupo por ti, Yelena. He tratado con otros hombres como Alex. Nada lo detendrá para conseguir lo que quiere. Ahora, ¿vamos a tomarnos algo?
Ella negó con la cabeza muy despacio. No podía ser verdad. Alex no era así. Y no le habría escondido aquel tipo de información.
Dejó que Carlos entrase en el bar y volvió a la fiesta con un nudo en el estómago.
Encontró a Alex hablando delante de la cámara de una cadena de televisión nacional. A simple vista, parecía relajado y seguro de sí mismo, pero ella que lo conocía bien sabía que no estaba cómodo. Tenía la mandíbula y los hombros tensos. Y su lenguaje corporal decía lo mismo, que habría preferido estar en cualquier otro lugar.
–… una última pregunta, señor Rush –le dijo la presentadora–. ¿Cómo está, nueve meses después de que lo absolviesen de la muerte de su padre?
Él se puso todavía más tenso, apretó los puños.
Yelena dio un paso al frente.
–Hola, Val. ¿Sabes que no se puede absolver a alguien de algo de lo que no ha sido acusado? –comentó, mirando a su alrededor con naturalidad–. Pensé que iba a venir Mark.
Val Marchetta encogió sus delgados hombros y ladeó la cabeza.
–Me han mandado a mí en su lugar. Me alegro de verte por aquí, Yelena –dijo sonriendo.
–Sí, claro. Alex, ¿puedo hablar contigo un momento?
Lo tomó del brazo, sonrió a Val y se lo llevó.
–No hacía falta que me rescatases –le dijo él con voz tensa.
–Solo quería evitarte la tensión del momento. En cuanto Val empiece a atar cabos, nuestra relación profesional dejará de ser un secreto.
Alex se encogió de hombros.
–Tenía que ocurrir, antes o después.
Habían salido de la zona entoldada y estaban solos, en la oscuridad. Yelena tenía muchas preguntas que hacerle, pero todas se le olvidaron cuando Alex la tomó entre sus brazos y la besó.
Durante unos minutos, disfrutaron del erótico placer de jugar con sus bocas, ajenos a la fiesta, a la gente que charlaba a dos metros de ellos. Yelena se olvidó de lo que había querido decirle, de su hermano… casi se olvidó hasta de su propio nombre.
Cuando Alex rompió el beso, ambos estaban sin aliento.
–¿Quieres marcharte? –le preguntó él.
–No puedo hacerlo.
–No te he preguntado si podías hacerlo, sino si querías.
«Más de lo que puedas imaginarte», pensó ella.
–Alex, estoy trabajando. ¿Has hablado con la prensa, con la otra prensa? –le preguntó.
–Sí, y Pam también.
–¿Y ha ido todo bien?
–Eso parece. Salvo…
–Carlos. ¿Lo has invitado tú? –quiso saber Yelena.
–Sí.
–¿Por qué?
«Para que veas lo manipulador y egoísta que es».
–Porque sé lo mucho que te importa –contestó Alex.
La expresión de Yelena era indescifrable.
–Ha estado haciendo acusaciones.
–¿Acerca de qué?
–De Sprint Travel, parece que pende de un hilo.
–Es cierto.
–¿Pagas una pequeña fortuna a B&H para que te represente y se te olvida contarme eso? ¿Estás loco? ¿O es que no te importa mi trabajo?
–Es complicado –admitió él.
–¡Estoy harta de que la gente me diga eso! Ese es el motivo por el que Carlos y tú discutisteis, ¿verdad?
–Sí.
–Pero no es el único.
Alex osciló entre dos verdades. Quería que Yelena se diese cuenta de la realidad por sí misma, no contársela él. ¿Por qué iba a creerlo a él, y no a su hermano?
–Es…
–Complicado. Ya.
–Si pudieses darme algo de tiempo para… –empezó Alex.
–¿Lo de la otra noche fue solo para vengarte de mi hermano?
Alex se dio cuenta de que, a pesar de parecer fría y profesional, Yelena estaba dolida.
–La otra noche estábamos solos tú y yo. Y no pensé en nada más que en el placer. En el tuyo y en el mío.
–No has contestado a mi pregunta –insistió ella.
Él guardó silencio y pensó que todo había empezado por sus ansias de venganza, pero que eso había cambiado.
–No quería hacerte daño –le dijo.
–¿No? Pues menos mal –replicó ella con frialdad.
–Yelena…
–No, Alex. No puedo… –negó con la cabeza, con firmeza–. Tengo que ir a darle de cenar a Bella y a acostarla.
Y se marchó.