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Capítulo 10
ОглавлениеBUENO, la tormenta me ha ahorrado la molestia de tener que regar –dijo Evandro, contemplando los empapados jardines.
Sus ojos se volvieron hacia Jenna, que estaba en la terraza, con Amelie. El día había amanecido despejado, y el aire era tan fresco que animó su corazón.
Tenía todo lo que podía desear.
Tenía a Jenna y tenía a Amelie.
–Es como si el mundo empezara de nuevo –se oyó decir a sí mismo.
Y era verdad.
Se sentía como si todo hubiera cambiado y estuviera en un universo distinto, donde ya no le podían alcanzar los malos recuerdos de su relación con Berenice. Pero no quería pensar en su exmujer. No quería que estropeara ese momento.
Decidido, pasó un brazo alrededor de los hombros de Jenna, le dio un beso en la cabeza y tomó a Amelie de la mano, diciéndose a sí mismo que no las abandonaría nunca. Ni a Jenna ni a la niña que había jurado proteger.
En ese momento, una nube tapó momentáneamente el sol, y él creyó oír la burlona y vengativa risa de Berenice, provocada sin duda por sus pensamientos anteriores.
Pero la borró de su mente.
–¿Qué vamos a hacer hoy? –preguntó con alegría–. ¿Nos quedamos en la piscina? ¿O vamos a alguna parte? Y, si queréis ir a algún sitio, ¿adónde? Y si nos quedamos aquí, ¿organizamos un té como el del otro día, con nuestras mejores galas? ¿O una cena, con galas aún mejores?
Amelie se apuntó a la tercera opción.
–¡Con galas aún mejores! –exclamó la niña–. ¿Podré disfrazarme como los niños del colegio donde enseñaba Jenna?
Él sonrió.
–¿Por qué no? Supongo que podrías disfrazarte de hada… Aunque ahora que lo pienso, el hada deberías ser tú, Jenna, porque eso es lo que eres para mí. El hada buena que rompió el hechizo de la bruja mala.
Ella también sonrió.
–Y tú eres mi príncipe azul.
Él soltó una carcajada y, tras besarla otra vez, las llevó al comedor a desayunar.
Ya estaba sirviendo el café cuando se le ocurrió otra idea.
–Ahora que lo pienso, ¿qué os parece si nos tomamos unas vacaciones y nos vamos a la costa? Podríamos ir la semana que viene.
Los ojos de Amelie se iluminaron.
–¡Sí! ¡Sí! ¡La costa! ¡La costa!
–Ya lo has vuelto a hacer –intervino Jenna, divertida–. Ahora no habrá nadie que le saque esa idea de la cabeza.
–Excelente, porque no tengo intención de sacársela.
No, ya no había vuelta atrás. Y nada de lo que pudiera ocurrir pondría en peligro su recién descubierta felicidad.
Incluso era posible que no pasara nada.
Evandro se aferró a esa esperanza con la misma seguridad que había sentido cuando Bianca y sus amigos se marcharon, con la férrea y poderosa determinación que le había llevado a subir las escaleras, entrar en la sala de estudios de Amelie y reclamar a la mujer que deseaba, a pesar de sus propios miedos.
Miró a Amelie, miró a Jenna y, acto seguido, escudriñó los soleados jardines hasta llegar al desafortunado castaño de la linde del bosque, que un rayo había quemado, ennegrecido y partido en dos.
Había sido víctima de la tormenta. Víctima de un poder que destruía todo lo que se atrevía a desafiarlo.
–¡Esto es maravilloso!
Jenna se tumbó en la cálida y suave arena de la playa, con la cara hacia el sol y el pelo recogido con un pañuelo de colores.
Desde luego, era maravilloso. Pero, teniendo en cuenta que todo era maravilloso últimamente, ¿qué otra cosa podía ser?
Se giró hacia Evandro, que estaba tumbado a su lado, y se le encogió el corazón. Cuando llevaba traje, resultaba formidable; y cuando llevaba ropa informal, inmensamente atractivo. Pero el Evandro de ese momento, el que apenas ocultaba una mínima parte de su impresionante cuerpo con un bañador, era sencillamente embriagador.
–Pareces una estrella cinematográfica de los cincuenta. Pero con mucho más glamour –declaró él, mirándola con intensidad.
Al clavar la vista en sus ojos, Jenna deseó no estar en la playa del elegante hotel Cinque Terre, sino en el dormitorio. Y, como no quería pensar en esas cosas, se giró hacia Amelie, quien estaba haciendo un castillo de arena con otra niña.
–Me encanta verla tan contenta –dijo ella con calidez–. Eres un padre magnífico, Evandro. Harías cualquier cosa por tu hija.
Jenna lo dijo con un poso de emoción, porque se estaba acordando de su padre, que no había hecho nada por ella. No la había amado. No la había querido. Se había limitado a ningunearla y a despreciarla. Pero no quería pensar en ello.
Entonces, Amelie se les acercó y les preguntó si ella y su amiga, que se llamaba Luisa, podían ir a comprar helados en el puesto de la playa.
–Si los padres de Luisa se lo permiten, sí –contestó Evandro.
Las dos niñas se fueron a preguntárselo a los padres de Luisa, que estaban sentados bajo una sombrilla, con un bebé en un carrito. La madre de Luisa asintió, y las dos pequeñas se fueron corriendo hacia el puesto.
–Tienen una hija encantadora –dijo la mujer, dirigiéndose a ellos–. Y con muy buenos modales.
–Igual que su hija –replicó Evandro, devolviéndole el cumplido.
Jenna se dio cuenta de que la mujer miró al Evandro con interés, pero no le extrañó en absoluto, porque tenía un cuerpo perfecto, musculado, potente, de piernas largas y fuertes. De hecho, se quedó sin adjetivos cuando se puso a pensar en él, aunque tampoco era relevante. Al fin y al cabo, era suyo. Y las palabras carecían de importancia.
En cambio, las palabras de la desconocida le importaron mucho más. Había dado por sentado que Amelie era hija de los dos, y Jenna se volvió a sentir como si fuera una Rocceforte, como si fuera de su familia.
Pero ¿lo era?
Si los deseos y la realidad hubieran sido la misma cosa, la respuesta habría sido positiva. Pero, por mucho que estuviera enamorada de él, y por mucho que Evandro la deseara, eso no significaba necesariamente que lo fuera.
Por supuesto, Jenna lo deseaba con toda su alma. Era su sueño.
Pero ¿no sería también una ensoñación?
La pregunta se quedó en el aire, clavándose en ella como un cangrejo que hubiera hecho presa en su carne. Y, aunque no podía ser más feliz, aunque el día estuviera siendo perfecto, se la repitió una y otra vez.
Sin salir de dudas.
Sin encontrar respuesta.
Quince días más tarde, después de haber disfrutado hasta el hartazgo de la playa, de explorar los encantos del famoso Cinque Terre, de visitar los preciosos pueblos de la costa, de comer en las terrazas de un sinfín de trattorias y de salir a la mar en busca de delfines y peces voladores, Evandro anunció que tenía que volver al trabajo, porque ya no podía retrasarlo más.
En consecuencia, no tuvieron más remedio que dirigirse a Turín, aunque solo después de que Amelie y Luisa se prometieran escribirse todos los días, como muestra de su imperecedera amistad.
Al llegar a Turín, Jenna y Amelie se instalaron en el moderno piso de Evandro, y aprovecharon sus ausencias laborales para retomar las clases de la pequeña. Pero hasta Evandro se sumó, porque todas las noches, cuando volvía del trabajo, ayudaba a su hija con las clases de matemáticas.
–Imagina que yo no supiera sumar –le dijo en determinado momento–. No sabría si estoy ganando dinero con lo que hago. Y peor aún… tampoco sabría si los puentes y edificios que construye Rocceforte Industriale se van a caer.
Esa misma noche, después de que Amelie terminara de estudiar y se fuera a jugar con su amiga Luisa por Internet, Jenna comentó:
–Eres muy bueno con ella, un padre atento. Se nota que lo llevas en los genes.
Jenna le dio un beso en la mejilla, ansiosa por disipar sus temores sobre la paternidad. Pero Evandro no dijo nada. Se levantó con expresión sombría. Y un segundo después, volvió a ser el hombre sonriente al que se había acostumbrado.
–Bueno, ¿qué delicias gastronómicas nos esperan hoy? –preguntó él.
–He pensado que podía hacer algo distinto –replicó ella con sorna, porque Evandro era muy consciente de sus limitaciones culinarias–. Algo como pasta. Pero completamente distinta a la de ayer.
Él soltó una carcajada y, a continuación, entró en la cocina para sacar una cerveza del frigorífico y supervisar la preparación de la salsa que ella intentaba hacer, aprovechando las verduras que habían comprado esa misma mañana.
Para Jenna, vivir en Turín y salir con Amelie todas las mañanas era un verdadero placer. Y no solo por la posibilidad de explorar juntas la ciudad, con su mezcla de estilos arquitectónicos, bulevares y pasajes con arcos, sino también por la diversión de verse como un ama de casa italiana, que hacía la compra todos los días, reafirmándola constantemente en la idea de que su felicidad era una consecuencia de estar con Evandro y su hija.
Como si fueran una familia.
En cualquier caso, tenía que preparar una salsa, así que añadió a la sartén los tomates que había cortado previamente y los movió, cruzando los dedos para que Evandro la quisiera tanto algún día como ella le quería a él.
No era mucho pedir. Solo tenía que darse cuenta de que podían ser felices. Especialmente, después de las amarguras que le había causado su matrimonio.
Pero ¿llegaría a ver ese día?
Por fortuna para ella, el teléfono de Evandro sonó instantes después, y ella se alegró de que el sonido interrumpiera sus inútiles pensamientos.
Evandro contestó la llamada, pensando que sería su director de proyectos, a quien había pedido que le telefoneara esa noche. Pero no era él, sino otra persona.
–Mis espías me han dicho que estás en la ciudad, querido.
Evandro respiró hondo y se maldijo para sus adentros por no haber mirado quién lo llamaba antes de contestar.
–Hola, Bianca.
Jenna se quedó helada y dejó de mover la salsa, cosa que Evandro notó.
–Es obvio que te has aburrido mucho después de que nos marcháramos de tu casa de campo –continuó la mujer, con voz seductora–. Ven a tomar algo. Bueno, a tomar algo y a lo que quieras…
–Me temo que no será posible –dijo él.
Evandro lo dijo con un tono neutro, porque quería quitársela de encima con educación. Y, en consecuencia, no tuvo más remedio que morderse la lengua para no decir la verdad: que su vida no era asunto suyo.
Era de Jenna y de él.
–¿Por qué? –preguntó Bianca.
–Porque Amelie está conmigo.
El enfado de Bianca fue evidente.
–Pues es una pena –replicó con brusquedad–. Pero puedes llamar a una agencia de niñeras para que se hagan cargo de ella.
–Gracias, pero ya hay alguien que cuida de mi hija. La mujer a la que tomaste precisamente por niñera, Jenna.
Evandro se maldijo para sus adentros. ¿Por qué le estaba dando explicaciones a una mujer como Bianca Ingrani?
–¿Jenna? –dijo ella con todo de sospecha–. ¿Insinúas que has metido a esa chica en tu casa?
Él perdió la paciencia. Y como se quería librar de Bianca con tanta rapidez como fuera posible, contestó:
–Sí, Jenna vive aquí. Lamento que te hayas ilusionado con la idea de volver conmigo, pero eso es agua pasada. Nos divertimos mucho –añadió, intentando ser conciliatorio–, y huelga decir que te deseo lo mejor. Espero que encuentres un hombre mejor que yo.
Evandro colgó el teléfono y, a continuación, se giró hacia Jenna, quien seguía al cuidado de la salsa; pero con movimientos rígidos, casi mecánicos.
Se acercó a ella, le pasó un brazo alrededor de la cintura y le dio un beso en el cuello.
–Tranquila. Me he librado de Bianca para siempre.
Jenna se apretó contra él.
–Es una mujer increíblemente bella.
–No, a mí no me lo parece. Ya, no –replicó él con firmeza–. Y además, ¿crees de verdad que podría salir con una persona capaz de tratar a Amelie como lo hizo? ¿Con alguien capaz de ser tan cruel con una niña? No, desde luego que no. Bianca es historia. No quiero saber nada de ella.
Evandro la giró hacia él y, como no estaba dispuesto a que siguiera preocupada por Bianca Ingrani, la volvió a besar. Primero, con dulzura y después, apasionadamente. Pero, aunque ardía en deseos de darse un festín con ella, rompió el contacto al cabo de unos segundos.
No era el momento adecuado para esas cosas. Y menos aún, cuando Amelie se presentó en la cocina.
–¿Ya está la cena? ¿Puedo rallar el queso? Es que Luisa y yo estamos buscando unicornios. Ella ha encontrado uno. ¡Y yo, dos!
La niña abrió el enorme frigorífico, sacó el parmesano, se sentó en uno de los altos taburetes y empezó a rallar. Evandro se terminó la cerveza que se estaba tomando, sacó una botella de vino blanco y sirvió una copa para Jenna y otra para él mientras Jenna cocía la pasta.
La escena no podía ser más doméstica. Los tres juntos, en una situación completamente relajada, como una familia unida.
Justo lo que no había tenido con Berenice.
Sin embargo, eso no significaba que no se hubiera hecho ilusiones al principio de su matrimonio. Se las había hecho. Y habían saltado por los aires.
Su exmujer lo había destruido todo. Todo lo que podía destruir.
Evandro volvió a mirar a Amelie, quien seguía con el queso y a Jenna, quien seguía con la pasta. Y de repente, se estremeció.
¿Qué más podría destruir Berenice?
La respuesta era obvia.
Pero no podría destruirlo si no se llegaba a enterar.