Читать книгу E-Pack Bianca octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 10

Capítulo 6

Оглавление

EVANDRO apoyó el codo en la ventanilla abierta de su elegante y gris sedán, un vehículo bastante más cómodo que el deportivo en el que había llegado a la propiedad. Estaba esperando a que sus dos pasajeras salieran del palazzo, ansioso por disfrutar del día que tenían por delante.

En principio, solo se trataba de comprar ropa nueva a Amelie, porque su vestuario era bastante inadecuado. Sin embargo, Evandro tenía un objetivo más, algo que pretendía conseguir ese mismo día.

Al pensarlo, sus ojos brillaron con satisfacción. Y justo entonces, Jenna y la niña salieron del palazzo.

Amelie, que llevaba un top rosa con lentejuelas y una falda amarilla abullonada, corrió hacia él. Evandro salió del coche, le abrió la portezuela posterior y le hizo una reverencia deliberadamente exagerada, limitando la crítica a la estética de la niña a la afirmación de que estaba tan deslumbrante que tendría que ponerse las gafas de sol.

Amelie se sentó detrás, y él le puso el cinturón de seguridad y se giró hacia Jenna.

Aquella mañana, su aspecto no era tan gris como de costumbre; quizá, porque iban a pasar el día fuera del palazzo. Se había puesto un vestido de color azul claro que le quedaba muy bien, y cuyo estrecho cinturón enfatizaba su también estrecha cintura y la discreta curva de sus senos, aunque Evandro sospechó que no era consciente de ello.

Sin embargo, lo que más le extrañó fueron sus ojos, que brillaban de una forma especial. ¿Sería por la perspectiva de pasar el día en otra parte?

Fuera cual fuera el motivo, se alegró.

Un segundo después, cerró la portezuela trasera y abrió la del copiloto, porque no iba a permitir que Jenna se sentara detrás, con la niña.

–La quiero aquí, a mi lado –dijo, señalando el asiento del copiloto–, para poder contarle cosas sobre los sitios por donde pasemos. Lleva demasiado tiempo encerrada, así que combinaremos las compras y el turismo. Ya es hora de que vea un poco de mundo.

Jenna acató sus deseos, se sentó delante y declaró, en una objeción de lo más previsible:

–No es necesario que me lleve a hacer turismo.

Naturalmente, Evandro no hizo ni caso.

–Ya que estamos, iremos a ver una villa romana. Es un yacimiento arqueológico notable, y estoy seguro de que será una visita suficientemente educativa para Amelie. Así no perderá un día de estudios. Y ahora… avanti!

Evandro arrancó y tomó el mismo camino donde se había producido el derrumbe el día en que se conocieron. Por supuesto, Jenna se acordó del suceso. Y él también, como le demostró a continuación.

–Aún no le he dado las gracias por lo que hizo, señorita Ayrton. Se arriesgó por mí, y solo consiguió que le gritara, pero me salvó la vida.

El tono de Evandro se había vuelto súbitamente sombrío, y no era de extrañar. Si él hubiera muerto, Amelie habría regresado con Berenice y habría llevado una vida tan poco sana como la de su madre, lo cual la habría convertido en una persona tan egoísta y narcisista como ella o en un ser profundamente dañado.

–En fin, aunque llegue un poco tarde, gracias –añadió.

Jenna lo miró a los ojos, provocando un momento tan intenso como mágico, que solo duró una fracción de segundo. Pero, a pesar de su brevedad, aún seguía en la mente de Evandro cuando clavó la vista en la estrecha carretera.

–¡Pasta por pranzo! –dijo Evandro.

Estaban sentados en la terraza de una trattoria, en la plaza mayor del pueblo medieval donde se habían detenido a comer.

Hasta entonces, el día había sido maravilloso. Primero habían ido al yacimiento arqueológico, donde admiraron los mosaicos mientras Evandro les explicaba el funcionamiento del hipocausto, es decir, el sistema de calefacción que usaban los romanos. Luego, volvieron al coche y, mientras avanzaban entre viñedos y cipreses, él les dio explicaciones sobre todo tipo de cosas, desde la producción vinícola de la zona hasta su historia y geografía.

Jenna no supo si Amelie se acordaría de algo; pero, fuera como fuera, formaba parte de su curva de aprendizaje, lo cual hizo que se acordara de su infancia en el colegio.

En cuanto a ella, no podía negar que estaba encantada de ampliar sus conocimientos sobre la zona, que no había visitado antes, aunque lo estaba aún más por el simple hecho de que Evandro la hubiera invitado a pasar el día con ellos. Y desde luego, no dejaba de pensar en su inesperado agradecimiento y en la intensa y breve mirada que se habían cruzado un instante después.

El padre y la hija se pusieron a hablar entonces sobre lo que iba a comer la segunda, inclinándose sobre el menú. Jenna los miró y se preguntó a quién habría salido la pequeña, porque su cabello no podía ser más diferente: Evandro lo tenía prácticamente negro y Amelie, intensamente rubio. Pero eso carecía de importancia. Habían establecido una relación magnífica, disipando todos sus temores iniciales.

Amelie no sería una solitaria como ella. Amelie tendría un lugar en el mundo.

Al pensarlo, el corazón se le encogió. Le habría gustado que las cosas fueran distintas, pero no se engañaba a sí misma. Por muy bien que se llevara con su jefe, por mucho que quisiera a su pupila y por mucho que se alegrara de su afectuosa relación, ella era una persona ajena a su familia, una simple observadora.

Cuando acabara el verano, se marcharía. Y probablemente, no los volvería a ver.

Deprimida, alcanzó el otro menú e intentó concentrarse en los platos.

Sí, su estancia en Italia era temporal; tan temporal como su estancia en el palazzo y sus días con Evandro Rocceforte y su hija. Pero, de momento, estaba con ellos, y nada impedía que lo disfrutara.

–Bueno, ¿vamos a ir de compras? ¿O no? –preguntó Amelie cuando volvieron al coche.

Después de comer, habían ido a ver la iglesia del pueblo, un edificio histórico con murales del quattrocento. Amelie se había divertido; sobre todo, cuando dejaron que encendiera una vela a la Virgen y el niño Jesús. Pero estaba más interesada en la prometida expedición a las tiendas de la zona.

–¡Por supuesto que sí! –respondió su padre.

Evandro arrancó y, tras salir del pintoresco pueblo, se dirigió a la localidad más grande de la región, que tenía un barrio lleno de tiendas y una enorme galería comercial, frente a la que aparcaron.

Al llegar a la sección de niños, Amelie se fue directa hacia la ropa.

–Bueno, me tengo que ir –dijo Evandro a Jenna–. Cómprele todo lo que necesite y, por favor, asegúrese de que incluya alternativas más aceptables que su colección de ropa actual. Volveré dentro de una hora y lo pagaré todo.

Evandro se fue, y la hora siguiente se pasó en un suspiro, con Amelie dudando sobre lo que le gustaba y Jenna, aconsejándola con tanta dulzura como firmeza.

Ya tenían una cantidad suficiente de ropa aceptable cuando Evandro reapareció.

–Mucho mejor –dijo al ver los sencillos vestidos de verano.

Evandro los pagó con una tarjeta de crédito típica de ricos y, a continuación, se alejó con Amelie y le dijo algo en voz baja, que Jenna no pudo escuchar. Amelie asintió con entusiasmo, y sus ojos se iluminaron.

–Ahora le toca a usted –anunció Evandro, mirando a Jenna.

Ella frunció el ceño.

–¿A qué se refiere?

–Amelie quiere que tenga un vestido nuevo –le informó–. En agradecimiento a sus lecciones de matemáticas.

La niña la agarró súbitamente de la mano.

–Bueno, no es por las lecciones de matemáticas. Mi papá está bromeando, porque sabe que las matemáticas no me gustan nada. Pero es verdad que quiero darte las gracias. Me gustaría hacerte un regalo… si lo quieres, claro –añadió con inseguridad.

Al oírla, Jenna supo que estaba perdida.

–Por supuesto que lo quiero –dijo con calidez–. Me encantaría tener un regalo tuyo. Sobre todo, si es un vestido nuevo.

Sencillamente, Jenna no podía rechazar su ofrecimiento. Aunque Evandro hubiera manipulado a la niña para conseguirlo. Pero ¿por qué lo había hecho? ¿Era un simple gesto de caballerosidad? ¿O algo más retorcido, como impedir que le vieran en compañía de una mujer cuyos gustos estéticos no estaban a la altura de él?

En cualquier caso, Evandro se había salido con la suya, así que no tuvo más remedio que dejarse llevar a la sección de mujeres, donde supuso que él volvería a desaparecer. Pero, en lugar de marcharse, se sentó en uno de los sillones de cuero del establecimiento y alcanzó una de las revistas deportivas que estaban a disposición de los desgraciados hombres que se veían obligados a esperar.

Luego, Amelie la arrastró arriba y abajo en busca de su regalo, y no se detuvo hasta encontrar lo que quería.

–Mira, estos vestidos son como los míos, pero de tu talla –dijo la pequeña.

En ese momento, apareció una de las dependientas y se sumó a Amelie con entusiasmo.

Jenna se rindió, derrotada.

Evandro apagó su ordenador, tras haber terminado el trabajo del día satisfactoriamente. El equipo de dirección estaba contento; los accionistas estaban contentos y sus clientes estaban contentos. Hasta él lo estaba.

Desconcertado, se preguntó por qué. No era una emoción a la que estuviera acostumbrado. Hacía mucho tiempo que no era tan feliz.

Al final, se levantó del sillón y optó por dejar de hacerse preguntas y limitarse a disfrutar. Al fin y al cabo, eran las cuatro en punto de la tarde, hora de tomar el té. Y esta vez, iba a ser una ocasión muy especial, porque estaría presente la señorita Jenna Ayrton, quien iba a llevar el vestido que le había comprado.

La había manipulado descaradamente, y no se arrepentía.

Había tomado la decisión de destruir su invisibilidad, de impedir que siguiera sometida a los fantasmas de su infancia. No quería que siguiera por ese camino, escondiéndose del mundo, encerrada en sí misma, sintiéndose un fracaso.

Y ahora, estaba a punto de ver el resultado de su pequeña confabulación. Amelie había recibido instrucciones estrictas por la mañana, unas instrucciones que había recibido con alegría. Solo tenía que salir a su encuentro.

Acababa de cerrar la puerta de la biblioteca cuando Amelie y Jenna bajaron al vestíbulo por la ancha escalera de mármol. La niña estaba preciosa con su vestido nuevo y la diadema que le recogía el pelo, a juego con la florida prenda. Pero, por muy bonita que estuviera, eso no le gustó tanto como lo que hizo a continuación: dedicarle una sonrisa enorme, soltar la mano de Jenna y correr hacia él.

El corazón se le encogió al instante. Lo había conseguido. Su hija estaba a salvo, y él se encargaría de que siempre lo estuviera. La niña que Berenice había utilizado como arma, la que había alejado de él para hacerle daño, ya no era una desconocida. Y, aunque no estuviera seguro de tener lo necesario para ser un buen padre, aunque tuviera que luchar todos los días por ganarse su confianza, no se rendiría jamás.

Su profesora tenía razón. Los niños necesitaban sentirse queridos.

Mientras abrazaba a Amelie, que aumentó su emoción por el procedimiento de pasarle los brazos alrededor del cuello, Evandro se giró hacia Jenna.

Por Dio!

Había dejado de ser invisible.

Volvía a ser un duende de los bosques. O, más bien, una ninfa.

El verde vestido, de estilo años cincuenta, enfatizaba maravillosamente su esbelta figura con su falda acampanada y su escote con forma de corazón, dejando desnudos sus brazos y acentuando la estrechez de su cintura.

Por primera vez, llevaba el pelo suelto, aunque recogido hacia atrás con un pañuelo de seda verde. Y hasta se había puesto maquillaje: rímel, sombra de ojos y brillo de labios, en cantidad suficiente para llamar la atención de cualquier hombre y conseguir que la quisieran mirar y admirar.

–Bueno, ¿qué te parece? ¿Estamos guapas, papá? –preguntó su hija.

–¡Estáis preciosas! ¡Las dos!

Evandro volvió a mirar a Jenna, sabiendo que se ruborizaría. Y se ruborizó.

–Por fin se ha liberado, señorita Ayrton. Ha dejado de ser invisible –dijo él, que alcanzó su mano y la besó–. No se oculte más.

Evandro mantuvo el contacto visual mientras hablaba y, de repente, tuvo la impresión de que algo había cambiado en su interior, algo que ni siquiera sabía que pudiera cambiar.

En su cabeza, resonó la advertencia de su abogado. Pero se la quitó de encima, negándose a que contaminara la extraña, cálida y maravillosa sensación que lo dominaba en ese momento, para su asombro.

Fuera lo que fuera, Jenna aún no había apartado la mano, así que Evandro se la puso en un brazo, hizo lo mismo con la niña y sonrió, satisfecho.

–Menuda suerte la mía. Llevo a una bella donna en cada brazo –dijo con humor–. Un momento perfecto para tomar el té.

Jenna no había podido negarse a la petición de Amelie, quien se había empeñado en que se pusiera el vestido nuevo y se maquillara. Una vez más, había sido incapaz de decepcionar a la pequeña, quien estaba encantada de ponerse guapa para bajar a tomar el té y, sobre todo, de que su profesora hiciera lo mismo.

Atrapada, se puso el vestido, se dejó el pelo suelto y, tras tomar prestado uno de los muchos pañuelos que tenía Amelie, se lo recogió y se empezó a maquillar con ayuda de la niña. No usó demasiado maquillaje. Solo el justo.

El justo para que sus ojos parecieran más grandes; sus pestañas más largas y sus ojos, más brillantes.

Y, para su sorpresa, descubrió dos cosas: que llevar el pelo suelto acentuaba sus pómulos y los delicados contornos de su mandíbula y que el precioso vestido de estilo años cincuenta enfatizaba su figura, dándole más curvas de las que creía tener.

Al mirarse en el espejo, se quedó atónita. ¡Qué distinta estaba! Y desde luego, se sentía incomparablemente mejor que el día en que se puso uno de sus aburridos vestidos para cenar con Amelie y su padre por primera vez.

¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se había maquillado, dejado el pelo suelto y puesto una prenda más o menos bonita? No pudo recordarlo, aunque supuso que habría sido en la universidad, para ir a alguna de las fiestas de los estudiantes de primero. Pero no habría tenido éxito, porque nadie se fijaba en las chicas aburridas que solo vivían para sus estudios y que ni siquiera llamaban la atención de sus propios padres.

Desde entonces, no se había arreglado nunca. A fin de cuentas, era profesora, y lo único que esperaban de ella era que tuviera un aspecto más o menos pulcro y que mantuviera el orden en clases abarrotadas de niños de familias y barrios pobres. Un mundo radicalmente distinto al magnífico y elegante palazzo italiano. Un mundo que estaba a años luz de los hombres como Evandro Rocceforte.

Mientras caminaban hacia la rosaleda, donde habían instalado sillas, una mesa de hierro forjado y una sombrilla para protegerles del sol, Jenna se estremeció. Su mano seguía en el brazo de Evandro, el príncipe azul que la había besado a la antigua usanza y que la había mirado como si la encontrara inmensamente deseable.

Pero, si él era un príncipe azul, ¿qué era ella?

Evidentemente, la Cenicienta. Una Cenicienta que siempre se había escondido, que se parapetaba detrás de su trabajo, que intentaba ser invisible.

–No se oculte más –había dicho él.

Y la voz de Evandro seguía sonando en sus oídos, con su tono profundo e intenso. Y, por primera vez en su vida, se atrevió a desear lo que no había deseado nunca.

Dejar de ser invisible para siempre.

Por lo menos, en lo tocante a Evandro Rocceforte.

E-Pack Bianca octubre 2021

Подняться наверх