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Capítulo 8

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EVANDRO pisó el acelerador, ardiendo en deseos de volver a Turín, de llegar a su despacho tan deprisa como el vehículo permitiera.

En determinado momento, se miró en el retrovisor y vio que estaba rígido, como si llevara una máscara de hierro. ¿Cómo podía haber sido tan imprudente? ¿Cómo podía haber besado a Jenna?

Había hecho exactamente lo que intentaba evitar desde el principio. Se había vuelto a poner en peligro. Aunque, a decir verdad, nunca había creído que una mujer como ella pudiera ser un peligro. Ni siquiera le llamaba la atención.

Por lo menos, al principio. Porque era evidente que poco a poco, día a día y de un modo tan lento como implacable, había despertado su interés.

Ya no se contentaba con pasear con Jenna y compartir risas y carcajadas. Se había esforzado por conseguir que saliera de su encierro, que dejara de protegerse con un manto de invisibilidad. Y ahora descubría que ese manto no la protegía solo a ella, sino también a él.

Era de lo más irónico. Se había convencido a sí mismo de que la estaba ayudando por su bien, sin querer nada a cambio, sin más deseo que el de salvarla de sus fantasmas. Le había demostrado lo bella que podía ser. Y al demostrárselo, se había condenado a sí mismo, había provocado su propia caída.

No, no tendría que haber permitido que volviera después de acostar a Amelie. No tendría que haber cometido la locura de llevarla a la terraza y dejar que lo mirara a los ojos bajo la luz de la luna. Tendría que haberse resistido. Pero ¿cómo? Estaba prendado de ella desde que la vio en la escalera con su vestido nuevo, libre al fin de sus ataduras. Estaba en peligro desde entonces, desde ese preciso momento.

Y, sin embargo, había hecho todo lo posible por no reconocerlo. Se había comportado como el mejor de los anfitriones y había disfrutado de su compañía como de costumbre, como si no pasara nada. Pero bajo esa apariencia de normalidad fluía un río de pasión que le había empujado a mirarla constantemente, a llenarse de ella, a tomar nota de todos los detalles de su cuerpo.

Era un duende del bosque, buscando las estrellas y la luna con sus preciosos ojos, buscándole a él.

Y la besó.

Y perdió la razón.

Y olvidó sus temores.

Y despreció el peligro hasta que la tuvo entre sus brazos, apretada contra su cuerpo. Hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo y, tras apartarse de ella, le habló con dureza y la obligó a marcharse.

Cuando Jenna se fue, se quedó a solas en la terraza, maldiciendo la luna, las estrellas y, sobre todo, a sí mismo.

Maldiciendo el cruel hechizo de Berenice, cuyas cadenas estaba lejos de romper.

–¡Papá se ha ido! –dijo Amelie, incapaz de concentrarse en sus estudios–. Ha vuelto a Turín.

–Tenía trabajo, Amelie. No puede estar aquí todo el tiempo –replicó Jenna, haciendo un esfuerzo por mantener el aplomo.

Estaba profundamente deprimida, y enfadada con su propia estupidez. Se había dejado llevar. Le había besado con toda su pasión. Y él la había rechazado.

Pero era lo más sensato, y ella también tenía que rechazarle. Por el bien de los dos. Tenía que seguir adelante y comportarse como si fuera verdad que no había pasado nada, sin más huella que un recuerdo doloroso.

Pero ¿cómo? ¿Cómo podía olvidarlo? ¿Cómo podía olvidar que había estado entre sus brazos? ¿Cómo podía olvidar los besos, lo que había sentido, lo que tanto ansiaba? ¿Cómo podía olvidar las caricias del hombre del que se había enamorado?

Al darse cuenta de lo que estaba pensando, se quedó helada. No, podía estar enamorada de él. No debía.

Era una locura, un imposible.

Pero tan real como el sol.

Desesperada, se giró hacia la ventana de la habitación. No quería que Amelie le viera la cara, porque habría notado su desmayo. Se había enamorado de Evandro Rocceforte. Se había enamorado sin remedio de un hombre que la había rechazado.

¿Qué podía hacer?

Solo una cosa.

Asumirlo, sacar fuerzas de flaqueza y volver a ser la persona que había sido. Retirarse a su refugio, encerrarse en el único sitio donde podía estar a salvo: en su familiar y discreta invisibilidad.

Evandro estaba de pie, junto a la chimenea del salón dorado, que solo abría cuando tenía invitados.

Y ahora los tenía.

Las diez o doce personas que habían llegado de Turín hablaban en voz alta y bebían champán con música de fondo. Los balcones del palazzo estaban abiertos y la terraza, tan iluminada como un escenario. Algunas parejas habían salido al exterior, y bailaban al ritmo de la música, que se oía en toda la propiedad.

–¡Tesoro! ¡Caro mío! No te quedes ahí como un gran seigneur de la antigüedad. ¡Ven a bailar conmigo! –exclamó una mujer, cuyo estrecho vestido enfatizaba sus sensuales curvas.

Era una vieja conocida de Evandro. Se conocían muy bien; por lo menos, en términos de intimidad física. Pero, por muchas veces que hubieran estado juntos, Evandro pensó que la profundidad de las relaciones no estaba tan vinculada con el tiempo como con la armonía entre dos personas. Y a veces, se alcanzaba en un instante.

Rápidamente, borró esa idea de su pensamiento. Solo servía para reforzar la emoción contra la que estaba luchando, la emoción que le había llevado a llenar el palacio de gente que no le gustaba para marcar una distancia definitiva entre ella y él.

Para proteger a Jenna y protegerse a sí mismo.

Esa también era la razón de que se hubiera marchado a Turín. Necesitaba protección, la clase de protección que solo podía darle la mujer que le estaba invitando a bailar, Bianca Ingrani. Y solo se la podía dar ella porque ya no la deseaba.

Ahora deseaba a otra.

Sus ojos buscaron al objeto de su deseo. Estaba en un sillón, en el fondo de la sala, con las piernas juntas y las manos sobre el regazo. Vigilaba a Amelie, que estaba entusiasmada con la fiesta y bailaba de un lado otro, ganándose aplausos de algunos invitados.

Al ver a su hija, Evandro frunció el ceño. Llevaba otro de los vestidos que le había comprado Berenice, y se preguntó quién había permitido que se lo pusiera.

La respuesta era obvia: la mujer del sillón, la única persona del lugar que permanecía inmóvil, como ajena a todo.

Volvía a ser invisible.

Pero ¿quién se lo podía recriminar?

–¿Quién demonios es esa? –dijo Bianca en ese momento–. Ah, una especie de niñera… Comprendo.

Él no dijo nada.

–Tu hija es adorable, Evandro –continuó ella, hablando con voz acaramelada–. Será mejor que vaya a hablar con ella y me presente. Por si acaso, ya sabes. Por si me convierto en su madrastra.

Bianca se acercó a Amelie y le habló, pero sin apartar la vista de Jenna. Evandro se dio la vuelta, incapaz de mirar. Y entonces, oyó un grito que le obligó a girarse.

–¡Maldita patosa! ¡Mi vestido! ¡Me has tirado la copa encima con tus estúpidos bailes!

Era Bianca, cuyo vestido de seda estaba empapado de champán. Por lo visto, se lo había tirado Amelie, quien rompió a llorar instantes después. Y Evandro ya se disponía a acercarse a ella cuando Jenna se le adelantó.

–Es hora de que te acuestes, preciosa –dijo–. Te has puesto a llorar porque estás agotada.

Jenna se giró entonces hacia Bianca y añadió, tensa:

–Lo siento mucho. Ha sido culpa mía, por no vigilarla mejor. Espero que su vestido se pueda limpiar.

Jenna se llevó a la niña, sin mirar ni una sola vez a su padre.

Como si no soportara mirarlo.

Jenna miró el techo de su habitación. Era de madrugada, y aún podía oír las conversaciones, las risas y la atronadora música que atravesaba suelos y paredes y resonaba en su cabeza, aumentando su desesperación. La desesperación de volver a ver al hombre del que se había enamorado estúpidamente.

Evandro había llegado por la tarde, en su coche. Tras él, iba todo un desfile de sedanes y limusinas de los que bajaron invitados que parecían aves del paraíso, con su ropa de diseñadores, sus gafas de diseñadores y su glamour. Reían y hablaban sin preocupación alguna, como loros ruidosos. Y, en cuanto llegaron, entraron en tromba en el palazzo y lo tomaron por completo.

Jenna ya no sabía quién era Evandro, el seigneur, el millonario. ¿Había algo en él además de lo evidente, ser miembro de una élite de la que ella no formaba parte? Y, si lo había, ¿cómo se podía comparar ella con la impresionante belleza con la que estaba en ese momento? Sobre todo, porque volvía a ser invisible, como había demostrado él mismo al no hacerle ni caso mientras vigilaba a Amelie.

Pero, por muy impresionante que fuera aquella mujer, había entristecido terriblemente a Amelie con sus duras palabras. La niña había estado llorando todo el tiempo, y ella había tenido que oír sus angustiados hipidos mientras la desvestía para ponerle un pijama y acostarla.

–Una vez, tiré el vino a mi mamá. Era tinto, y le manchó el vestido… y se enfadó mucho conmigo, como esa señora –dijo entre sollozos–. ¡Odio a esa mujer! ¡No me gusta nada!

Jenna la abrazó.

–No le gusta a nadie, preciosa. Es horrible.

Jenna la llevó a la cama, y la niña se tumbó.

–Pues a papá le gusta.

Jenna no dijo nada. Le echó el pelo hacia atrás, la tapó con la sábana y bajó la intensidad de la luz de la mesilla hasta dejarla en poco más que un destello leve. Luego, esperó a que se durmiera y se fue a su suite, recordando aún las palabras de Amelie.

«Pues a papá le gusta».

Y las oyó en su mente una y otra vez, combinadas con una palabra de su propia cosecha, que también se repetía una y otra vez.

«Estúpida».

¿Qué otra cosa había sido, sino una estúpida? Nunca había significado nada para nadie. Nunca, en ningún momento.

Y menos aún, para el hombre al que amaba.

Evandro abrió la ventana de su dormitorio, y los sonidos de la noche silenciaron la infernal música de la fiesta. Lo único que se oía era el incesante murmullo de las cigarras, el coro eterno de la noche mediterránea. Y la luna era la misma que iluminaba la terraza y los jardines la noche anterior, cuando tomó a Jenna entre sus brazos y la besó, aunque ahora estaba en fase menguante.

Había cometido un error al besarla y, por mucho que deseara besarla de nuevo, no podía repetirlo. Era demasiado peligroso, como ya le había advertido su abogado.

Al cabo de unos momentos, cerró la ventana y se dijo que solo podía hacer una cosa: acostarse con Bianca, quien lo estaba deseando. En teoría, pasar la noche con su antigua amante era lo único que podía borrar el recuerdo de Jenna.

Pero la idea le daba asco, porque Bianca no era la mujer que deseaba.

Deprimido, se tumbó en su solitaria cama y se quedó mirando el techo, consciente de que no podía dormir.

Deseaba algo que no podía tener.

Y ese deseo era superior a sus fuerzas.

Jenna soportó la situación durante dos largos y casi interminables días. Las puertas se abrían y se cerraban, y las voces de los invitados lo llenaban todo. Aparecían coches, se iban y llegaban otros. Había música dentro y fuera del palazzo y, entre canción y canción, se oía el traqueteo de los tacones de aguja en los suelos de mármol.

Los empleados trabajaban a destajo, llevando y sirviendo comida, vino y champán. Y en mitad del ruido, cortante como una cimitarra, se oía la voz profunda del hombre del que se había enamorado.

Desde luego, Jenna intentó hacer caso omiso y concentrarse en sus ocupaciones, que esencialmente consistían en impedir que Amelie se distrajera. A fin de cuentas, era su pupila, la única razón de que ella estuviera allí.

Y no debía olvidarlo. Nunca más.

¿Cómo era posible que se hubiera creído capaz de seducir a un hombre como Evandro Rocceforte, que podía estar con mujeres tan bellas y sensuales como Bianca Ingrani? Aunque, por otra parte, estaba segura de que no tenía intención alguna de casarse con ella y, mucho menos, después de lo cruel que había sido con Amelie.

Eso era lo único que la reconfortaba. Tras el incidente con Bianca, Amelie rehuía a los invitados constantemente, ahorrándole a Jenna el mal trago de tener que ver a Evandro con su escultural amante.

Pero, por desgracia, los veía en su atormentada imaginación.

Y siempre los veía juntos.

Evandro se sintió aliviado cuando el último de los vehículos desapareció en el camino de grava. Por fin se habían ido. Y se habían llevado a Bianca, dejándole a solas con la decisión que había tomado.

Había organizado la fiesta sin más propósito que el de olvidar a la mujer que ocupaba sus pensamientos, la única a la que no debía desear. Pero, lejos de concederle el olvido, su plan había tenido el efecto contrario.

No dejaba de recordar la imagen de Jenna en el sillón, sentada como un fantasma, tan lejos de él como si estuviera en otro mundo.

Y no la podía perder. Se negaba a perderla.

Su maldito matrimonio le había destrozado la vida, pero no iba a permitir que Berenice se saliera con la suya. Había encontrado la felicidad, y no iba a renunciar a ella por las amenazas de su exmujer. Pagaría el precio que fuera, por muy alto que fuera.

Resuelto, volvió al interior del palazzo.

Mientras subía por la escalera, tuvo la sensación de que el diablo se estaba riendo de él. Pero no tenía miedo de los diablos. Ni le importaban sus carcajadas.

E-Pack Bianca octubre 2021

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