Читать книгу E-Pack Bianca octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 11
Capítulo 7
ОглавлениеMENUDA sorpresa! –declaró el ama de llaves.
Evandro la llevó por la rosaleda e invitó a sentarse a la encantada mujer, que estaba resplandeciente con su falda de color azul cielo, su chaqueta y su blusa de cuello con encajes.
–Ya que la signora Farrafacci nos ha preparado una comilona, me ha parecido oportuno que la disfrute con nosotros –dijo Evandro a Jenna.
–Bueno, reconozco que la tarta Victoria se me da bastante bien –replicó la mujer mientras se sentaba.
Loretta y Maria aparecieron con dos bandejas y añadieron su contenido a lo que ya estaba en la mesa.
Era un té típicamente inglés, con vajilla de porcelana, pequeños sándwiches de pepino, huevo cocido y salmón ahumado y varios tipos de postres, tan resplandecientes como su creadora y a cual más apetecible: la tarta Victoria, con sus capas de mermelada de frambuesa, un montón de pasteles de distintos colores y un refinado pastel de Saint Honoré, hecho de pasta choux e hilo de azúcar.
Más que un té, parecía una fiesta. Y, por si no estuviera suficientemente claro, Evandro alcanzó la botella que estaba en la cubeta de hielo, la descorchó con la facilidad de un experto y dijo:
–Ninguna fiesta estaría completa sin una botella de champán.
Evandro lo dijo completamente en serio. El champán era ideal para la ocasión, que había creado y orquestado de forma perfecta. Y de momento, no podía estar de mejor humor. Todo estaba saliendo según lo planeado.
Sus ojos se clavaron en Jenna, revelándole otra vez la transformación que también había provocado él. El triste y angustiado fantasma de su infancia había desaparecido. Ahora, era una mujer libre.
Pero, a pesar de ello, no creyó que su transformación se debiera a un simple vestido, un poco de maquillaje y una forma más atractiva de llevar el pelo. Había algo más, mucho más. Una luz nueva en sus ojos, una actitud resplandeciente y una sonrisa en sus labios.
Y era cosa de ella, no de él.
Jenna había decidido que ya no era invisible. Eso era lo que marcaba la diferencia. Eso era lo que tanto le gustaba.
Sin embargo, Evandro se recordó que no la había manipulado para que ella le gustara más, sino para que ella se gustara. Y, mientras se lo recordaba, llenó la copa de la signora Farrafacci, hizo lo propio con la de Jenna y sirvió un chorrito de champán con zumo de naranja en la de Amelie antes de servirse a sí mismo.
–¡Esta es la única bebida civilizada que tiene burbujas, mignonne! –informó a su hija–. Y no se alarme, señorita Ayrton… En los países mediterráneos, los niños no se limitan a cenar con sus padres en restaurantes. También prueban el vino desde pequeños, aunque huelga decir que en cantidades pequeñas. ¿Y bien, Amelie? ¿Qué te parece?
La niña echó un traguito y arrugó la nariz.
–¡Hace cosquillas! Pero sabe muy bien.
–Pues yo lo prefiero sin naranja –intervino la signora Farrafacci, alzando su copa hacia Evandro Rocceforte.
Jenna y Amelie hicieron lo mismo.
–Saluti! –exclamó él, chocando su copa con la de la niña–. Y ahora, ¡que empiece la fiesta!
Una vez más, miró a la mujer a la que había rescatado de la invisibilidad. Por fin, después de tantos años, podía ocupar su lugar en el mundo.
No volvería a negarse el placer de vivir.
El ama de llaves hizo los honores y sirvió el té, aunque Amelie lo rechazó porque prefería su champán con naranja.
Evandro sonrió entonces y se recostó en su silla.
–Qué excepcionalmente agradable es todo esto –dijo–. Deberíamos hacerlo más a menudo… o mejor aún, durante todo el verano. ¡Y deberíamos vestirnos de tiros largos, como se suele decir! Por cierto, ¿qué es vestirse de tiros largos?
Jenna soltó una carcajada.
–No tengo ni idea –admitió–, pero secundo la moción.
–Y yo la apoyo –intervino la signora Farrafacci.
Al final, acordaron que lo harían más a menudo y, a medida que Jenna iba bebiendo champán, se fue sintiendo como si las burbujas circularan por sus venas, aumentando su relajación y haciéndola tan feliz que sonreía constantemente.
Además, Evandro lideraba el ambiente de alegría, que el ama de llaves reforzaba con su jovialidad y Amelie realimentaba con sus risitas. Y, al cabo de un rato, Jenna se sorprendió pensando que aquello era la quintaesencia de la felicidad. De hecho, no se había sentido tan feliz en toda su vida.
En determinado momento, sus ojos se volvieron a clavar en el hombre que estaba sentado enfrente de ella, bromeando con su hija y alabando al ama de llaves por la excelencia de su tarta Victoria. Su fuerte y poderoso cuerpo estaba completamente relajado en la silla de hierro, y el cuello abierto de su impoluta camisa blanca competía en calidez con la temperatura de la tarde, enfatizando aún más su masculino atractivo.
Aquel era el hombre que había cambiado su vida, el que había conseguido sacarla de su encierro y que dejara de ocultarse. El único hombre del mundo para el que ya no era invisible.
No, definitivamente, no podía ser más feliz.
Se sentía como el burbujeante y efervescente champán de su copa.
–¡No puedo comer ni un bocado! ¡Y no exagero! –anunció la signora Farrafacci, levantándose–. Será mejor que me vaya, porque esta noche voy a casa de mi hijo.
Evandro intentó levantarse para despedirse de ella, pero el ama de llaves sacudió la cabeza.
–No, no, por favor, no se levante –dijo–. Gracias por la fiesta vespertina, y por pedir una cena fría para que me pueda marchar.
El ama de llaves alcanzó el plato con los restos de su magnífica tarta Victoria, y Evandro pidió a Amelie que la ayudara a llevar las cosas a la cocina. Por supuesto, Jenna intentó sumarse a ellas, pero él se lo impidió.
–No, quédese un rato. Aún queda champán en la botella… ¡Ah, Amelie! Si te vas a poner a jugar, cámbiate antes de ropa. O juega a algo que no te arruine el vestido.
Amelie asintió y se fue alegremente con el ama de llaves.
–Bueno –dijo entonces Evandro, mirando a Jenna–. ¿Ha disfrutado de nuestra pequeña fiesta?
Ella sonrió.
–¿Que si he disfrutado? ¡Ha sido un éxito!
Él soltó una carcajada.
–Como su vestido nuevo –dijo, mirándola de arriba abajo–. No sabe lo bien que le queda.
Jenna parpadeó, y Evandro notó que sus ojos de color avellana parecían verdes, como reflejando el color del vestido.
–Gracias –replicó en voz baja.
Evandro supo que su agradecimiento era sincero y, una vez más, tomó su mano, se la llevó a los labios y la besó. Le pareció que era un gesto medido, y mucho menos problemático de lo que le apetecía de verdad. Además, no le había hecho ese regalo para su propio disfrute, sino por el bien de ella.
–Yo también tengo que darle las gracias –dijo, incómodo con lo que deseaba hacer–. Los vestidos que le compró a Amelie son incomparablemente más bonitos que los que le compró su madre.
Los ojos de Jenna se iluminaron.
–Sí, y estaba encantada. Se nota que quiere complacerle.
Evandro frunció el ceño, y su voz sonó súbitamente brusca.
–No necesito que me complazca. Si esa es la impresión que tienen ella y usted, es obvio que he fracasado en mi intento de ser un buen padre.
–¡No ha fracasado! –protestó Jenna con vehemencia–. Es un padre maravilloso. Absolutamente maravilloso.
Jenna lo miró con intensidad, y él supo que estaba buscando las palabras adecuadas.
–Es normal que un niño quiera complacer a sus padres –continuó ella–, y también lo es que usted quiera complacer a su hija. Está completamente justificado. Solo es peligroso cuando es unilateral… entonces, puede ser de lo más dañino.
–También es dañino entre adultos –observó Evandro–. Hay pocas cosas peores que intentar ganarse el amor de una persona incapaz de amar y caer bajo su hechizo.
–Porque hay hechizos malignos –dijo, citando las palabras que había pronunciado durante su primera cena.
Evandro no quiso decir quién le había hechizado de esa manera. No era necesario, porque Jenna ya lo sabía. Además, había sufrido lo suficiente como para saber lo que pasaba cuando el amor no era recíproco, cuando una de las dos partes carecía de la más primordial de las emociones. Y eso era tan válido en cuestión de amantes como en cuestión de padres.
–Bueno, no malgastemos el champán con recuerdos terribles. Mi exmujer es cosa del pasado, al igual que su padre, y no tienen más poder sobre nosotros que el que nosotros les queramos dar –dijo–. Venga, brinde conmigo.
Ella aceptó el brindis, y él pensó que la había mentido. Berenice no era cosa del pasado. Aún podía envenenarlo todo.
Pero no quería pensar en eso. No en ese momento.
La volvió a mirar y se volvió a sorprender con su asombrosa transformación, intentando convencerse de que mirarla no era ningún pecado.
La tarde ya estaba muy avanzada, y el calor empezaba a ser más tolerable. Desde el palazzo, les llegaba la voz de Amelie, que estaba hablando de moda con sus muñecas. Evandro sonrió con resignación y dijo:
–Como siga así, acabará de diseñadora.
Jenna también sonrió.
–Bueno, no sé qué querrá ser de mayor, pero sospecho que no tendrá nada que ver con las matemáticas.
Evandro soltó una carcajada.
–¿Por qué estudió idiomas? –preguntó con curiosidad.
Ella se encogió de hombros.
–Porque se me daban bien. Pero, sobre todo, porque era una forma de ampliar mis horizontes con vidas distintas a la mía.
–¿Una vía de escape?
Ella asintió.
–Sí, aunque luego me empezó a gustar la enseñanza. Me daba la oportunidad de ayudar a los niños con sus habilidades, es decir, de darles la ayuda que yo no tuve –dijo–. ¿Y usted? ¿No tuvo más opción que hacerse cargo de Rocceforte Industriale?
–Lo hice de buena gana. Tal vez, porque lo llevo en la sangre. Pero reconozco que también lo hice por mi padre –contestó, antes de beber un poco más–. Y no, no fue por ganarme su afecto, porque ya lo tenía. Fue por la misma razón por la que…
Evandro se detuvo un momento. La sombra de su exmujer seguía siendo alargada. Pero luego pensó que quizá se sentiría mejor si se lo confesaba. A fin de cuentas, Jenna había sufrido una experiencia parecida, y sabría entenderlo.
–Por la misma razón por la que me casé con Berenice –prosiguió–. Yo lo estaba deseando, y sabía que mi padre también estaba encantado con esa boda. Como se suele decir, el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones.
Evandro se bebió el resto de su champán y se levantó, maldiciendo para sus adentros a Berenice y maldiciéndose a sí mismo por haber estado tan ciego.
Sin embargo, no estaba dispuesto a permitir que sus lóbregos pensamientos estropearan un día tan especial, de modo que ofreció una mano a Jenna y dijo:
–Si ya ha terminado el champán, venga conmigo. Daremos un paseo, aunque solo sea para bajar la comida.
Evandro volvía a estar de buen humor.
Y se llevó a Jenna a los jardines, alejándose del recuerdo de su exmujer.
Jenna estaba en la terraza. El sol se acercaba lentamente al horizonte, y su luz dorada bañaba los jardines.
Evandro y ella habían estado un par de horas en la sala de juegos de Amelie. Primero, viendo una de sus películas favoritas y más tarde, divirtiéndose con la niña con uno de sus juegos de ordenador, aunque las dos cosas tenían más o menos el mismo argumento: historias de princesas medievales, expediciones heroicas y animales mitológicos.
Había sido tan divertido como agradable.
Después, Maria se había llevado a Amelie para bañarla, y Evandro se había ido a la biblioteca a comprobar el correo electrónico, momento en el cual apareció Loretta. Al ver que se disponía a servirles una cena fría, consistente en ensaladas y antipasti, Jenna la ayudó a poner la mesa en el salón y, acto seguido, le dio las buenas noches.
Y ahora estaba disfrutando de las vistas, dominada aún por la sensación de felicidad que había tenido toda la tarde.
Al cabo de unos instantes, oyó los pasos de Evandro, y sus ojos se iluminaron al instante. No lo pudo evitar. Hasta se preguntó si él estaría tan contento como ella. Pero había oscurecido tanto que no veía bien su cara.
Evandro se detuvo junto a la mesa, alcanzó los cócteles que le habían preparado y caminó hacia Jenna, sin apartar la vista de sus ojos.
–Espero que le guste –dijo, pasándole un martini dry–. Tras el champán de esta tarde, le refrescará el paladar.
Ella lo probó. Era fresco, ácido y, con toda seguridad, más potente de lo que habría sido sensato, teniendo en cuenta que ya se había tomado dos copas de champán. Sin embargo, era un día especial, y optó por dejar la cautela y la sensatez para otro momento.
–¿Y bien? –preguntó él, arqueando una ceja.
–Está buenísimo.
Él asintió, satisfecho.
–Brindemos por la puesta de sol –dijo, mirándola aún–. Y por cosas más importantes que una puesta de sol.
Jenna no estuvo segura de lo que había querido decir y, para empeorar las cosas, seguía sin poder distinguir su expresión. Pero notó algo distinto en su tono de voz, algo que le causó un escalofrío de placer, como el beso que le había dado en la mano cuando bajó por la escalera del palazzo con su vestido nuevo.
Durante los minutos siguientes, se dedicaron a disfrutar de sus cócteles y de la gloriosa puesta de sol. El cielo se oscureció enseguida, y las cigarras empezaron a cantar a su alrededor. Fue extrañamente romántico.
La mente de Jenna se llenó de pensamientos contradictorios, que acalló rápidamente. Tampoco era el momento más adecuado para hacerse preguntas o ponerse a especular. Solo lo era para estar así, tranquilamente, juntos.
Sin embargo, Amelie rompió el hechizo por el procedimiento de aparecer repentinamente en el salón con unas zapatillas y una bata. Jenna sonrió y le ofreció una mano. La niña corrió hacia ella y se aferró a su profesora.
–Estamos esperando a la primera estrella, carina –dijo su padre–. ¿Tú puedes ver alguna?
Amelie alzó la vista.
–¡Sí! ¡Allí, papá! ¡Mira!
La niña señaló un minúsculo y casi invisible punto en el firmamento.
–¡Es verdad! –exclamó Jenna.
–Qué lista eres –dijo él.
Evandro se giró hacia Jenna y le dedicó otra sonrisa, aún más íntima que las anteriores, una sonrisa que se le quedó grabada, dejándole un poso de felicidad.
De felicidad, ni más ni menos.
Tan sencillo y tan precioso como eso.
Una sensación que no había tenido en toda su vida.
¿Y por qué no iba a ser feliz? Había sido un día perfecto, y ahora disfrutaban del cielo nocturno con Amelie entre los dos, como si fueran una familia. Como si la niña fuera hija suya y Evandro, su esposo.
Al darse cuenta de lo que estaba pensando, se ruborizó y soltó la mano de Amelie como si le quemara.
¿Cómo era posible que tuviera esos pensamientos? ¿Cómo se atrevía a desear tal cosa?
Jenna dio un beso a la dormida niña antes de salir de su habitación y dirigirse a la escalera. Los empleados ya se habían retirado, y el palazzo estaba en silencio.
Sin hacer ruido, entró en el comedor y miró a Evandro, que estaba sentado con las piernas extendidas y una copa vacía en la mano. Pero Evandro debió de notar su presencia, porque se giró al instante.
–La luna acaba de salir –dijo, levantándose–. Vamos a verla.
Aunque Jenna ya se había acostumbrado a sus modales bruscos, notó algo distinto en su voz. Y empezaban a ser demasiadas coincidencias, porque también se había comportado de forma distinta durante la cena.
No había hecho nada fuera de lugar. Había sido agradablemente informal y, desde luego, había estado encantador con Amelie; pero Jenna se había dado cuenta de que no dejaba de mirarla. ¿Estaría pensando en lo cambiada que estaba? ¿En el éxito de plan para que dejara de ser invisible?
Fuera cual fuera el motivo, la dejó tan confundida que, cuando salieron a mirar las estrellas, hizo todo lo posible por no mirarlo a los ojos. Sin embargo, eso no impidió que notara sus miradas, de las que era dolorosamente consciente.
Y ahora, mientras le seguía a la oscura terraza, se preguntó si no habría cometido un error al volver a bajar. Habría sido mejor que le diera las buenas noches antes de acostar a la niña y retirarse a sus habitaciones. Habría sido mejor que mantuviera las distancias hasta la mañana siguiente, para enfrentarse a él con su ropa de trabajo, el pelo recogido y ningún asomo de maquillaje.
Se estaba arriesgando mucho. En primer lugar, porque empezaba a sentir cosas que no debía sentir y, en segundo, porque también era consciente de lo que había sido ese día: un regalo maravilloso de Evandro Rocceforte. Uno que no olvidaría nunca, y por el que siempre le estaría agradecida.
Además, sus fantasías eran irracionales, el deseo de una mujer que nunca había tenido una familia de verdad ni conocido el amor. El anhelo de una mujer que se había visto obligada a vivir en soledad y que había terminado por abrazar esa soledad, porque era todo lo que conocía, todo lo que podía esperar.
Y, por supuesto, no podía esperar que los Rocceforte la acogieran en su seno.
No tenía ningún derecho sobre Amelie.
Ni sobre Evandro. Por muchas miradas subrepticias que ella misma le lanzara, por muy intenso que fuera el efecto de su atractivo físico.
Eso carecía de importancia. Solo era la profesora de Amelie y, aunque su padre la tratara con amabilidad y respeto, eso no significaba que compartiera lo que sentía. No significaba nada en absoluto.
Por desgracia, su insistente negativa a hacerse ilusiones fracasaba todo el tiempo. Quisiera o no, deseaba algo más. Deseaba que Evandro no la hubiera convertido en una mujer atractiva y deseable por hacerle un favor, sino para hacerla suya.
Porque la había cambiado de verdad. Ya no quería ser invisible. Ya no se quería esconder. No de él. Y tampoco quería que ese día terminara.
Evandro se detuvo en la terraza y se giró hacia ella. El aire olía a flores, y la canción de las cigarras amenizaba el ambiente. A Jenna se le hizo un nudo en la garganta, y su nerviosismo aumentó cuando él le ofreció una mano y se quedó esperando a que ella la aceptara, cosa que hizo. La oscuridad de la noche difuminaba sus duros rasgos, y el aroma de su loción de afeitar competía con el de las rosas del jardín.
Entonces, súbitamente, Evandro le acarició el pelo.
–Llévelo siempre suelto. Es precioso, y comete un crimen cuando lo esconde tras las horquillas –declaró.
La caricia fue casi imperceptible, pero Jenna se estremeció de todos modos. No se podía mover. No podía mover ni un músculo. Solo podía mirarlo con los ojos muy abiertos, empapándose de él, reducido todo al deseo de estar allí, a su lado, con aquel hombre, con el único hombre del mundo que tenía la habilidad de hacerle sentir esas cosas.
Una vez más, intentó recordarse que solo era la profesora de Amelie, pero no pudo. ¿Como podía pensar en esa situación, tan cerca de él, sintiendo la cascada de su propio cabello en la espalda, el suave roce del vestido en sus muslos, el fresco aire de la noche en los hombros y el delicado contacto de su sostén contra sus senos?
No había sido tan consciente de su propio cuerpo en toda su vida. Hasta podía sentir los latidos de su corazón.
Excitada, entreabrió los labios y clavó la vista en sus ojos.
–Oh, Jenna –dijo él, casi en tono de advertencia–. Jenna, no…
La voz se le quebró, y su actitud cambió de repente, como si estuviera haciendo un esfuerzo por romper el hechizo. Pero Jenna no lo podía permitir y, sin darse cuenta de lo que hacía, pronunció su nombre en voz baja.
–Evandro…
Su expresión volvió a cambiar. Se volvió menos tensa, se suavizó. Y, durante un momento, Jenna tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido. Evandro estaba completamente inmóvil, como atrapado.
El momento duró una eternidad y, cuando terminó, él bajó la cabeza y la besó con dulzura, muy despacio.
Jenna se dejó llevar, rindiéndose a los sensuales movimientos de sus labios. Él le puso una mano en la cintura y la apretó contra su cuerpo, provocando que ella alzara las suyas y las pusiera en la ancha pared de su pecho, encantada de poder sentirlo.
Poco a poco, el beso se volvió más apasionado e, instintivamente, Jenna se lo devolvió. Estaba cada vez más entregada, y el contacto de Evandro, que no dejó de acariciarle en ningún momento, aumentaban su excitación. Había cruzado una línea imaginaria, y todos sus deseos se concentraban en él.
El mundo había dejado de existir. Lo único que había sobrevivido eran sus manos, sus brazos, su boca.
Hasta que él se apartó.
Desconcertada, ella abrió los ojos. Su corazón se había desbocado, y casi no podía respirar.
–Acuéstate –dijo Evandro, tuteándola por primera vez–. Acuéstate. No ha pasado nada.
Ella no se movió. No podía. El tono de voz de Evandro era tan duro y frío como las baldosas de piedra de la terraza.
–No ha pasado nada. Esto no ha ocurrido –insistió él.
Jenna cerró los puños y se clavó las uñas en las palmas.
–Ha sido cosa mía. Mía, no tuya. Cúlpame a mí, a la luna y a las estrellas. Piensa que estoy borracho y tírame lo que quieras, lo que te dé la gana, pero márchate –continuó.
Jenna no derramó una sola lágrima. No hizo ni el menor ruido. Se limitó a darse la vuelta y marcharse, invisible otra vez.