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Capítulo 2
ОглавлениеA JENNA se le encogió el corazón. Y tras unos segundos de pánico, recuperó el aplomo, alzó la barbilla y dijo, con voz temblorosa:
–Mi dispiace. Pero tenía que hacer algo. Hay un desprendimiento de rocas.
Jenna se giró hacia el lugar donde se había producido el derrumbe. Su jefe frunció el ceño y, sin decir una sola palabra, pasó por delante de ella, comprobó lo sucedido y la miró con expresión sombría, aunque ya no parecía enfadado.
Ella no supo qué pensar. Evandro era tan impresionante en persona que estaba completamente confundida. Su alto y potente cuerpo la había dejado anonadada.
–Menudo desastre –dijo él.
Evandro apretó los dientes, regresó al coche y apagó las luces. Luego, sacó el teléfono móvil y habló con alguien en italiano, pero tan deprisa que Jenna no entendió ni una palabra. A continuación, cortó la comunicación, se guardó el móvil en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta y la miró con el ceño fruncido, como si la viera por primera vez.
–¿Se puede saber quién es?
Jenna no tuvo ocasión de contestar, porque se contestó él solo.
–Ah, claro, debe de ser la profesora de inglés… Aunque, con la luz del crepúsculo, me ha parecido un duende de los bosques –dijo soltando una carcajada irónica–. Bueno, vuelva al palazzo. Van a venir a recogerme, y a cerrar el camino para que nadie se mate. Lo despejarán mañana por la mañana.
Evandro volvió al coche, abrió el maletero y sacó lo que parecía ser su equipaje. Jenna se abrió paso entre las rocas desprendidas y se fue.
Aún no había salido de su asombro.
Acababa de conocer al padre de Amelie.
Jenna apartó una rama caída y aceleró el paso, pensando en el rico y poderoso empresario que le había gritado y le había ordenado que volviera al palazzo. Pero, por dictatorial que fuera su actitud, también le había mostrado su sarcástico sentido del humor. Incluso la había comparado con un duende.
¿Sería un buen ejemplo de su carácter?
Fuera como fuera, el carácter de Evandro Rocceforte no era precisamente lo que dominaba sus pensamientos cuando llegó a los enormes jardines de la propiedad. Su altura, su formidable cuerpo, sus atractivos rasgos y su ronca y sensual voz la habían dejado tan impactada que el corazón se le aceleró al recordarlo.
Ya en el palazzo, descubrió que la inesperada aparición de su propietario había convertido el lugar en un hervidero. Los empleados iban de un lado a otro, y con tanta prisa que la signora Farrafacci solo se detuvo lo necesario para informarle de que Amelie iba a cenar con su padre y de que a ella le servirían la cena en su habitación.
Jenna se alegró de poder refugiarse en la enorme suite que le habían dado, situada en uno de los pisos superiores. No podía ser ni más cómoda ni más conveniente, porque además de tener dormitorio, salón y cuarto de baño, daba a la sala de juegos de Amelie, conectada a su vez a la habitación de la niña.
Al llegar, se acercó a la ventana del salón, la abrió y apoyó los codos en el alféizar para disfrutar de la cálida brisa y del olor a madreselva que empapaba el ambiente. Ya se había hecho de noche, y oía a los búhos que ululaban en los bosques.
Su abrupto e intenso encuentro con Evandro Rocceforte volvió a su mente en ese instante, y no solo por el peligro que había corrido al plantarse en mitad de la carretera para advertirle del derrumbe. Su impresionante cuerpo también estaba fresco en su memoria. Y su ceño fruncido. Y sus gritos.
Pero ¿qué pretendía que hiciera? Si no hubiera sido por ella, él y su carísimo coche habrían terminado en el fondo del valle, completamente destrozados.
Molesta, entró en el dormitorio y decidió darse un baño para relajarse un poco mientras esperaba a que le subieran la cena. En general, prefería ducharse, porque era más rápido y eficaz; pero, de vez en cuando, se permitía el capricho de bañarse.
Mientras se hundía en el agua, volvió a pensar en el encuentro con su jefe, aunque en términos muy distintos.
¿Un duende de los bosques?
Era una comparación sorprendente, aunque no podía negar que le gustaba. Se suponía que los duendes eran menudos como bellos, y ni Jenna era pequeña ni se consideraba particularmente hermosa.
De estatura media y melena recogida en un moño, tenía un cuerpo delgado que tampoco llamaba la atención por su ropa, teniendo en cuenta que siempre llevaba prendas prácticas y cómodas. No era de las que llamaban la atención. Y ni siquiera se maquillaba, porque el maquillaje era del todo innecesario en su trabajo y porque su escasa vida social se limitaba a las funciones escolares con sus colegas.
No, definitivamente no se parecía nada a un duende, nada en absoluto. Pero, en tal caso, ¿por qué la había llamado eso?
Jenna se hundió un poco más en el agua caliente, que acariciaba su cuerpo y jugueteaba con las zonas más sensibles de sus muñecas cuando las sumergía. Era tan sensual como agradable. Y poco a poco, le provocó una especie de somnolencia, inducida además por el aire cargado de vapor, la solitaria y suave luz del baño y la propia sensación de relajamiento.
Al cabo de un rato, notó que los ojos se le cerraban y se dejó llevar, extrañamente consciente de los contornos de su cuerpo semisumergido, que casi flotaba. Pero, en el mismo instante en que cerró los párpados, la imagen de su jefe apareció en su mente con toda claridad, como si estuviera allí mismo, mirándola con intensidad, disfrutando de su desnudez.
Jenna abrió los ojos al instante y se sentó en la bañera, sintiendo un calor en las mejillas que no tenía nada que ver con la temperatura del agua. ¿Qué le estaba pasando? ¿De dónde había salido esa imagen?
Sacudió la cabeza, respiró hondo y parpadeó varias veces para borrar de su imaginación la incómoda e indebida estampa de Evandro. Luego, alcanzó el jabón y el champú para hacer lo que se suponía que tenía que hacer. No estaba allí para entregarse a deseos que ni ella misma podía explicar, sino para lavarse.
Se enjabonó con rapidez, se puso champú en el pelo y, tras quitar el tapón a la bañera, abrió el grifo de la ducha. Pero esta vez, puso el agua tan fría como la podía soportar. Al fin y al cabo, no se trataba tanto de quitarse el jabón y el champú como de eliminar sus libidinosos y desconcertantes pensamientos.
Diez minutos después, envuelta en una bata y un pijama de algodón, se sentó en el sofá y encendió el televisor para ver las noticias. Su día de trabajo no había terminado. Después de cenar, tendría que planear las clases de la mañana siguiente y redactar un informe breve sobre el progreso de Amelie, por si su jefe se lo pedía.
Su jefe.
Jenna se repitió a sí misma que solo era eso, un jefe.
Segundos después, llamaron a la puerta. Era la cena.
Evandro estaba en la terraza, mirando el paisaje nocturno de los jardines, con las manos metidas en los bolsillos. El cielo estaba parcialmente cubierto y, como la luna aparecía y desaparecía entre las nubes, daba la impresión de moverse.
Pero solo era una ilusión, como todo en su vida.
Como la mujer con la que se había casado.
Al pensar en ella, frunció el ceño. ¿Por qué se acordaba ahora de su boda, si habían pasado diez largos y lamentables años desde entonces? Sobre todo, cuando la propia boda había sido una estafa. Le había costado un dineral. Había sido un fiel reflejo de Berenice, quien se presentó ante los invitados envuelta en diamantes y con un vestido de novia que costaba más que una casa. Había sido superficial, chabacana, excesiva y falsa.
¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Cómo era posible que se hubiera dejado engañar por su belleza?
Evandro apretó los dientes. La respuesta era sencilla. Se había dejado engañar por su capacidad de seducción y por las presiones de su propio padre, quien insistió una y otra vez en que lo tenía todo: una belleza asombrosa y la mayoría de las acciones de Trans Montane, la empresa que acababa de heredar.
Era una combinación perfecta. Tendría que haber sido paradisíaca.
Y fue infernal.
Pero le había dado algo bueno: Amelie.
La expresión de Evandro cambió al instante. Su encuentro había sido algo tenso. La niña se había mostrado tan tímida e introvertida como tres semanas antes, cuando fue a recogerla al aeropuerto para llevarla al palazzo. Pero eso no tenía importancia. Estaba seguro de que cambiaría con el tiempo.
En cuanto a la mujer que le estaba dando clases, no sabía qué pensar. Se había plantado en mitad de una carretera para impedir que se estampara contra unas rocas o cayera por un barranco, aun a riesgo de su propia vida.
Evandro intentó recordar sus poco especiales rasgos.
¿Qué era aquella mujer? ¿Una insensata? ¿O una valiente?
Quizá, las dos cosas.
Jenna bajó al vestíbulo por la ancha escalera de mármol, llevando consigo los cuadernos y los dibujos de Amelie. Había llegado el momento de informar a su jefe sobre los progresos de la pequeña, a la que había dejado estudiando caligrafía.
Aquella mañana, Amelie estaba más inquieta que de costumbre. Pero, teniendo en cuenta que su padre había llegado la noche anterior, no tenía nada de particular. Además, ella también estaba nerviosa, y sintió un acceso de inseguridad cuando llegó a la biblioteca, llamó suavemente a la puerta y entró en la enorme sala, con sus estanterías llenas de libros, su chimenea y sus sillones de cuero.
Junto a los altos balcones, que estaban abiertos para que entrara el aire fresco, había una mesa de gran tamaño sobre la que descansaban un ordenador y un montón de documentos. Y detrás de la mesa, estaba su jefe, trabajando.
Los músculos del estómago de Jenna se pusieron súbitamente tensos cuando el alzó la mirada. El impacto que causó en ella fue tan instantáneo y potente como el de la noche anterior. Su carisma era sencillamente abrumador.
Sin embargo, Jenna decidió no darle importancia. Tratándose de un hombre con tanto poder, que dirigía una empresa internacional y manejaba cifras multimillonarias de forma habitual, era lógico que se sintiera incómoda en su presencia. Sobre todo, porque la estaba mirando con una expresión que no podía interpretar y con una tensión rara en los labios.
¿A qué se debería esa tensión? ¿Qué padecimiento sufría?
Jenna se lo preguntó unos segundos y, a continuación, borró las preguntas de su mente. Estaba allí para informarle sobre su hija. El carisma de Evandro Rocceforte era irrelevante; su impresionante cuerpo era irrelevante, y también lo eran los problemas que pudiera tener.
Al llegar a la mesa, se detuvo y asintió a modo de saludo. Él la invitó a sentarse.
–Buenos días, señorita Ayrton –dijo Evandro, en un inglés perfecto–. ¿Cómo van las cosas con mi hija? Por favor, sea tan breve como sea posible.
Jenna dejó el montón de cuadernos encima de la mesa, lejos de sus documentos. Luego, hizo una exposición tranquila y concisa sobre los progresos de Amelie y, acto seguido, pasó a las materias en las que estaba concentrando sus esfuerzos: comprensión lectora, matemáticas y conocimientos básicos de geografía, historia y ciencias.
Estaba en mitad de una frase, hablando sobre las ventajas de que Amelie fuera multilíngüe, cuando su jefe alzó una mano.
–Bueno, ya basta. Enséñeme sus cuadernos.
Jenna le dio los cuadernos, que el hojeó someramente antes de devolvérselos sin hacer comentario alguno.
–Amelie ha avanzado mucho –dijo ella, deseosa de hacérselo saber–. De hecho, su mayor problema es la falta de atención, debida en parte a que esta es su primera experiencia educativa. Pero ese es un problema general entre los niños. Obviamente, trabajar les gusta menos que jugar.
Él sonrió con ironía y puntualizó:
–Entre los niños y entre los adultos, señorita Ayrton.
Jenna no supo si debía sonreír. Aparentemente, el comentario de Evandro había intentado ser gracioso. Pero, como no estaba segura, se limitó a asentir y a seguir hablando, eligiendo sus palabras con cuidado.
–La rutina y la estabilidad son esenciales para los niños. Sin ellas, es difícil que aprendan a concentrarse. Y tengo entendido que no ha tenido ninguna de las dos.
Su jefe la miró con expresión sombría.
–Su madre la ha tenido de arriba para abajo desde que nació, cruzando Europa y los Estados Unidos. Casi me sorprende que sepa leer –replicó él con dureza.
Jenna no dijo nada. En primer lugar, porque la relación de los padres de Amelie no era asunto suyo y, en segundo, porque había tratado con muchos padres divorciados y sabía que no era una buena idea.
Pero la dureza de Evandro, tan parecida a la que le había dedicado a ella la noche anterior, desapareció al instante.
–¿Hay algo que se le dé bien? –preguntó con normalidad.
Jenna ni siquiera intentó ocultar su sorpresa.
–¡Sí, por supuesto! –dijo, vehemente–. Puede que las matemáticas no sean lo suyo, pero el arte y la creatividad lo son.
Jenna sacó varios dibujos, y le enseñó el primero.
–Mire lo buena que es. Lógicamente, aún no ha desarrollado la técnica necesaria, pero tiene imaginación y sabe usar los colores. Mire, mire.. –añadió, enseñándole otro.
Los oscuros ojos de Evandro contemplaron el fruto del trabajo artístico de Amelie, con su mezcla de castillos de hadas, animales fantásticos y princesas opulentamente vestidas.
–Hay que apoyar los gustos y las habilidades de los niños –continuó ella, sintiendo la súbita necesidad de defender a la pequeña contra las posibles críticas de su padre–. Hay que apoyarlas siempre.
Jenna alzó la barbilla y clavó la vista en sus ojos, negándose a sentirse acobardada por su dura expresión. Estaba luchando por Amelie, una niña que necesitaba un padre que la halagara y valorara sus esfuerzos.
Un padre distinto al que ella había tenido.
–Ningún niño debería sentirse inútil o sin valor. Es esencial que los animemos, que sepan que todos tienen algo especial.
La pasión de sus palabras estaba directamente relacionada con el recuerdo de su infancia y el carácter crítico, impaciente e indiferente de su padre, que aún le dolía. Y Jenna se dio cuenta de que Evandro la estaba evaluando de un modo que no tenía nada que ver con la relación de un jefe y una empleada, consistente en determinar si estaba haciendo el trabajo para el que la habían contratado.
Había algo más en sus ojos.
Pero desapareció rápidamente.
Instantes después, él se recostó en su moderno sillón de cuero, de estética radicalmente distinta a la tradicional mesa y las antiguas estanterías, y dijo:
–Muy bien. Gracias por informarme. Siga con lo que está haciendo.
Evandro se detuvo un momento y la miró de arriba abajo antes de seguir hablando.
–Esté preparada para reorganizar sus clases en cualquier momento y sin aviso previo. Mientras yo siga aquí, las lecciones no son prioritarias. Lo prioritario es el tiempo que pueda pasar con mi hija –afirmó–. ¿Alguna pregunta? Si no tiene ninguna, vuelva con su pupila.
Jenna se levantó y recogió los cuadernos de Amelie. Pero, una vez más, se sintió en la necesidad de apoyar los intereses de la niña.
–Sé que no es asunto mío, señor Rocceforte, pero estoy completamente de acuerdo en que las lecciones no son lo más importante en este momento. Teniendo en cuenta que ha estado separada de usted, es crucial que…
–Tiene razón, señorita Ayrton –la interrumpió él, sin contemplaciones–. No es asunto suyo.
Jenna se quedó helada, igual que en la carretera. Pero no se arrepintió de lo que había dicho, porque estaba decidida a defender a Amelie, quien súbitamente se veía obligada a vivir con un padre al que apenas conocía.
Evandro no añadió nada más. Se limitó a mirarla con la misma dureza. Y Jenna, que estaba decidida a hacerle ver que necesitaba un padre cariñoso, echó los hombros hacia atrás y declaró, con tanta firmeza como pudo:
–Soy la profesora de Amelie, señor Rocceforte y, aunque no tenga intención de meterme donde no me llaman, mi trabajo me obliga a ello. Su hija es mi principal responsabilidad, y está muy confundida. Por bien que la hayan educado, nunca ha tenido lo que necesita: estabilidad, constancia y seguridad. Y no se trata de establecer rutinas, sino de hacer que se sienta valorada y querida. Sobre todo, querida.
Jenna no esperó a la reacción de Evandro. Dio media vuelta, abrió la puerta y se fue, dejando solo al formidable, rico y poderoso italiano.
Cuando Jenna cerró la puerta, Evandro miró el sillón donde había estado sentada. Si hubiera tenido que decir qué ropa llevaba, cuánto medía o de qué color eran sus ojos, no habría podido. No tenía ni idea.
Sin embargo, habría podido repetir todas las palabras de su vehemente discurso, desde el principio hasta el final.
Desde luego, estaba de acuerdo en que su hija necesitaba sentirse valorada y querida. El simple hecho de que hubiera pagado una fortuna a Berenice a cambio de su custodia demostraba que Amelie era fundamental para él. Aún recordaba la cara de su abogado cuando vio la suma del acuerdo que habían firmado. Pero, desgraciadamente, no estaba seguro de que su forma de amar fuera la adecuada.
De repente, recordó las crueles palabras que le había dedicado su exmujer y se levantó del sillón para salir al balcón.
Necesitaba aire fresco.