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Capítulo 4

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«CÁSATE conmigo».

Aris había creído que se moriría sin pronunciar esas palabras.

Pero, aunque en una loca fantasía hubiera imaginado ese momento, jamás se le habría ocurrido imaginarse la reacción de Selene.

Después de mirarlo en silencio durante varios segundos, estupefacta, parecía estar ahogándose.

Pero no estaba ahogándose.

Selene se estaba riendo a carcajadas, tanto que apenas podía respirar. Y esa risa era como una bofetada para él.

Aunque la entendía.

Si alguien le hubiera dicho el día anterior que iba a pedir a alguien en matrimonio, también él se habría reído. Y a Selene le parecía absurdo, estaba claro.

Resignado, Aristedes se apoyó en el escritorio, con las manos en los bolsillos del pantalón, observando una escena que no había creído ver nunca: a Selene Louvardis con un ataque de risa.

Irritado y sorprendido a la vez, apretó los dientes, esperando a que dejase de reír.

Y, por fin, Selene alargó una mano para tomar un pañuelo de papel con el que secarse las lágrimas, sacudiendo la cabeza como si no diera crédito a sus palabras.

Y luego lo miró, incrédula.

–Seguro que no te habrías reído tanto si te hubiera propuesto que me adoptaras.

De nuevo, ella soltó una carcajada.

–Bueno, tal vez esa proposición me habría parecido más sensata –contestó por fin, sacudiendo la cabeza–. Pero hay algo que debo reconocer, Sarantos: eres totalmente impredecible. La gente apuesta su futuro pensando que vas a hacer una cosa… y luego haces la contraria, dejando a todo el mundo atónito. Casarme contigo, ¿eh? Vaya, eso sí que no lo había esperado. Seguro que ni tú mismo lo esperabas.

Aris miró esos ojos burlones, que le recordaban a los cielos iluminados por la luna de su infancia, cuando las estrellas parecían hacerle guiños secretos que eran un consuelo para él. Sentía su mirada penetrar hasta su alma, como si viera lo que había detrás de su aparente seguridad.

Podía actuar como si lo hubiera pensado bien, como si supiera lo que le estaba pidiendo. Pero no era así.

¿Lo hacía alguien que propusiera algo que te cambiaba la vida para siempre?

Había temido una reacción parecida y no sabía cuál de las posibilidades temía más, la sorpresa, la sospecha, la furia, la duda, la emoción, el rechazo, la aceptación o la combinación de todo eso. Cada una abría una puerta a un infierno del que hubiera dado cualquier cosa por apartarse.

Pero no debería haberse preocupado porque Selene las desafiaba todas.

–Mira quién habla de ser impredecible.

–¿Estás diciendo que no esperabas esta reacción? Si no es así, o no eres tan arrogante como yo pensaba o estás perdiendo tu infalible buen ojo y tus poderes de predicción.

La burla, la única reacción con la que no había contado, era en realidad lo único que debería haber esperado de Selene Louvardis. Y debería sentirse aliviado, además.

Pero no lo estaba.

No sabía por qué. Ya no sabía qué esperar de aquella mujer que lo sorprendía a cada paso o cómo lidiar con los descubrimientos que estaban diezmando el concepto que tenía de sí mismo.

De modo que allí estaba, haciendo lo que no había hecho desde los doce años, quedarse sin salida, improvisar. Porque, por primera vez, no tenía otra opción.

Por fin, dejó escapar un suspiro.

–Seguramente es una mezcla de las dos cosas.

Selene levantó una ceja, sorprendida porque había pensado que no lo admitiría. Pero antes de que pudiese añadir nada, volvió a mirarlo con fría determinación.

–¿Qué crees que estás haciendo, Sarantos?

Aristedes frunció los labios mientras algo se encogía en su pecho. ¿De furia, de dolor?

No, acababa de admitir que su percepción de Selene era equivocada. Tal vez lo había sido siempre y no debería intentar entenderla. Debería dejar que aquello lo llevase donde tuviera que ir.

–Estoy haciendo lo que creo que debo hacer. Te estoy pidiendo que te cases conmigo.

–Otra vez –murmuró Selene–. A ver si lo entiendo, Sarantos. ¿Estás siendo predecible por una vez en tu vida?

–No te entiendo.

–Me ofreces que me case contigo porque he tenido un hijo tuyo, como haría un hombre a la vieja usanza. Qué curioso, ¿no?

Aquella confrontación no iba como él había planeado, pero no sabía qué hacer.

–Lo dices como si perteneciéramos a especies diferentes.

Selene lo miró y Aristedes tragó saliva. Era increíble que, con una sola mirada, Selene Louvardis pudiera hacerse dueña de su voluntad.

–Tú sabes que pertenecemos a especies diferentes, Sarantos. Y fingirte un miembro más de la manada no te pega.

–Llevo veinticinco años intentando no serlo, pero en estas circunstancias no puedo permitirme el lujo.

–¿Tú te oyes a ti mismo? –replicó Selene entonces–. Ayer querías que fuera tu amante, pero luego, al descubrir la existencia de Alex, decides dar un giro de ciento ochenta grados y me ofreces matrimonio. Y el matrimonio es un compromiso, es eso de «hasta que la muerte nos separe», el tipo de error que podría tener enormes consecuencias en nuestras vidas.

Aristedes la miró, sorprendido. ¿Significaba eso que tampoco ella era partidaria del matrimonio?

Pero lo que ambos pensaran sobre eso no era el asunto porque debían tener en cuenta a otra persona, Alex.

–La situación ha cambiado por completo desde ayer.

Selene dejó escapar un suspiro de impaciencia.

–Parece que voy a tener que repetir lo que dije anoche, de manera más clara. Tú no tienes nada que ver con Alex o conmigo. Y no tienes ninguna obligación de ponerme un anillo en el dedo.

–Si no creyera que tengo una obligación no estaría aquí.

–Pues entonces te lo dejaré más claro: una oferta de matrimonio por el niño significa que quieres ser padre y marido. ¿En qué universo paralelo te ves tú como padre y marido de nadie, Sarantos?

Los dos se quedaron en silencio. Eso era algo que no estaba dispuesto a discutir. Aunque Selene no le daba oportunidad de hacerlo porque parecía haber tomado una decisión definitiva sobre él.

–No estás hecho para las relaciones humanas. Ni siquiera la relación con tus hermanos es un ejemplo para nadie.

Tampoco iba a contestar a eso, pensó Aris.

–Puede que sea la última persona de la tierra que esté preparada para hacer ese papel, pero eso no cambia nada. Tienes un hijo mío, un niño al que yo le debo mi nombre y mi apoyo. Y también te lo debo a ti.

–Ah, bueno, al menos nadie puede acusarte de ponerte sentimental. Mira, no nos debes nada ni al niño ni a mí. Al menos en esta vida, dejémoslo para otra. Tanto Alex como yo estamos perfectamente, muchas gracias.

–Estar bien no es razón para no aceptar mi apoyo y mi protección, para no beneficiarte de mi posición social y mi dinero.

–Yo diría que es una razón perfecta para no hacerlo. No necesito tu apoyo ni tu protección, Sarantos, tú lo sabes igual que yo. ¿Qué más tienes que ofrecer?

Selene Louvardis siempre conseguía ir directa al grano. Y él debía hacer lo mismo.

–No tengo ni idea –respondió, con brutal franqueza–. Probablemente nada.

De nuevo, los dos se quedaron en silencio.

–Bueno, gracias por ser tan sincero Eso nos ahorra falsos sentimentalismos y promesas que no tienen sitio entre nosotros.

Aquella opresión en el pecho, que siempre le indicaba cuándo estaba perdiendo el control, se volvió insoportable.

–Yo pienso lo mismo, pero por una razón diferente. Son las promesas incumplidas las que destrozan cualquier situación, personal o profesional.

–Pero tú ni siquiera estás seguro de lo que ofreces.

–Aparte de todo lo que tú dices no necesitar, no. No estoy seguro. Pero la sinceridad es mejor que la falsa seguridad.

–Y, como tu oferta, sigue siendo deficiente e innecesaria. Y la razón que hay detrás de esa sinceridad tuya es aún peor.

Aristedes había creído que, al menos, podrían negociar. Pero, aparentemente, Selene no estaba dispuesta a ceder un milímetro.

–¿Y cuál crees que es el terrible motivo que me impulsa a pedirte en matrimonio?

Ella suspiró, cruzando los brazos sobre el pecho.

–Parece que ni siquiera tú escapas al condicionante social según el cual los hombres deben hacerse responsables de su progenie o perderán su masculinidad, su orgullo y sus privilegios. Creo que tus motivos son un cóctel de orgullo, honor y responsabilidad.

¿Y eso le parecía mal?

–Lo dices como si fueran motivos oscuros.

Ella inclinó a un lado la cabeza, con la melena cayendo por encima de su hombro.

–En mi opinión, son los peores motivos.

–¿Por qué?

–Uno no se casa o se convierte en el padre de un niño por orgullo masculino o porque se sienta responsable.

Si hubieran tenido esa conversación el día anterior, él habría dicho las mismas cosas. Siempre había creído que, si algo estaba mal, estaba mal… fueran cuales fueran las circunstancias. Pero tal vez estaba equivocado.

Aristedes suspiró, incómodo y poco acostumbrado a tanta inseguridad.

–Tal vez muchos hombres no se casan solo por esos motivos, pero la mayoría siguen casados precisamente por esa mezcla de orgullo, honor y sentido del deber.

Selene apartó la mirada, ocupándose en colocar unos papeles sobre su escritorio.

–Tal vez tengas razón –asintió después–. Y tal vez las mujeres tienen que aceptar eso porque las otras opciones son peores. Pero no es cierto en mi caso. Tu sentido del deber y tu orgullo masculino no son suficientes ni para mí ni para Alex. Tu apellido, tu dinero y tu estatus social son todo lo que puedes ofrecer… porque es lo único que puedes ofrecer, Sarantos. Y como esas no son razones para que me case, no cuentan para mí. Y, si lo que temes es que esta situación te robe algo más que el precio que dices estar dispuesto a pagar, de nuevo te aseguro que ni Alex ni yo te pediremos nunca nada. Puedo garantizarte eso por escrito, si quieres.

Con cada palabra hacía que aquella carrera de obstáculos fuese aún más difícil. Y él no había ido preparado para tal duelo. Estaba demasiado ocupado luchando contra sus propias dudas y el tanque estaba en reserva, vaciándose rápidamente.

Entonces sonó un móvil y Selene se lanzó hacia él como si fuera un salvavidas.

Aristedes vio la metamorfosis en su expresión mientras hablaba de trabajo con alguien, un cliente tal vez. De modo que era así cuando se mostraba desapasionada, formal. Pero eso lo hizo ver que cuando hablaba con él lo hacía con emociones. La mayoría negativas, lamentablemente, pero emociones fieras y dirigidas a él, el instigador y el objetivo.

¿Cómo podía no haber incluido ese factor personal en la negociación?

Esperó a que terminase la llamada y luego, dando un paso adelante, la sujetó por las muñecas. Selene lo miró, sorprendida, mientras la levantaba del sillón y la aplastaba contra su pecho, saboreando su instintiva rendición durante un segundo… antes de que ella volviese a mirarlo con un brillo de antagonismo en los ojos.

–Hay algo más –le dijo–. Una cosa que solo yo puedo ofrecerte. Esto…

Aristedes detuvo el temblor de sus labios con un beso que la hizo gemir y arquearse hacia él. Su sabor, su olor invadían sus sentidos, haciendo que la devorase entera. Y solo había querido besarla, dejar claro que la deseaba. Debería haberse imaginado que perdería la cabeza si Selene le devolvía el beso.

Enloquecido, la apretó contra la pared detrás del escritorio mientras ella se agarraba con brazos y piernas para recibir el calor de su erección a través de la barrera de la ropa.

Solo una cosa impediría que la tomase allí mismo, ella. De otro modo, no podría parar… aunque debería hacerlo.

De repente, como si hubiera leído sus enfebrecidos pensamientos, Selene intentó apartarse y Aristedes se quedó inmóvil, intentando llevar aire a sus pulmones mientras apoyaba la frente en la de ella.

Y, cuando por fin pudo moverse, la soltó.

Pero no podía apartarse del todo. Fue ella quien lo hizo. Aristedes vio sus pechos saliéndose del sujetador, pero antes de que pudiera lanzarse sobre ella de nuevo para aliviar su agonía, Selene se colocó detrás del escritorio.

–Si querías demostrar que te deseo, enhorabuena, lo has conseguido –empezó a decir, con la respiración agitada mientras se abrochaba la blusa–. Pero eso ya lo sabíamos. Y ahora, si no te importa, tengo que irme a una reunión.

–Solo estaba dejando claro algo que los dos parecíamos haber olvidado.

Selene se apartó el pelo de la cara, mirándolo con una nueva frialdad.

–De modo que combinas la oferta de hoy con la de ayer… ¿sexo sin ataduras, mezclado con una unión legal para controlar los daños?

Aristedes no sabía qué decir. En realidad, eso era lo que le ofrecía, sí, pero en los términos a los que solo un abogado podía reducirlo.

–Es mucho más de lo que tienen muchas parejas.

Selene pareció a punto de decir algo, pero después se dirigió a la puerta.

–Como empresaria, solo me meto en un negocio cuando hay más pros que contras. En tu caso, Sarantos, todos los pros del mundo no podrían contrarrestar los contras. De modo que mi respuesta es no. Y esta negativa no es negociable.

Aris vio que la puerta se cerraba tras ella y se preguntó qué demonios había hecho.

–¿Has hecho qué?

Selene hizo una mueca mientras Kassandra Stavros, su mejor amiga, la miraba como si se hubiera vuelto loca. Kassandra era la única que conocía su secreto, pero no era por eso por lo que le había contado su encuentro con Aristedes Sarantos.

Se lo había contado porque había entrado en el despacho una hora después de ese encuentro, cuando estaba más angustiada.

Pero no se lo había contado todo. Desde luego, no había mencionado la locura que la asaltaba cada vez que Aristedes la tocaba.

Ahora desearía tener la función de rebobinar para borrar lo que le había contado, lo que había pasado con Aristedes y al propio Aristedes de su memoria.

–Solo una loca rechazaría su propuesta y como sé que tú no estás loca… ah, ya lo entiendo, quieres hacerle sufrir, ¿es eso? Se lo merece por marcharse y no volver a ponerse en contacto contigo.

–No olvides que ha vuelto por una cuestión de trabajo y así, como por casualidad, me ha propuesto que fuera su aventura en Estados Unidos.

–Sí, por eso también. Qué cara tiene ese hombre… pero qué hombre –exclamó Kassandra–. Debes admitir que si alguien puede salirse con la suya es Aristedes Sarantos.

Selene frunció el ceño. Todas las mujeres parecían pensar lo mismo. Y, aunque ella no era celosa, no le gustaría terminar con un hombre al que deseaban todas las mujeres, un hombre que nunca sería suyo.

Se encontró imaginándose cómo reaccionaría Aristedes ante su amiga de la infancia. Kassandra, la rebelde que se había enfrentado con su anticuada familia para convertirse en modelo y diseñadora de moda, era una diosa. A Aristedes, como a todos los hombres, se le caería la baba ante su esbelta figura, su gracia, su feminidad, su melena dorada y esos ojos verdes del color del Mediterráneo.

–¿Cuánto tiempo piensas hacerle sufrir? Yo diría que al menos un día por cada mes. Y tal vez una semana más por su última trasgresión…

–Kass, no voy a hacerlo sufrir, sudar o salivar. Le he dicho que no.

Kassandra sacudió la cabeza.

–Es comprensible, pero no es la reacción adecuada.

–¿Cómo que no?

–Ya sé que nunca has querido casarte después del fiasco con Steve, por mucho que tu familia insistiera. Creo que ellos han contribuido a tu eterna independencia con esa larga lista de aburridos pretendientes. Pero tienes casi treinta años y no te estás reservando para ningún hombre porque quien te gusta es Aristedes Sarantos… tanto que has tenido un hijo con él, por el amor de Dios. Y como te ha ofrecido matrimonio, ¿qué mejor pretendiente que él?

–O el peor –dijo Selene–. Ese hombre es enemigo de mi familia. Mi enemigo.

–Eso es en los negocios.

–Y personalmente no le importo nada –insistió ella–. Ni Alex tampoco. No sé por qué dice querer casarse conmigo, pero no tiene nada que ver con el afecto o con el amor. Una de las objeciones de mi padre hacia él era cómo trataba a su familia. Tiene seis hermanos a los que paga en lugar de dar afecto. Su hermano menor murió en un accidente y él no se quedó para consolar a su familia ni una sola noche.

–Pero tal vez contigo sería diferente –objetó Kassandra.

–No, mejor que Alex no conozca a su padre que tener un padre que no lo quiera.

–No sabía que fuese tan malo. Pero, oye, también debe de tener cosas buenas.

–¿Por ejemplo?

–Un hombre que ha levantado un imperio por sí solo, desde abajo, sin estudios superiores, que empezó con un barco de pesca a los catorce años, tiene que ser alguien especial. Tal vez tenga virtudes que compensen su falta de afecto.

La insistencia de Kassandra por hacer que viese la parte buena de Aristedes solo consiguió que Selene lo viese todo negro.

–Según sus hermanos, no las tiene. Además, está el problema que hay entre mi familia y él. Aristedes dice que intentará que nos llevemos bien, pero en cuanto vea las nuevas condiciones del contrato seguramente me mandará al infierno.

–¿Y por qué no cambias las condiciones?

–Porque no puedo hacerlo. Además, mis hermanos están que trinan desde que me quedé embarazada. Si descubren que Alex es hijo de Aristedes lo matarán o intentarán obligarnos a contraer matrimonio.

–Pero si nadie tiene que forzarlo a casarse, ha sido él quien lo ha propuesto.

–Sí, ya. Y, cuando le dije que no, debió de respirar tranquilo.

–Por lo menos piénsalo, ¿de acuerdo? Hazlo por mí –le pidió Kassandra–. Me encantaría diseñar tu vestido de novia.

Selene abrazó a su amiga, que intentaba evitar lo que para ella era un error. Pero el mayor error sería dejar que un hombre frío como Aristedes Sarantos entrase en su vida.

Selene se despertó después de una noche luchando contra unos tentáculos que parecían querer llevarla a un abismo sin fondo.

Y la peor parte era que ella había querido sucumbir.

Suspirando, se dirigió a la habitación de su hijo. Siempre tenía que ver a Alex antes de hacer nada por las mañanas, pero aquel día el deseo era una necesidad.

Mientras iba hacia su habitación sonó el timbre y Selene se detuvo en el pasillo. Eleni solía llegar a las ocho de la mañana, pero era sábado y la niñera tenía libres los fines de semana porque quería estar sola con su hijo para compensar las horas que pasaba fuera durante la semana.

¿Quién podría ser?

Selene corrió a la puerta, asustada, y cuando abrió…

Aristedes estaba al otro lado, vestido por primera vez de manera informal con un pantalón vaquero. Sus ojos parecían de hielo bajo la lámpara que iluminaba el lujoso corredor que llevaba a su apartamento.

Nada había cambiado, nada cambiaría nunca.

Y, sin embargo, lo único que deseaba era echarse en sus brazos, besarlo y decirle que aceptaba su oferta.

Todo lo que había intentado olvidar durante esos meses parecía envolverla en aquel momento; el anhelo que había suprimido, la tristeza durante el embarazo y varios meses después del parto, la resignación de ser madre, empresaria, hermana, amiga, pero nunca una mujer, nunca como lo había sido con él.

Y supo entonces que tenía que hacerlo. Debía aceptar la oferta para terminar con esa angustia, para experimentar de nuevo esa intimidad, esa sensación de estar viva que solo él podía darle.

–Si has venido para ver si he cambiado de opinión…

–He venido a decirte que yo he cambiado de opinión –la interrumpió él–. Quiero que olvides todo lo que dije ayer.

E-Pack Jazmín B&B 1

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