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Capítulo 3

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ARIS estaba convencido. El robusto cuerpecillo del niño, los rizos de color caoba que adornaban su cabecita, las cejas y el frunce de los labios que le daba una expresión decidida… era la misma expresión que había visto en una foto que casi tenía cuarenta años.

Pero hubo algo más, esa punzada en el corazón.

Era imposible, incomprensible. Pero también era irrefutable, la única certeza de su vida.

Aquel era su hijo.

Entonces el niño se fijó en él. Lo miró con unos ojos grises llenos de curiosidad, unos ojos como misiles que se clavaron en su corazón.

Antes de que pudiese reaccionar, el niño le regaló una sonrisa y Aris tuvo que hacer un esfuerzo para llenar sus pulmones de aire. Atónito, observó cómo ese paquete de pura energía alargaba los bracitos en su dirección, moviéndose y protestando hasta que su niñera tuvo que dejarlo en el suelo.

Y se quedó donde estaba, por primera vez en muchos años incapaz de reaccionar, de pensar, esperando que otro ser decidiera su destino.

Aristedes vio, incapaz de hacer nada, cómo el niño intentaba agarrarse a sus piernas.

Y sintió… sintió…

No había palabras para definir lo que sentía.

–Alex, ven aquí, cariño.

La voz femenina era desconocida. De pelo y ojos oscuros, entrada en años, pero elegantemente vestida y peinada, la mujer no estaba mirándolo a él, sino al niño.

–Lo siento mucho, señor –se disculpó–. Voy a buscar algo para limpiarlo.

Aris la miraba sin verla mientras corría hacia una mesa y volvía poco después con un paño. Luego se inclinó para tomar en brazos al niño, que seguía mordisqueando la pernera de su pantalón, a pesar de las ruidosas protestas del crío.

–Lo siento mucho… espero que se quite la mancha. Pero no se preocupe, la señorita Louvardis le compensará por los daños.

Aris miró el paño y luego a la mujer, perplejo. Evidentemente, trabajaba para Selene. Debía de ser la niñera.

Del hijo de Selene.

El hijo de Selene… y suyo.

–No sé qué le ha pasado –siguió la mujer–. Normalmente no se acerca a los desconocidos.

Aris apenas la escuchaba. Estaba concentrado en el niño, que seguía alargando los bracitos hacia él, con sus ojos grises llenos de lágrimas y sus labios temblorosos, como si estuviera suplicándole que lo salvase de algún monstruo.

Sin pensar, Aris levantó los brazos para tomarlo…

–¡Eleni!

Los tres se volvieron y el niño lanzó un grito de alegría.

Selene.

Aris la vio acercarse, como una leona defendiendo a su cachorro, con la melena oscura volando alrededor de su cara como furiosas llamas negras.

–Eleni, recógelo todo, nos vamos ahora mismo.

La mujer miró a Selene, aparentemente sorprendida por el tono. Pero, asintiendo con la cabeza, recogió la bolsa del niño y desapareció sin decir nada.

Entonces, Aris se concentró en Selene. Selene, que lo miraba como si fuera a lanzarse a su cuello.

–¿Qué haces aquí? ¿Cómo te atreves a seguirme?

No tenía sentido negar la acusación, aunque en realidad no quería una respuesta. Y lo dejó claro dándose la vuelta para seguir a la niñera y el niño.

Sin pensárselo dos veces, Aris fue tras ella y la tomó del brazo.

–¡Te he dicho que me dejes en paz!

–No me lo habías contado. No me dijiste que teníamos un hijo –le espetó él.

La verdad estaba en sus ojos. La veía luchando contra mil reacciones distintas, desde la sorpresa al miedo y la resignación al verse descubierta. Y, de nuevo, la furia en menos de un segundo.

Pero Selene Louvardis era una fabulosa abogada que podía lidiar con cualquier situación, por difícil que fuese.

De modo que irguió los hombros y le enseñó el rostro que mostraba en los tribunales: serio, inescrutable, compuesto.

–¿Por qué iba a contártelo? ¿Qué tiene que ver contigo?

–Tú has hecho que no tuviera nada que ver conmigo.

Su propia voz sonaba extraña a sus oídos, absolutamente furiosa.

A Selene le temblaban los labios, pero contuvo el temblor apretándolos en un gesto desafiante. No estaba tan serena como quería aparentar, pero un segundo después su expresión volvió a ser impenetrable.

–Mira, Sarantos, si te preocupa que esto tenga repercusiones para ti, puedes estar tranquilo. Lo nuestro fue un encuentro fortuito y yo pensé que estaba segura… no se me ocurrió pensar en el caos hormonal que sufría tras la muerte de mi padre. A ti no se te ocurrió comprobarlo y yo no tenía intención de llamarte para ver si te parecía bien que tuviese a Alex. Pero sé que, de haberlo sabido, me habrías dicho que no lo querías. Soy yo quien decidió tenerlo, así que es mío y solo mío. Fin de la historia.

En ese momento, la niñera apareció de nuevo empujando el cochecito de Alex.

–Siento mucho que lo hayas visto y más que lo hayas reconocido de inmediato. Pero, de verdad, no ha cambiado nada. Siempre pensé que acabaría teniendo un hijo sola gracias a un donante de esperma… la realidad ha sido diferente, pero no te veas a ti mismo como algo más que eso.

–¿Qué quieres decir?

–Que puedes volver a tu vida como si no hubiera pasado nada. Y también puedes borrarme de tu lista de mujeres disponibles. Querer una aventura conmigo solo ha sido un incidente, un impulso que mi reticencia aumentó. Has venido para hablar de un contrato y estoy de acuerdo en aceptar tu oferta, nada más. Así que adiós, Sarantos. De verdad espero que nuestros caminos no vuelvan a cruzarse.

Esa vez, Aris no movió un músculo para detenerla.

La vio empujar el cochecito, con la niñera a su lado, y alejarse a toda prisa. Y se quedó donde estaba, atónito.

Tenía razón.

En todos los sentidos.

Si hubiera llamado para preguntarle, le habría dicho que un hijo era lo último que deseaba. Hasta que vio al niño, Alex, la idea de tener un hijo lo había llenado de terror.

Pero había visto a Alex.

Y había vuelto a ver a Selene.

Y a partir de ese momento, todo lo que sabía sobre sí mismo, todos sus planes de futuro, todo había dado un vuelco.

Selene se contuvo hasta que metió a Alex en la cuna y se despidió de Eleni, pidiéndole disculpas por haberle hablado en ese tono por la tarde.

Y luego se dejó caer sobre la cama, vestida, temblando.

Aristedes había descubierto la existencia de Alex y se había dado cuenta, ignoraba cómo, de que era hijo suyo.

Aún no se podía creer que lo hubiese averiguado solo con mirarlo.

Alex no se parecía tanto a él… ¿o sí? Si tanto se parecía, ¿por qué nadie más se había dado cuenta? Sus hermanos no conocían la identidad del padre del niño y no porque no lo hubiesen intentado. La habían interrogado de todas las maneras posibles e incluso contrataron a un detective para que lo averiguase, pero sin resultados. Luego hicieron una lista de todos los hombres que se habían cruzado en su camino, eliminándolos sistemáticamente.

Aristedes Sarantos era probablemente el único hombre al que ni siquiera habían tenido en cuenta.

¿Por qué? ¿Sería debido a su odio por él o a su convicción de que no sería tan tonta como para acostarse con el enemigo?

Sin embargo, Alex tenía el pelo de Aristedes, sus ojos grises y el mismo hoyuelo en la barbilla…

Verlos juntos había sido devastador.

Desde que descubrió que estaba embarazada no había podido dejar de preguntarse cómo habría sido su vida si su relación con Aristedes hubiera sido diferente.

Pero las cosas eran como eran y no había manera de cambiarlas. Como ella había sabido siempre.

Siempre se había dicho a sí misma que su fascinación por Aristedes no podría llegar a nada debido al odio que su familia sentía por él. Pero últimamente había tenido que aceptar la verdad: que no había nada que hacer porque Aristedes jamás había mostrado el menor interés por ella cuando, según las revistas, se mostraba interesado en cualquier mujer guapa. Por eso le dolía tanto estar encandilada con él.

Y después de aquel fin de semana, cuando le demostró que la realidad era mucho más increíble que sus fantasías, su estado había pasado de severo a preocupante.

Por eso no había sido capaz de hablar con él por la mañana, de esperar su veredicto sobre qué iba a pasar con ellos.

Tras la fachada de abogada segura de sí misma que presentaba ante el mundo, estaba la hija única de una familia patriarcal. Su madre había muerto cuando ella tenía solo dos años y todos los hombres de su familia habían intentado compensarlo siendo sobreprotectores. Pero habían terminado siendo restrictivos y controladores, aunque no fuese intencionado.

Y, por eso, había crecido luchando por su independencia, por ser ella misma.

En lo que se refería a los hombres, con la excepción de su breve compromiso con Steve, sus relaciones siempre habían sido superficiales. Para entonces se había resignado a creer que ningún hombre se acercaría a ella solo por su encanto, sino más bien por el dinero y el poder de su familia.

Pero todo se complicaba con la existencia de Aristedes. Cualquier otro hombre palidecía en comparación y, después de pasar un fin de semana con él, necesitaba saber que podría quererla para algo más que para un par de revolcones.

Pero ni siquiera la había llamado por teléfono.

Aun así, después de la humillación inicial, había inventado excusas para él. Incluso después de que eliminase a la empresa Louvardis del contrato, una semana después de la muerte de su padre, había sido tan tonta como para pensar que no tenía nada que ver con ese fin de semana, que Aristedes tenía que hacer lo que era mejor para su negocio. Se decía a sí misma que no podía haberse imaginado la pasión que había entre ellos, que él podría querer retomar la relación.

Había esperado que se pusiera en contacto con ella durante meses, hasta que por fin tuvo que admitir que no lo haría. Aristedes Sarantos era exactamente lo que todo el mundo decía que era: un adicto al poder, una máquina de ganar dinero. Y lo que ella había creído un encuentro apasionado no había sido más que otro revolcón para él, algo que olvidó de inmediato.

Claro que Aristedes no le había dado a entender que pudiese haber nada más, de modo que había sido una boba por hacerse ilusiones.

Ella había crecido sabiendo cómo eran los hombres en posiciones de poder gracias al ejemplo de su padre y sus hermanos. Sabía que había una subespecie de hombres a quienes les gustaban las aventuras efímeras e intensas, pero consideraban cualquier tipo de compromiso como una enfermedad. Y Aristedes era peor que esos hombres.

Su aventura no había sido efímera, había sido devastadora. Y había terminado. Fin de la historia.

Al menos, para él. Para ella, la historia solo había empezado y duraría para siempre.

Cuando por fin se acostumbró a la idea de que estaba esperando un hijo se lo contó a sus hermanos y ellos, sorprendidos de que su cerebral hermana se hubiera quedado embarazada por accidente, se volvieron los típicos hermanos griegos, exigiendo conocer la identidad del padre. Pero ella les había dicho que el niño era suyo e iba a tenerlo. Punto.

Y, a pesar de todos los problemas de ser madre soltera, Alex era lo mejor que le había pasado en toda su vida.

A veces había deseado que el niño tuviera un padre y no solo a sus tíos como figuras paternas. Pero luchaba contra ese deseo absurdo. Y, cuando pasaron los primeros meses, los peores, entendió que Aristedes jamás formaría parte de sus vidas. Había desaparecido para siempre y así tenía que ser.

Pero había aparecido en la mansión Louvardis horas antes y allí estaba.

Se le aceleró el corazón al recordar lo que sintió al verlo después de tanto tiempo.

Incluso de espaldas a ella, solo escuchar su voz mientras discutía con Nikolas le había despertado una tempestad de anhelos e inseguridades.

Necesitaba alejarse antes de que su presencia destrozase su bien ordenada vida… pero había resultado ser la peor de las decisiones.

Aunque no parecía ser capaz de tomar una decisión acertada, dar un paso o tener un pensamiento que no terminase en catástrofe cuando se trataba de Aristedes Sarantos.

En lugar de darle la razón para que se marchase, se había enfrentado con él. En lugar de sacarle los ojos, casi había sucumbido al deseo que sentía por él y solo por él.

Y su actitud retadora había despertado el interés de Aristedes. Incluso le había ofrecido que fuera su amante en Estados Unidos… otra más, estaba segura, de una larga lista.

¿Y la peor parte? Se había sentido indignada, decepcionada, insultada. Pero también tentada.

Ya ni siquiera intentaba negarlo.

Seguía deseándolo con todas sus fuerzas.

Bueno, ¿y qué importaba?, se dijo. Ella era una mujer y cualquier mujer con sangre en las venas desearía a un hombre como Aristedes Sarantos.

Pero igual que no devoraba un pastel de chocolate sencillamente porque le apetecía, tampoco lo tendría a él. No se acercaría a Aristedes y no dejaría que se acercase a ella. Ni a Alex.

Aunque tampoco él querría saber nada.

Seguramente saldría corriendo y no volvería nunca.

Selene tenía una nueva convicción: quien hubiera inventado los dioses griegos no tenía ni idea de que alguien como Aristedes Sarantos existiría algún día, haciendo que esos dioses pareciesen comunes mortales.

Porque, contrariamente a lo que había esperado, Aristedes no había desaparecido.

No, había vuelto.

Dina, su secretaria, una mujer inteligente y madura, entró delante de él, con la expresión de una quinceañera que hubiera visto por primera vez a una estrella del rock, y Selene tuvo que contenerse para no poner los ojos en blanco mientras le hacía un gesto para que los dejase solos.

Aunque ella no estaba en mejores condiciones, sencillamente tenía más práctica disimulando el caos que aquel hombre la hacía sentir. Aunque la palabra «caos» era demasiado inofensiva para describir lo que le despertaba su presencia.

Pero debía racionalizar esa presencia. Al fin y al cabo, iban a hablar de negocios.

No se levantó del sillón porque dudaba que las piernas la sostuvieran y, además, tenía que evitar que la atrajese a su campo de influencia.

–Deberías haber llamado antes de venir –le dijo–. Te enviaré un mensajero cuando tenga redactado el contrato, pero tardaré al menos una semana.

Aris dio la vuelta al escritorio para quedar frente a ella. Estaba de pie a su lado, como una torre de fuerza y virilidad apenas contenida por la engañosa sofisticación del traje de chaqueta.

Ni siquiera podía darse la vuelta, atrapada entre el sillón y el escritorio, y esa mirada fría era capaz de cortar el acero.

–No he venido a hablar de negocios.

Debería rendirse, pensó. Solo una vez más. Debería capitular, negar el desafío.

Las palabras de rendición temblaron en sus labios, pero Aristedes las interrumpió diciendo:

–He venido a hacerte una proposición: cásate conmigo.

E-Pack Jazmín B&B 1

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