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Capítulo 13

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EL AUTOBÚS se detuvo, y Jenna se bajó. Había intentado encontrar un taxi en el pueblo, pero no lo había conseguido, y ahora tenía que subir andando al palazzo.

Al menos, no llevaba equipaje. Había optado por no llevar nada porque no quería dar la impresión de que pretendía quedarse. Y no estaba segura de no haber cometido una locura cuando llamó al colegio para decirles que se iba a ausentar, se fue al aeropuerto más cercano, tomó el primer vuelo a Bérgamo y, una vez allí, tomó un tren.

Pero estaba aterrorizada.

¿Qué era eso de que Evandro había dimitido por motivos de salud? ¿Qué tipo de enfermedad había conseguido que renunciara a su querida empresa? Debía de ser grave, porque no habría dimitido de otro modo.

Mientras ascendía por la estrecha carretera, se preguntó si esa era la verdadera razón de que se hubiera librado de ella. De hecho, se hizo un montón de preguntas y, de repente, se encontró en el mismo sitio donde se había producido el derrumbe de aquella tarde, cuando se plantó delante del coche de Evandro.

Había sido una reacción instintiva, un impulso. Igual que el absurdo viaje en el que se había embarcado ahora.

En lugar de tomar el camino que llevaba a la parte delantera del palazzo, tomó el atajo que cruzaba el bosque y salía a los jardines. Al llegar a la linde del primero, sus ojos se clavaron en el castaño partido en dos. Alguien había retirado las ramas caídas y cortado las partes desgajadas; pero, aunque el tronco estaba tan quemado como el día de la tormenta, había brotes nuevos en su parte inferior.

Jenna los admiró un momento y se giró hacia la parte trasera del impresionante palazzo, con sus balcones abiertos a la espaciosa terraza.

Estaba tal como lo recordaba.

Tal como lo había soñado la noche anterior.

Igual que siempre.

Y entonces, se dio cuenta de que no todo estaba como de costumbre, ni mucho menos. Su fachada delantera era una carcasa achicharrada, y el vestíbulo de suelos de mármol había perdido parte de su techo.

¿Qué había pasado allí?

Incrédula, cruzó los jardines tan deprisa como pudo. Y ya estaba a punto de llegar a su destino cuando alguien salió a la terraza, apoyándose en un bastón.

Jenna no pudo hacer otra cosa que gritar.

Evandro se quedó helado al oír el grito, aunque no tanto como al ver a la mujer que se dirigía hacia él forzando el paso.

La única mujer del mundo a la que deseaba ver.

Aunque nunca habría querido que le viera en esas circunstancias.

–Oh, Dios mío… –dijo ella al llegar a su lado.

–Dios no ha tenido nada que ver –replicó, tenso–. Pero ¿por qué has venido?

–Porque tenía que venir.

Evandro guardó silencio.

–Te oí gritar en un sueño –continuó ella–. Luego, me conecté y leí una nota de prensa que anunciaba tu dimisión por motivos de salud. Pero no entraba en detalles, claro.

Evandro suspiró.

–Será mejor que entremos en la casa. Necesito sentarme un momento –dijo–. Como ves, me cuesta caminar.

Evandro señaló el bastón que llevaba en la mano derecha y, acto seguido, cojeó hasta llegar a la biblioteca. Una vez allí, se sentó en el ancho sillón de cuero que estaba junto a la apagada chimenea y la invitó a sentarse en el sillón de enfrente.

Jenna se sentó, horrorizada aún.

–Cuéntamelo –dijo ella, casi en tono de ruego.

Él dejó el bastón a un lado y estiró las piernas con dificultad. Parte de la mampostería se había hundido encima de él durante el incendio, y le había destrozado un hueso.

–Mi esposa apareció de repente.

–¿Tu esposa?

–Mi exmujer –puntualizó él–, aunque se comporta como si siguiéramos casados.

–¿Y qué pasó?

–Que insistió en quedarse a pasar la noche. En mi cama.

Jenna soltó un suspiro ahogado.

–Cuando rechacé su ofrecimiento, se fue hecha una furia y se retiró a una de las habitaciones de invitados, donde pidió que le subieran la cena y que le llevaran varias botellas de champán y vino, que se bebió enteras –le explicó él–. Como es lógico, se emborrachó. Y tuvo la desgracia de apagar mal un cigarrillo, que cayó a la alfombra y la prendió fuego.

Evandro se detuvo un momento antes de continuar.

–El fuego llegó a las cortinas y se empezó a extender. La alarma de incendios saltó enseguida, y los empleados se pudieron poner a salvo. Pero el pueblo está a bastante distancia de aquí, como sabes. Los bomberos tardaron en llegar. Y los edificios antiguos arden muy deprisa.

Evandro guardó silencio de nuevo. Y cuando volvió a hablar, su voz sonó quebrada.

–Intenté salvarla. Te juro que lo intenté. Le deseé lo peor en incontables ocasiones. Pero no merecía morir así… Por lo visto, fue el humo lo que la mató.

–Qué horror –dijo ella.

–Por suerte, estaba tan borracha que no se dio cuenta de lo que estaba pasando. Es lo que afirman las autoridades. La enterramos en la cripta de mi familia, en el cementerio del pueblo. Era lo más apropiado, aunque solo sea por Amelie.

–Oh, Amelie. Dime que no estaba aquí cuando…

–No, no, estaba fuera. Cuando Berenice apareció, llamé al colegio y les pedí que la dejaran dormir en sus alojamientos. Tardó bastante en volver al palazzo, porque estaba lleno de escombros y yo seguía en el hospital. Pero ya está de vuelva, y va al colegio todos los días. Pensamos que es lo mejor para ella, para aliviar su trauma en lo posible.

–¿Y tú? –preguntó Jenna–. ¿Qué pasa con tu trauma?

Él se encogió de hombros.

–Estoy vivo, ¿no? Eso es lo importante. Amelie me necesita.

Jenna lo miró con intensidad y dijo, antes de romper a llorar:

–Amelie no es la única persona que te necesita.

Jenna no podía dejar de llorar. Sencillamente, no podía. Pero ¿qué tenía eso de malo? ¿Qué otra cosa podía hacer?

Evandro había intentado salvar a Berenice, a la mujer que le había atormentado durante años y que había puesto en peligro a todos los habitantes del palazzo, empezando por ella misma. La había intentado salvar a pesar de todo. Había arriesgado su vida por ella.

Jenna sintió lástima de él, y mucho más que lástima. Su corazón rebosaba de tristeza, pero Evandro le lanzó una mirada irónica, le dio un pañuelo para que enjugara sus lágrimas y dijo con una sequedad que no estaba dirigida a ella, sino a él mismo:

–Basta de lágrimas, Jenna. Sobreviviré. Además, tú eres la última persona que debería llorar por mí. Especialmente, después de lo que te hice.

Las arrugas que rodeaban la boca de Evandro se volvieron aún más profundas, como puñales en una herida.

–Sobre todo, después de lo que te hice –recalcó.

Evandro se levantó y se acercó cojeando a la mesa, sin utilizar el bastón. Luego, abrió uno de los cajones y sacó la carta que estaba allí desde el día en que le había dicho a Jenna que se marchara.

Mientras la sacaba, sintió una punzada que no tenía nada que ver el machacado hueso de su pierna herida. Pero hizo caso omiso del dolor, acostumbrado como estaba a no pensar en el castigo físico que sufría su cuerpo desde aquella noche.

Miró el sobre durante unos segundos, se apoyó en la mesa y se giró hacia Jenna, quien dijo con debilidad:

–Cuando leí el anuncio de tu dimisión, me acordé de la carta que habías recibido. Y pensé que los motivos de salud de los que hablaba eran…

–No fue por motivos de salud –la interrumpió él–. No te dije que te marcharas por eso.

Evandro respiró hondo y siguió hablando.

–Jenna, tienes que entender esto… Desde que me divorcié, la prensa del corazón no ha hecho otra cosa que informar sobre lo que yo estaba haciendo. A veces, con ayuda de Bianca, que les filtraba noticias cuando podía. En parte, porque le encanta estar bajo los focos y, en parte, porque albergaba la esperanza de convertirse en la siguiente signora Rocceforte. Por supuesto, nunca tuvo esa posibilidad. Pero los periodistas estaban buscando una noticia, y cuando…

Evandro se detuvo un momento.

–Poco después de que volviéramos de Turín, uno de esos medios publicó un artículo muy distinto a los que publicaban sobre Bianca, un artículo donde hablaban de ti, desde una perspectiva diferente. El periodista te puso en el papel que Bianca no había tenido nunca, y enfatizó el hecho de que tú eras lo que ella no había podido ser –continuó–. Eso fue lo que provocó la carta en cuestión. Esta carta.

Evandro dejó la carta encima de la mesa, con tanta brusquedad como si le quemara.

–Desde que te vi por primera vez, supe que ser algo más que tu jefe y el padre de tu alumna era un error. Supe que no debía desear nada más, que pasar tiempo contigo, hablar contigo y reír contigo podía ser muy peligroso. Supe que no debía romper tu manto de invisibilidad ni besarte bajo la luz de la luna.

Ella no dijo nada. Se había quedado sin palabras.

–Por eso te alejé de mí. Por eso invité a Bianca y sus amigos, en un esfuerzo por dejar de desearte, pensando que me distraerían. Creí que me ayudarían a alejarme de ti, a deshacer lo que había hecho de un modo tan irresponsable. Pero no pude expulsarte de mis pensamientos. De hecho, solo sirvió para demostrarme que tú eras la única persona que deseaba, y con todas las fibras de mi ser.

–Evandro, yo…

–Eras lo que Berenice no había sido nunca –continuó él–. Eras la única persona que me podía sacar de la pesadilla de mi matrimonio. Tu actitud tranquila, tu voz tranquila, tu tranquila forma de amar, tu mirada clara… y sobre todo, por encima de todo, tu sinceridad, tu franqueza, tu amabilidad y tu compasión. Eras todo lo que yo podía desear. Eras la mujer que quería, la que necesitaba, la que podía dar sentido a mi vida. Y por eso me libré de Bianca.

Él respiró hondo, cerró los ojos durante un momento y siguió con su explicación.

–Quise reclamarte para mí, Jenna. Quise hacerte mía, un término muy peligroso. Y huelga decir que era consciente del peligro que estaba corriendo. Lo sabía de sobra. Sabía que besarte, tomarte entre mis brazos y llevarte a mi cama era un riesgo monumental, pero no me importó. Me dije que estaba dispuesto a arriesgarme pasara lo que pasara, porque tú no tenías nada que ver con Berenice.

Ella frunció el ceño, sin entender nada.

–¿Arriesgarte? ¿Qué riesgo corrías? –se atrevió a preguntar.

Él apretó los dientes y calló durante unos segundos, porque no quería decirle la verdad. Pero tenía que decírsela.

–El de elegir entre Amelie y tú.

Jenna no pudo creer lo que estaba diciendo.

–Pero Evandro, yo jamás me atrevería a… ¡Nunca te obligaría a elegir entre ella y yo! ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo puedes creer que sería capaz de dañar tu relación con Amelie, después de lo que te conté sobre tu propio padre? ¿Y por qué iba a hacer tal cosa? –preguntó, sin entender nada–. Amelie es una niña magnífica, y la quiero tanto como te…

Evandro la interrumpió.

–No me refería a ti. No habrías sido tú quien me obligara a elegir.

–Entonces, ¿quién?

–Berenice.

–¿Berenice? No comprendo.

–Lo comprenderás mejor dentro de unos momentos, porque tengo otra historia triste que contarte. Tan triste como necesaria.

–Te escucho –replicó ella.

–Mi padre quería expandir Rocceforte Industriale mediante una fusión con una compañía francesa, Trans Montane, que Berenice había heredado. La forma más fácil de conseguirlo era la unión de las dos familias, y sobra decir que la idea me encantó. Así, mi padre quedaba satisfecho y yo le hacía un favor a nuestra empresa. Pero ese no fue el único motivo que me llevó a casarme con Berenice.

Evandro se volvió a detener. Su cara era la viva imagen de la angustia.

–Cuando la vi por primera vez, me encapriché de ella. Yo tenía veinticinco años, y la cabeza llena de nociones románticas. Pensé que tendría una mujer por la que todo el mundo me envidiaría, una mujer como mi madre, que había fallecido dos años antes. Y además, mi padre estaba muy ilusionado con la idea de verme felizmente casado… pero Berenice tenía sus propios planes.

–¿Sus propios planes?

–No estaba enamorada de mí. Fingió estarlo porque sabía que yo la adoraba, y que así sería más maleable. Hizo lo mismo que hacía con todos los hombres que se le acercaban, con la salvedad de que mi caso era peor, porque me casé con ella. Me quería de rodillas, atento a sus extravagancias y caprichos, sometido a su narcisismo y tan cegado por su belleza que hasta le perdonaba sus infidelidades.

La voz de Evandro se volvió más dura.

–Con el tiempo, me di cuenta de que no era la mujer que yo creía y, cuando lo supo, hizo lo posible por mantenerme atado a ella. Pero no lo consiguió. No pudo conseguir que siguiera enamorado de una persona que no me quería, así que me castigaba de todas las formas posibles, decidida a partirme el corazón.

–Pero seguiste con ella…

–Por el bien de Amelie y hasta por el bien de mi padre. Pero, cuando él falleció, me di cuenta de que no lo soportaba más y me divorcié. Berenice ya no tenía poder sobre mí. La había derrotado. Había terminado con ella –le explicó–. Por desgracia, ella no había terminado conmigo, como supe cuando le pedí la custodia de Amelie.

–¿Qué quieres decir?

–Que me exigió un precio a cambio, un precio añadido a la fortuna que ya le había concedido en nuestro acuerdo de divorcio. Un precio que satisfacía su sed de venganza contra mí por haberme divorciado de ella y haberle impedido que me destrozara por completo… Exigió que firmara un documento tan abusivo que mi propio abogado se espantó cuando lo leyó. Incluso me dijo que yo le había dado el poder de destruir mi futuro.

Evandro se detuvo de nuevo. Y, cuando volvió a hablar, ni siquiera se atrevió a mirarla a los ojos.

–Los términos de nuestro acuerdo eran muy sencillos: si yo volvía a estar con otra mujer, tendría que elegir entre ella y nuestra hija. Y lo firmé de todas formas, porque era el único modo de conseguir la custodia de Amelie y poner fin a nuestra interminable disputa en los tribunales. Pero claro, Berenice no se refería a una mujer cualquiera. No le importaba que tuviera amantes. Las personas como Bianca le daban igual.

Jenna empezó a entender.

–Se refería a una mujer como tú. Y, cuando esa revista del corazón publicó el artículo sobre la relación que manteníamos, puso en marcha su venganza definitiva. Eso es lo que está en la carta que acabo de dejar en la mesa. Es de sus abogados. Decía que, si no me separaba de ti, volvería a los tribunales para quitarme la custodia de Amelie.

–E hiciste lo que habíais acordado –dijo ella.

–¿Qué otra cosa podía hacer? Había firmado ese maldito documento. Y Berenice me obligó a elegir… entre Amelie y tú.

Jenna sacudió la cabeza, horrorizada. Se estaba acordando de un hombre muy diferente a él, de un padre que, sin estar obligado a nada, decidió apoyar a su segunda esposa y rechazar a su propia hija. Se estaba acordando de su padre.

–Hiciste lo que debías. No tenías más remedio.

–No, no lo tenía. No le podía devolver la custodia de Amelie, de modo que rompí nuestra relación y te alejé de mí –añadió, visiblemente emocionado.

Jenna miró el sobre blanco que estaba sobre la mesa, con su dirección impresa y su sello francés. Ahora lo entendía todo. Pero había algo que no encajaba.

–Por lo que la signora Farrafacci y tú mismo me habéis contado –empezó, eligiendo las palabras con sumo cuidado–, ningún tribunal habría concedido la custodia a Berenice. Si era tan irresponsable y narcisista, si llevaba una vida tan caótica y tan completamente inadecuada para una niña, ningún juez habría fallado a su favor. Pero entonces, ¿cómo te pudo obligar a elegir entre las dos?

Él no dijo nada.

–Evandro, ¿qué juez habría puesto a Amelie en manos de su madre? ¿En qué país o jurisdicción habrían cometido el dislate de quitársela a su padre para…?

Esta vez, Evandro la interrumpió.

–No soy su padre, Jenna.

E-Pack Bianca octubre 2021

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