Читать книгу E-Pack Bianca octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 7
Capítulo 3
ОглавлениеJENNA y Amelie comieron juntas, pero no les sirvieron la comida en la terraza, sino en la sala que hacía las veces de aula; probablemente, porque Evandro estaba trabajando en la biblioteca y no quería que le molestaran.
Amelie seguía estando insegura, y Jenna decidió que necesitaba divertirse un poco. De hecho, ella también lo necesitaba, porque no dejaba de revivir su enfrentamiento matinal con Evandro. ¿Le habría molestado lo que le había dicho? Aunque así fuera, eso le incomodaba bastante menos que la posibilidad de que no tuviera en cuenta sus palabras, de las que no se arrepentía en absoluto.
–¡Salgamos a dar un paseo!
La cara de Amelie se iluminó al instante. Momentos después, abandonaron el aula y salieron a la terraza, decididas a pasear por los jardines.
–Cuando yo daba clases en Londres, no había campos o bosques por donde pudiera pasear –dijo Jenna–. Eres muy afortunada, Amelie. Tienes unos jardines preciosos a tu disposición.
Justo entonces, oyeron la voz de un hombre.
–Me alegra que le gusten.
Jenna se giró, sorprendida. Era Evandro, que se acercaba a ellas a grandes zancadas, vestido con un traje gris de color oscuro que iba a juego con sus ojos.
–Os he visto desde el balcón de la biblioteca. ¿Adónde vais? –preguntó él.
Amelie se aferró a la mano de Jenna, como buscando seguridad. Y Jenna respondió, con tanta tranquilidad como pudo:
–A dar un paseo por los jardines.
–¿Puedo ir?
Jenna se volvió a quedar sorprendida. No solo porque quisiera pasear, sino también porque su tono de voz estaba en las antípodas de la brusquedad que le había dedicado aquella mañana. Y entonces, comprendió que no se mostraba tan amable por ella. Era por su hija.
Y se alegró.
–¿Te parece bien, Amelie? Estoy seguro de que la señorita Jenna y tú me podéis enseñar muchas cosas sobre la naturaleza. Por ejemplo, sé muy poco de las costumbres domésticas de las babosas –continuó él.
Jenna no supo si estaba bromeando o estaba hablando en serio. Se quedó tan confundida como durante su encuentro matinal, cuando él comentó que los niños no eran los únicos que preferían jugar a trabajar.
En cualquier caso, Amelie seguía agarrada a su mano, lo cual demostraba que estaba lejos de sentirse cómoda en presencia de su padre. Y a ella se le encogió el corazón. Los niños necesitaban sentirse queridos.
–Las babosas no me gustan –dijo la pequeña.
–Pues menos mal que se gustan entre ellas –replicó su padre–. Se gustan tanto que habrá un montón de bebés babosa en primavera.
–Son hermafroditas –intervino Jenna–. Como los caracoles.
Amelie la miró con curiosidad.
–¿Qué significa eso?
–Que son chico y chica al mismo tiempo –respondió su profesora–. Puede que a nosotros nos parezca extraño, pero para ellas es normal.
–A mí no me gustaría eso –dijo Amelie–. ¡No quiero ser un chico!
–Tú estás muy bien como estás. Eres una niña perfecta –declaró su padre–. Y me alegro mucho de que vayas a vivir conmigo.
Jenna se tranquilizó al notar el fondo afectuoso de su voz. Estaba diciendo las cosas correctas, haciendo que su hija se sintiera bienvenida y dejando bien claro que estaba donde debía: en el palazzo, con él.
–¿Cuál es el plan? ¿Dónde vamos a ir? –prosiguió él, con el mismo tono entusiasta.
–Tenía intención de llevarla a la rosaleda, para ver a las abejas mientras liban y explicarle cómo ayudan a las rosas y al resto de las flores –contestó Jenna.
Estaba encantada con el cambio de actitud de Evandro. Por supuesto, sabía que lo hacía por su hija, y también supo que su papel consistía en hacer de puente entre los dos. El paseo por los jardines era una ocasión perfecta para estar juntos, compartir una actividad y acostumbrarse el uno al otro.
Jenna empezó a caminar, y soltó subrepticiamente la mano de Amelie cuando llegaron a la rosaleda. El sol de la tarde era bastante intenso, pero esperaba que no fuera excesivo. La niña llevaba ropa de verano, al igual que ella y, aunque su jefe iba de traje, era de una tela ligera.
–Bueno, vamos a ver si hay alguna abeja –dijo ella.
–Ahí hay una –dijo Evandro, señalando una particularmente grande.
–¡Ah, sí! ¡Mira, Amelie! ¿Ves el polen amarillo que lleva entre las patas? Eso significa que ha pasado por otra flor.
Estuvieron mirando a la abeja durante un rato y, cuando el insecto se fue, Jenna los sacó de la rosaleda. La niña caminaba al lado de su padre, quien le hablaba en tono cariñoso sobre los doscientos años de historia del palazzo y sus jardines.
–Esta semana, encenderemos la fuente que está en mitad del estanque –le prometió–. El agua llega desde un arroyo de las montañas.
Evandro pasó a explicarle el funcionamiento de la fuente y, aunque Jenna no estaba segura de que la niña entendiera algo, pensó que eso no era lo importante. Lo importante era que estaba con su padre, y que le estaba prestando atención.
Los ojos de la niña se clavaron entonces en la alta estatua del centro del estanque. Jenna la admiró un momento y clavó la vista en su jefe, asombrada de lo distinto que era cuando estaba con Amelie. Desde luego, seguía siendo un hombre inmensamente carismático, pero más dulce, más suave, más asequible.
Por suerte para ella, cuyos pensamientos empezaron a tomar un camino peligroso, Evandro rompió la magia del momento al preguntar:
–¿Volvemos a casa?
Jenna asintió y, una vez más, abrió camino. Pero haciendo un esfuerzo por no pensar en el cabello negro, la ronca voz y los anchos hombros de Evandro.
Al llegar a la terraza, se giró hacia Amelie para decirle que subiera a su habitación. Sin embargo, su padre tenía otras ideas.
–Amelie, ¿podrías pedirle a la señora Farrafacci que nos prepare algo de beber? Seguro que tienes sed, y estoy seguro de que la señorita Jenna estará tan sedienta como yo. Aunque, siendo inglesa, quizá prefiera tomar el té –añadió con sorna.
Amelie se fue, y Jenna se sintió súbitamente insegura. Se había quedado a solas con su atractivo jefe.
–Sentémonos –dijo él, ofreciéndole una silla.
Jenna se sentó a la mesa, bajo su amplia sombrilla. Evandro se acomodó enfrente, aunque solo después de aflojarse la corbata, quitarse la chaqueta y dejarla en el respaldo. Su tensión había desaparecido. Ya no era el hombre brusco con el que se había reunido aquella mañana, sino un hombre relajado. Y eso lo hacía más peligroso.
–Bueno, ¿qué le parece? –preguntó él, clavando la vista en la mujer que se había atrevido a darle lecciones de paternidad–. ¿Estoy siendo un buen padre?
Ella asintió.
–Sí. Amelie se ha ido relajando cada vez más mientras paseábamos –respondió ella–. Al principio, estará un poco tímida con usted, pero sé que se abrirá por completo si la sigue animando.
Evandro frunció el ceño. El tono de Jenna era afectuoso, pero había algo extraño en él, algo parecido a una súplica.
¿A qué se debería?
–Espero que no le moleste mi forma de trabajar –continuó ella–. De vez en cuando, me gusta dar clase en el exterior.
Él sacudió una mano, como restándole importancia.
–Si lo que he visto hoy es un ejemplo de lo que hace, me parece muy bien. De momento, no tengo ninguna queja sobre usted.
Evandro se detuvo unos segundos y añadió:
–Siento haber estado tan brusco esta mañana. Compréndalo… esto es nuevo para mí –le confesó–. No he estado lejos de Amelie por gusto, sino por los caprichos de su madre. Y voy a hacer todo lo necesario para que sea feliz y tenga la infancia que merece, el tipo de infancia que usted defiende con tanta elocuencia.
Ella se ruborizó un poco y, súbitamente, él deseó que llevara algo más atractivo que la falda beis y la blusa a juego que había elegido ese día. No se podía decir que le sentaran bien. Parecía empeñada en estropear su imagen.
–Puede que lo dijera de forma demasiado vehemente –se defendió ella–, pero si hubiera visto lo que sufren los hijos de padres divorciados en determinadas circunstancias…
–¿Lo que sufren? –preguntó él, interrumpiéndola.
–Se vuelven invisibles.
Jenna bajó la vista y apretó los puños. Evandro se dio cuenta, y llegó a la conclusión de que sus opiniones sobre la infancia no estaban directamente relacionadas con Amelie.
–¿Lo dice por experiencia?
Los avellanados ojos de Jenna se clavaron en él.
–Sí –contestó.
–Siga –ordenó Evandro–. Cuéntemelo.
Jenna no dijo nada, y él se sintió en la necesidad de disculparse de nuevo.
–Lo siento. No pretendía ser descortés. Es que estoy acostumbrado a dar órdenes. No soy de los que se andan por las ramas… me gusta ir al grano –dijo–. Pero le ruego que me lo cuente. Por el bien de Amelie.
Ella respiró hondo.
–Cuando los padres no quieren a sus hijos, los niños lo notan y adaptan su comportamiento en consecuencia, así que…
Jenna se detuvo, y Evandro pensó que no quería decir nada más. Pero entonces se dio cuenta de que se había callado porque había visto a Amelie, que volvía del interior del palazzo con una criada.
Evandro se sintió frustrado por la interrupción, aunque eso no impidió que invitara a Amelie a sentarse y diera las gracias a la criada, quien dejó una bandeja en la mesa. Había té para Jenna, café solo para él y un zumo de naranja para la niña, además de una jarra de agua helada y un plato de pastas.
Jenna sirvió el zumo a su pupila y lo rebajó con el agua.
–Una bebida sana –comentó él, alcanzando su café.
–La signorina Jenna dice que tomar demasiados refrescos hace que se te caigan los dientes –le informó Amelie mientras se bebía el zumo.
Evandro asintió.
–Eso es cierto –dijo, muy serio–. Conozco un hombre al que se le cayeron todos los dientes en mitad de una gala, mientras daba un discurso. La gente se quedó encantada, porque su discurso era aburridísimo. Desde entonces, lleva una dentadura postiza y, como no le encaja bien, hace un ruido como este.
Evandro castañeteó los dientes, y su hija rompió a reír. Luego, él se giró hacia Jenna como buscando su aprobación, y descubrió que sus mejillas tenían algo más de color, que estaba sonriendo y que su sonrisa mejoraba bastante su espantosa forma de vestir.
Súbitamente, se sintió en la necesidad de arrancarle otra sonrisa, y se preguntó por qué. Jenna Ayrton estaba allí para dar clase a Amelie. Eso era todo.
–Me alegra saber que vas bien con tus estudios y que podrás ir al colegio en otoño –continuó, girándose de nuevo hacia la pequeña–. ¿Has aprendido muchas cosas sobre Italia? A fin de cuentas, es tu nuevo hogar.
–He estudiado un montón de historia y geografía. Ahora sé dónde están las ciudades, los ríos y las montañas.
Amelie le dio una larga lista de nombres, y Evandro asintió de nuevo.
–Bravo –dijo–. Pero ¿sabes en qué ciudad trabajo yo?
–En Turín –contestó sin dudarlo–. En italiano, se llama Torino.
–Esattamente!
Evandro preguntó entonces por las montañas y, a continuación, le dijo que tenía ganas de que llegara el invierno para ir a esquiar y la invitó a acompañarlo la siguiente vez que fuera.
–¿Te gustaría? Podrías esquiar, hacer snowboard o deslizarte con un trineo –añadió él, antes de clavar la vista en Jenna–. ¿Le gustan los deportes de invierno, señorita Ayrton?
Jenna, que no esperaba esa pregunta, se quedó momentáneamente desconcertada.
–No lo sé. Nunca los he practicado –respondió.
–¡Pues ven con nosotros! –intervino la niña, entusiasmada.
Jenna sacudió la cabeza.
–Lo siento, Amelie, pero no estaré aquí cuando llegue el invierno. Volveré a Inglaterra en cuanto empieces con el colegio.
Amelie se puso triste, para horror de su padre. Pero, a pesar de ello, Evandro se recordó lo que había dicho su abogado tras el duro y costoso divorcio: que Amelie no debía crecer con ninguna mujer, porque los hechos demostraban que era demasiado peligroso. Y él tampoco quería pasar otra vez por el mismo trago.
En cualquier caso, la advertencia carecía de importancia en esa situación. Jenna Ayrton no era nada más que la profesora temporal de Amelie y, cuando la niña se fuera al colegio, se olvidaría de ella.
Al igual que él.