Читать книгу E-Pack Bianca octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 15

Capítulo 11

Оглавление

EVANDRO compaginó su trabajo con el turismo y, mientras estuvieron en Turín, se dedicó a enseñarles toda la zona, desde el precioso campo del Piamonte hasta los esplendorosos lagos y montañas de los Alpes. Y, quince días después, regresaron al palazzo, donde los empleados les dieron una cálida bienvenida.

En cuanto llegaron, Amelie se fue con Loretta y Maria para enseñarles los recuerdos de su viaje y para darles los regalos que les había comprado: dos burritos de madera tallados a mano y dos pañuelos de una de las boutiques más famosas de Turín.

Los pañuelos no eran la única adquisición que habían hecho durante sus vacaciones. Evandro había mimado a su hija con varias compras cuidadosamente seleccionadas y, por supuesto, Jenna también había sido sujeto de su generosidad.

Ante su insistencia, no había tenido más opción que ampliar su vestuario con prendas que jamás se habría podido comprar con un sueldo de profesora, por muy bien que Evandro pagara. Y lo había hecho por dos razones: porque quería estar guapa para él y porque la devoraba con los ojos cada vez que se ponía algo que le quedaba bien.

La signora Farrafacci les preparó un verdadero festín para cenar y, cuando Jenna entró en el comedor con Amelie, su vista se clavó inmediatamente en Evandro, que se había puesto un esmoquin para celebrar su regreso.

Como tantas veces, él la miró con intensidad, consciente de que se había puesto un vestido cortado al bies y bastante ajustado sin más intención que la de gustarle. Y por supuesto, ella se ruborizó.

–Estás bellísima –dijo Evandro–. Y tú también, carina.

Evandro besó la mano de Jenna e hizo lo mismo con su hija, quien soltó unas risitas, encantada. El vestido de Amelie era tan rosa como el de su profesora, pero más claro y combinado con una chaquetilla.

–¿Quién de las dos está más guapa, papá? –preguntó la niña–. ¡Tienes que elegir entre las dos!

Jenna miró a Evandro, esperando que hiciera algún comentario irónico sobre la imposibilidad de responder a esa pregunta, pero no lo hizo. De hecho, su expresión se volvió súbitamente sombría. O eso le pareció, porque el cambio fue tan breve que Jenna no supo si había sido cosa de su imaginación.

Fuera como fuera, Evandro se apresuró a servir dos copas de champán para ellos y una con zumo de naranja para Amelie.

–¡Por la vuelta al hogar! –exclamó.

La palabra «hogar», tan sencilla y a la vez tan poderosa, resonó en la mente de Jenna.

Sí, le habría encantado que el palazzo se convirtiera en su hogar. Habría dado cualquier cosa por conseguirlo, por quedarse para siempre con la niña que se había ganado su afecto y con el hombre del que se había enamorado.

Y, durante un momento, se dejó llevar por esa fantasía.

Aunque se arriesgara a que le partieran el corazón.

Evandro cortó la comunicación y se guardó el teléfono, satisfecho. Acababa de inscribir a Amelie en el campamento de verano del colegio al que iba a ir en otoño. Era perfecto para ella, porque podría conocer a sus futuros compañeros de clase y divertirse con las actividades que organizaran los monitores.

Sin embargo, tenía otro motivo para inscribirla en el campamento, de carácter más egoísta. Cuando su hija se marchara, él podría dedicar toda su atención a Jenna. Desde luego, tendría que trabajar, porque sus responsabilidades eran demasiado grandes; pero el resto de su tiempo sería para ella.

Súbitamente inquieto, se levantó del sillón. Aunque se alegraba enormemente de haber vuelto al palazzo, sintió un deseo casi irrefrenable de marcharse otra vez, y tan distante como fuera posible. Australia, Nueva Zelanda, los mares del Sur, algo así.

Con Jenna y con Amelie.

A cualquier sitio fuera del alcance de Berenice.

Justo entonces, llamaron a la puerta de la biblioteca. Era el ama de llaves, que le llevaba su habitual café de media mañana.

–Gracias –dijo él, obligándose a sonreír.

La signora Farrafacci dejó la bandeja en la mesa, y él se volvió a sentar. Pero ella se quedó donde estaba.

–¿Qué ocurre? –preguntó Evandro, desconcertado con la amplia sonrisa de su ama de llaves.

–Nada. Solo quería decir que los empleados estaríamos encantados de que lo que dicen los paparazis sea verdad. ¡Nos haría verdaderamente felices!

Evandro frunció el ceño.

–¿Los paparazis?

–No suelo hacer caso de lo que escriben, porque suele ser basura. Pero la signorina Jenna es una joven ciertamente maravillosa, y será una signora Rocceforte mucho mejor que la anterior. Ni usted ni Amelie merecen menos –afirmó–. Pero bueno, ya he dicho demasiado. Será mejor que le deje con su trabajo.

El ama de llaves se fue y, cuando cerró la puerta, Evandro pasó de haberse quedado helado a echar casi humo. Era como si la sangre le hirviera en las venas.

Tras su divorcio, se había acostumbrado a llamar la atención de la prensa amarilla, siempre dispuesta a informar sobre su vida de soltero. Además, sabía que Bianca les filtraba información sobre su relación amorosa, dándoles detalles sobre sus salidas nocturnas por Turín, Milán y Roma e insinuando siempre que no era una simple amante, sino su prometida.

Sin embargo, aquello era diferente, y Evandro sopesó rápidamente lo sucedido, en busca de una solución.

Siempre había sabido que cortejar a Jenna era peligroso, pero había despreciado el peligro porque estar con ella lo merecía. Y aun así, había hecho lo posible por minimizar los riesgos. Cada vez que salían del palazzo, intentaba pasar desapercibido, y hasta había buscado un hotel familiar en la playa porque sabía que no era el típico sitio al que iban los ricos y famosos.

¿Cómo era posible que los paparazis se hubieran enterado? Especialmente, porque también había tenido cuidado en Turín, decidido a que no le vieran en compañía de Jenna.

Perplejo, se conectó a Internet y buscó el artículo al que se había referido la signora Farrafacci.

Segundos después, apareció en su pantalla. Y con profusión de fotografías.

Evandro lo supo al instante.

Bianca.

Tenía que haber sido ella. Se había vengado de él por rechazarla.

El periodista afirmaba que el scapolo más deseado de Turín estaba saliendo con una mujer a la que trataba con guantes de seda, alejándola de clubes y otros locales nocturnos. También decía que la mujer en cuestión estaba viviendo en el palazzo y que, por mucho que él la quisiera presentar como niñera de su hija, ningún hombre se gastaba una fortuna en ropa de mujer si no había algo más.

El artículo mencionaba la boutique donde había comprado la ropa y, por si eso fuera poco, confirmaba la información con varias fotos que les habían sacado en el exterior de la tienda, unas fotos donde se les veía del brazo y mirándose con indudable afecto.

Evandro maldijo a los paparazis con toda su alma. Pero aún quedaba lo mejor, como leyó a continuación:

¿Estarán sonando campanas de boda? ¿Tendrá suerte el recientemente divorciado Evandro Rocceforte en su segundo matrimonio? ¿Será feliz el apuesto empresario con su nuevo amor? ¿Lo será su adorable hija con su nueva madrastra?

¡Eso esperamos! ¡Porque nos encantan los finales felices!

Evandro se quedó mirando la pantalla, más enfadado que antes.

–¡Maldita sea! –bramó.

Tendría que haber sido más cuidadoso. Tendría que haber sido más discreto. ¿Cómo había podido cometer la estupidez de llevar a Jenna a Turín y, sobre todo, de dar explicaciones a Bianca?

Se recostó en su sillón de cuero y apretó los puños, furioso. Su abogado se lo había advertido cuando leyó el acuerdo de divorcio con Berenice. Había intentado que recapacitara, pero no le había hecho caso.

–¿Eres consciente de las implicaciones? Esa mujer puede destruir tu futuro.

Por desgracia, ya era demasiado tarde. Solo podía esperar una cosa: que Berenice no llegara a leer el artículo del paparazi. Porque, si lo leía, las advertencias de su abogado se harían realidad y su vida sería una pesadilla.

Sí, esa era su única esperanza.

Y, como no podía hacer nada, se aferró a ella.

–No te muevas.

Evandro lo dijo con intensidad, aunque en voz baja. Jenna estaba desnuda, iluminada solo por la luz de la luna, que se filtraba por la ventana del dormitorio.

–No te muevas –repitió–. Te quiero así, tal como estás.

Evandro se arrodilló sobre ella, encajonándola con sus fuertes piernas. Después, le subió los brazos por encima de la cabeza, llevó una mano a uno de sus senos y empezó a acariciarle el pezón, que se endureció al instante.

Ella arqueó la espalda y soltó un gemido de placer mientras clavaba la vista en los ojos de Evandro, quien sostuvo su mirada implacablemente y llevó la otra mano a los delicados pliegues de su sexo.

Jenna volvió a gemir y cerró los ojos, entregándose a las exquisitas sensaciones que sus hábiles movimientos provocaban. Pero eso no impidió que notara el contacto del duro miembro de su amante cuando se inclinó un poco más, ni restó precisamente intensidad al deseo de que la penetrara.

Sin embargo, Evandro no estaba dispuesto a acelerar las cosas, y la siguió acariciando sin descanso, aumentando su excitación y arrancándole gemidos cada vez más rápidos hasta que, por fin, tras un buen rato de maravillosa tortura, alcanzó el orgasmo que tanto ansiaba. El orgasmo que solo le podía dar él.

Solo entonces, Evandro apartó las manos de su sexo y sus senos, las llevó a sus caderas y, tras levantarla un poco, la penetró con un movimiento súbito, contundente y poderoso, lleno de deseo.

Ella gritó y cerró los dedos sobre sus hombros, que apretó con fuerza. Luego, cerró las piernas sobre la cintura de Evandro y siguió gritando mientras las sucesivas olas de un placer casi insoportable rompían contra su espíritu y lo consumían.

Poco después, Evandro alcanzó el clímax, y ella intentó pronunciar su nombre. Pero la experiencia había sido tan intensa que solo fue capaz de soltar un suspiro ininteligible mientras descendía de la indescriptible cumbre al que él la había llevado.

Aún seguía aferrada a su cuerpo cuando él se apartó de ella con dulzura y se tumbó a su lado, jadeando. Podía oír su corazón, latiendo al unísono con el suyo.

¿Se lo había imaginado, o Evandro le había hecho el amor con más urgencia y deseo que nunca? ¿Se lo había imaginado, o Evandro se había entregado con algo parecido a la desesperación, como si estuviera obsesionado por la necesidad de poseerla?

Jenna se acurrucó contra sus fuertes brazos, que la apretaban más que de costumbre. Cualquiera habría dicho que tenía miedo de perderla.

Sin embargo, estaba tan profundamente satisfecha que se dejó dominar por la sensación general de relajación a medida que su respiración se fue normalizando. Y, al cabo de unos momentos, pronunció su nombre en voz baja y le tomó de la mano.

Cuánto le quería. Cuánto le amaba.

Las palabras se difuminaron en su mente cuando empezó a rendirse al suave y cálido manto del sueño, que los unió a los dos.

Como de costumbre, desayunaron en la terraza. Amelie se dedicó a contarles todas las cosas divertidas que hacía en el campamento de verano, donde llevaba dos semanas, y Jenna se alegró de que se lo estuviera pasando bien. No solo por el bien de la niña, sino también por ella. Por encantadora que fuera Amelie, estaba feliz de tener a Evandro para ella sola.

Sus ojos se clavaron en él. Evandro se estaba tomando un café, y había algo en sus ojos que le recordó lo que había visto muchas veces, un fondo oscuro en su expresión o en el brillo de sus ojos.

¿Se estaría acordando de Berenice, de la amargura de su relación?

No lo sabía, pero Evandro se había liberado de su exmujer. Era libre, y podía buscar la felicidad. Podía empezar una vida nueva.

Una vida con ella.

¿O se estaba engañando a sí misma? Quizá estaba deseando lo que no podía tener.

Justo entonces, Evandro se giró hacia Maria, quien salió a la terraza para decirle a Amelie que el chófer estaba esperando para llevarla al campamento de verano. La niña se levantó, alcanzó su mochila y dio un beso a Jenna y otro a su padre antes de marcharse a toda prisa.

En ese momento, Maria se acercó a su jefe, dejó un montón de cartas junto a su plato y dijo:

–Son para usted, signor.

Evandro hizo lo que hacía todos los días cuando le llevaban el correo: echarle un vistazo en busca de asuntos que tuvieran algo que ver con su empresa. Y cuando ya había llegado a la mitad del montón, se detuvo de repente, sacó una de las cartas y se puso en pie, sin mirar a Jenna.

–Discúlpame –dijo.

Su voz sonó brusca, y su tensión era tan obvia que cualquiera la habría notado.

Jenna se lo quedó mirando, sin saber qué hacer. Se había quedado helada y, de repente, no quiso más café.

Algo andaba mal.

Y todos sus temores se avivaron al unísono.

El papel repujado de la carta descansaba en la mesa de Evandro, con las floridas letras de los carísimos abogados con los que Berenice le solía atacar. Y las palabras que contenía resonaban en su cabeza.

Había llegado el momento.

La tormenta se había desatado sobre él, y ya no podía escapar.

Evandro respiró hondo y se acordó de su primera cena con Jenna, cuando hablaron de hechizos malignos.

Según ella, todos los hechizos se podían romper.

Pero Evandro estaba seguro de que aquel era una excepción.

Desesperado, pegó un puñetazo a la carta del abogado, que anunciaba la última jugada de su exmujer. Una jugada contra la que no podía hacer nada. Una jugada contra la que no podía luchar.

Su rebeldía había sido inútil. Y solo podía hacer una cosa: lo que tenía que hacer. No tenía más remedio que ser fiel a lo que había firmado, por muy alto que fuera el precio.

Y era ciertamente alto. Pero no solo para él.

Eso era lo más amargo de todo.

Jenna estaba ordenando los libros de texto de Amelie. Como la niña se había ido al campamento de verano, ella ya no tenía nada que hacer, así que se dedicó a apartar los que había llevado a Italia y a guardar los demás en un armario. No estaba de buen humor, y seguía con la sensación de que algo andaba mal.

Ya estaba con los cuadernos de la niña cuando oyó los inconfundibles pasos de Evandro en el pasillo exterior. Un segundo después, él abrió la puerta y, durante un instante, ella se acordó del día en que Bianca y sus amigos se marcharon del palazzo y Evandro apareció de repente, la tomó entre sus brazos y la besó.

El recuerdo desapareció enseguida. Evandro entró en la habitación, pero se quedó en el umbral, inmóvil. Jenna dejó lo que estaba haciendo y lo miró. Su rostro era como de piedra. Las arrugas de su boca parecían más profundas que nunca. Y su actitud no podía ser más distante.

Jenna se estremeció, helada.

–Jenna –dijo él.

Evandro pronunció su nombre de forma seca, obligándose a sí mismo a decir lo que tenía que decir. Y eso implicaba una mentira aceptable, una mentira necesaria.

–Acabo de recibir una carta de mi tía –continuó–. Es la hermana mayor de mi padre, que vive en Sorrento. Quiere conocer a Amelie, porque nunca tuvo ocasión… odiaba tanto a Berenice como Berenice la odiaba a ella. Y, por supuesto, quiero que Amelie conozca a su tía abuela.

Evandro intentó sonar razonable, pero ella no movió un músculo. Se quedó completamente quieta, y tan pálida como la nieve.

Y él lo supo.

Supo que Jenna sabía lo que estaba haciendo.

Pero, a pesar de ello, se obligó a seguir con su mentira. Era la única salida. La única opción que se le ocurría.

–Como Amelie está en el campamento de verano, y yo tenía intención de llevarla a Sorrento antes de que vaya al colegio, supongo que es un momento oportuno para que tú…

Evandro se detuvo, se encogió de hombros y añadió:

–Ha sido un verano fantástico. Y siempre lo recordaré con afecto. Pero…

Jenna lo miró como lo había mirado cuando llevó a Bianca al palazzo. Y fue como si hubiera un mundo entre los dos, un mundo que ninguno de ellos podía cruzar.

–Has decidido seguir con tu vida –dijo ella.

En su voz no había ninguna emoción. Ninguna en absoluto. Y tampoco en su cara.

Evandro asintió, sacando fuerzas de flaqueza. ¿Qué otra cosa podía hacer?

–¿Cuándo quieres que me vaya? –prosiguió Jenna.

Él no contestó. Sencillamente, no podía.

–Será mejor que me marche hoy mismo –dijo ella, contestándose a sí misma–. Pero Amelie se va a disgustar cuando lo sepa. Se ha acostumbrado a mí. Y yo a ella.

Jenna se puso a temblar, y él tuvo que hacer un esfuerzo para mantener las distancias.

–Estoy seguro de que lo entenderá –replicó, seco.

Evandro dio media vuelta, porque no podía seguir allí. No lo podía aguantar ni un segundo más, de modo que abrió la puerta y se fue.

Y, mientras se iba, creyó oír la malvada y sarcástica risa de Berenice.

Jenna terminó de guardar los libros en el armario, lo cerró y luego, lentamente, muy despacio, se sentó en el suelo y rompió a llorar, rota.

¿Cómo era posible que Evandro le hiciera eso? ¿Cómo podía ser tan despiadado, tan cruel? ¿Es que no significaba nada para él?

Angustiada, se acordó de lo brutal que había sido con Bianca cuando la expulsó de su vida. Pero, por muy brutal que hubiera sido, la había tratado mejor que a ella. Por lo menos, le había deseado lo mejor.

Las lágrimas le ardían en la cara, y el dolor era tan intenso que casi no lo podía soportar. La frialdad y la indiferencia de Evandro le habían partido el corazón. Con toda la fuerza de su destrozado amor.

Amelie rompió a llorar desconsoladamente. Evandro había ido a recogerla al campamento de verano y le había dicho que Jenna se había ido.

–¡Pero no quiero que se vaya! –exclamó la niña, sollozando–. ¡Quiero que se quede con nosotros, papá!

Amelie se aferró a él, desesperada.

–¡Haz que vuelva, papá! ¡Haz que vuelva, por favor!

Él la abrazó, con el corazón roto.

–No puedo, mignonne. No puedo –replicó Evandro.

Era la única respuesta posible. La única, porque sabía que Jenna ya no podía volver.

E-Pack Bianca octubre 2021

Подняться наверх