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Capítulo 4
ОглавлениеJENNA se miró en el elegante espejo de su habitación. Para su sorpresa, el signor Rocceforte la había invitado a cenar con él y con su hija, que ahora la miraba con el ceño fruncido. Era obvio que no le gustaba lo que se había puesto: un sencillo y soso vestido de color azul marino, de manga larga.
–¿No tienes vestidos de noche? –preguntó la pequeña.
Jenna sacudió la cabeza.
–No. Y aunque lo tuviera, no me lo pondría –respondió–. Soy tu profesora, Amelie, una empleada de tu padre. No estoy aquí en calidad de invitada.
Jenna miró a Amelie con la expresión más neutral que pudo, porque a ella tampoco le gustaba lo que se había puesto la niña. Su madre la había acostumbrado a vestirse como una muñeca de la alta sociedad, y Amelie había elegido un vestido de cóctel de color fucsia, todo de satén. Era completamente inadecuado para una niña de su edad, pero estaba tan contenta que Jenna no tuvo corazón para decírselo.
Desgraciadamente, su padre no tenía tantos escrúpulos y, en cuanto vio a la niña, sus cejas se juntaron en un inconfundible gesto de condena que auguraba males mayores. Pero Jenna impidió que las cosas fueran a más.
–Amelie se ha puesto un vestido de cóctel porque quería estar guapa para usted –dijo rápidamente.
Evandro apartó la vista de su hija y la clavó en ella.
–A diferencia de su profesora –replicó con sorna.
Jenna no dijo nada.
–Si yo fuera más alta, le habría prestado uno de mis vestidos –intervino la niña.
–Pues menos mal que no lo eres –ironizó su padre.
Olvidado el asunto de la moda, se sentaron a la enorme mesa de caoba, con su fina cristalería y sus cubiertos de plata. Era tan formal como el salón donde estaban, pero la ropa y la actitud distendida de Evandro relajaban el ambiente. Aquella noche, llevaba unos pantalones oscuros y un jersey gris, de cachemir. Pero ni la sencillez de su apariencia disminuía su atractivo ni logró que Jenna fuera menos proclive a admirar a su jefe.
–¿Bebe vino, señorita Ayrton? –dijo él, alcanzando la botella–. ¿O está en contra de tomar alcohol delante de sus alumnas?
Jenna se dio cuenta de que la estaba desafiando, y dijo:
–Si usted no tiene inconveniente, yo tampoco.
Evandro sirvió dos copas, pasó el zumo de naranja a su hija y, a continuación, alzó su vino a modo de brindis.
–Saluti! –dijo, mirando a su hija–. Es lo que decimos en Italia en lugar del santé de los franceses y el cheers de los ingleses. ¿Verdad, señorita Ayrton?
Jenna asintió.
–¡Pues bebamos! –añadió él.
Evandro dio un trago largo y ella, uno más modesto. El vino estaba tan exquisito que Jenna se empezó a relajar, y se dio cuenta de que su inquietud anterior era una mezcla de preocupación por Amelie y de tensión sexual, porque se sentía muy consciente de sí misma cuando estaba con su jefe.
En ese momento, aparecieron dos criadas para servirles la cena. Él les dio las gracias, y Jenna sospechó que las dos jóvenes se sentían tan atraídas por el atractivo y potente Evandro como ella. Incluso era posible que tuviera el mismo efecto en todas las mujeres.
Al darse cuenta de lo que estaba pensando, se recordó que Evandro Rocceforte no era un hombre normal y corriente, sino su jefe. La relación que tenían era de carácter laboral, y no podía ser otra cosa. Aunque eso carecía de importancia, porque los hombres nunca se fijaban en ella, así que no corría ningún peligro.
Sus ojos se clavaron entonces en Amelie, la niña que se había ganado su afecto. Estaba mirando a su padre, y Jenna notó que no estaba totalmente cómoda. A fin de cuentas, seguía siendo un desconocido para ella.
Durante los segundos posteriores, se dedicó a sentir lástima de sí misma. Los problemas de Amelie se parecían demasiado a los suyos, los de una mujer que se sentía rechazada y condenada a la soledad. Pero pensar en esos términos era tan objetable como absurdo. Y, por otra parte, ya se había acostumbrado a que los hombres no le prestaran atención. De hecho, casi resultaba tranquilizador.
–Buon appetito! –dijo él.
La voz profunda del hombre que estaba sentado en la cabecera de la mesa la sacó de su introspección. Jenna probó el primer plato, una tarrina de salmón y marisco con salsa de langosta y guarnición de rúcula y achicoria roja. Le pareció tan refinado que se giró hacia Amelie, temiendo que fuera excesivo para sus gustos, porque nunca comían esas cosas cuando estaban juntas; pero la niña se lo estaba tomando con toda tranquilidad y con los cubiertos correctos.
Al ver que Jenna admiraba los modales de su hija, Evandro comentó:
–Tenga en cuenta que los niños mediterráneos no se acuestan tan pronto como los ingleses, señorita Ayrton. Pasan las noches con sus padres y, a veces, les acompañan a los restaurantes.
–Es verdad. Mamá me llevaba a cenar con sus amigos –intervino Amelie–. Tenía que ponerme mis vestidos más bonitos. Pero, si hablaba demasiado o hacía tonterías con la comida, se enfadaba conmigo.
La declaración de Amelie fue un ejemplo perfecto de lo que pasaba cuando hablaba de su caprichosa y exigente madre: empezaba con entusiasmo y terminaba con tristeza. Era tan triste que a Jenna se le encogió el corazón, y quiso decir algo para animarla. Sin embargo, Evandro se le adelantó.
–Bueno, cualquiera se daría cuenta de que tus modales en la mesa sont par excellence, mignonne –dijo, pasando al idioma natal de Berenice, el francés.
Amelie sonrió de oreja a oreja, y Jenna se alegró por la pequeña, aunque sin dejar de sentirse dolida. No recordaba que su padre le hubiera dedicado nunca un halago como el de Evandro a su hija.
–¿Aprueba mi actitud? –preguntó él, sabiendo que le estaba juzgando.
–Apruebo su aprobación –respondió ella, confundida.
¿Por qué le importaba su opinión? Solo era una profesora. Nada más.
–Me lo tomaré como un cumplido –replicó él, antes de pasar otra vez a su hija–. La señorita Jenna me ha dicho que te gusta la pintura, mignonne. Esta mañana me enseñó unos dibujos tuyos, y me gustaría ver más. Pero ¿sabes que me gustaría de verdad?
–¿Qué? –dijo la niña.
–Que dibujes uno para mí.
La cara de Amelie se iluminó al instante.
–¡Pues claro! Haré uno de mis favoritos… La signorina Jenna me pide que pinte flores y cosas que imagino, pero me gusta dibujar modelos con vestidos elegantes. La moda es muy importante, ¿sabes? Mamá dice que es esencial que estemos toujours à la mode.
Jenna vio que Evandro se ponía tenso, y estuvo a punto de intervenir en la conversación para impedir que dijera algo inadecuado. Pero, a pesar de su disgusto, él se limitó a comentar:
–Sí, la moda es importante en los sitios donde se gustan mucho a sí mismos, como París y Milán. Pero creo que deberías dejar eso para más tarde, para cuando seas mayor.
Aunque el comentario de Evandro no tenía tono de crítica, la niña se quedó muy seria. Al fin y al cabo, iba en contra de todo lo que su madre le había enseñado. Y esta vez, Jenna decidió tomar cartas en el asunto.
–¿Sabes lo que es divertido a tu edad? ¡Disfrazarse! –declaró–. Cuando daba clases en Londres, celebrábamos el día del disfraz, y todos los niños se vestían como uno de los personajes del libro que estuvieran leyendo. ¿De qué te disfrazarías tú, Amelie?
–¡De princesa medieval! –respondió sin dudarlo–. ¡Como la Bella Durmiente! Pero después de despertarse, claro.
–Perfetto! –exclamó él, devolviendo la sonrisa a la pequeña.
Evandro alcanzó su vino, tomó un poco más y volvió a mirar a Jenna con su ya familiar expresión de ironía.
–¿Qué tipo de disfraz me recomendaría a mi, señorita Ayrton? –preguntó–. ¿Alguno especialmente terrible?
Jenna, que estaba empezando a apreciar su sentido del humor, dijo:
–Bueno, puede que un disfraz de ogro sea excesivo. Quizá, el de uno de esos caballeros de los cuentos de hadas que siempre están en liza con otros como él o afrontando aventuras peligrosas –contestó.
Evandro soltó una carcajada.
–¡Vaya! Y yo que esperaba ser un príncipe azul…
–Podría serlo. Pero un príncipe azul sometido a un hechizo maligno.
–¿Sometido a un hechizo maligno? –repitió él, frunciendo el ceño.
Ella no dijo nada. Evandro la estaba mirando con tanta intensidad que se había quedado sin habla.
–Pero los hechizos malignos se pueden romper, ¿no? –prosiguió él.
–Todos los hechizos se pueden romper.
–¿Cómo? –preguntó Evandro, sin apartar la vista de ella.
–¡Con las hadas! –intervino súbitamente la niña–. Las hadas buenas pueden romper todos los hechizos malos, papá.
Evandro apartó la vista de Jenna, que se sintió aliviada al instante.
–¿Y dónde puedo encontrar un hada?
–Las hadas viven en burbujas de plata –le informó Amelie–. Todo lo que tienen es plateado. El pelo, las alas, las varitas mágicas y los vestidos.
Su padre sonrió, y Jenna preguntó a la niña:
–¿Por qué no le dibujas una, Amelie?
–¡Excelente idea! –dijo Evandro, recuperando su sentido del humor–. Y ahora, si ya hemos terminado con el primer plato, pasemos al segundo.
Evandro pulsó un discreto botón de la mesa. Momentos después, las criadas reaparecieron, se llevaron los platos vacíos y les sirvieron un guiso de cordero.
La niña estaba cada vez más cómoda con su padre, quien se interesó por sus conocimientos de historia italiana. Jenna se mantuvo prácticamente al margen, y solo intervino para animar a la pequeña cuando sonaba insegura. Evandro se la había ganado por completo con sus anécdotas históricas, que narraba de un modo calculadamente dramático.
El tema les duró hasta el postre, consistente en una delicadísima tarta helada, que estaba deliciosa. Pero los dos adultos se dieron cuenta de que la niña empezaba a estar cansada, y su padre decidió solventar el problema.
–Piccolina, te estás quedando dormida… –dijo–. Es hora de que te acuestes.
Jenna hizo ademán de levantarse, pero él se lo impidió.
–No, quédese aquí. Loretta o Maria se encargarán de Amelie. Aún no de disfrutado de mi formaggio, y me gustaría tomármelo con un adulto.
Loretta apareció enseguida, y Evandro se despidió de su hija con dulzura.
–Dormi bene, piccolina… Y sueña con los angelitos.
Loretta se llevó a Amelie, y Maria apareció con una enorme tabla de quesos. Cuando la criada se marchó, Evandro volvió a mirar a Jenna con intensidad, y ella se sintió terriblemente incómoda. Cenar con Evandro y su hija era una cosa, pero estar a solas con él era un asunto muy diferente.
–Estoy deseando que me dé su opinión, señorita Ayrton. ¿Lo estoy haciendo bien? ¿Estoy cumpliendo sus estipulaciones en lo tocante a Amelie?
Una vez más, Jenna no supo si se lo estaba preguntando en serio o si estaba de broma. Evandro era el hombre más enigmático que había conocido en su vida. Pero le había hecho una pregunta, y no tenía más remedio que contestar.
–No sé si mi opinión puede tener alguna validez, pero yo diría que ha tomado el camino correcto para establecer una buena relación con su hija, signor Rocceforte. Su hija está cada vez más relajada, y se relaja aún más cuando le dedica algún cumplido.
–¿Cómo no se los voy a dedicar? Es una niña admirable en todos los sentidos –comentó él mientras ella probaba los quesos–. Bueno, en casi todos. Su forma de vestir es espantosa.
–Sí, ya me he dado cuenta de que el vestuario de Amelie es del todo inadecuado para una niña de su edad. Pero recuerde que ha estado con su madre, y que su hija habrá intentado hacer todo lo posible por ganarse su aprobación, que es la de una mujer obsesionada con la moda. No podemos condenar a Amelie por…
–¿Por los pecados de Berenice? –la interrumpió.
La expresión de Evandro se volvió sombría. Durante unos momentos, Jenna tuvo la sensación de que estaba a miles de kilómetros de distancia. Y, cuando la volvió a mirar, sus ojos estaban más oscuros que nunca.
–Mi exmujer gasta cantidades obscenas de dinero en ropa. Pero ese es el menor de sus pecados –comentó.
Él echó otro trago de vino, y ella supo que estaba haciendo un esfuerzo por mantener el aplomo. Parecía a punto de estallar, de perder el control de sus emociones. Por lo visto, su divorcio había sido verdaderamente amargo.
–Bueno, es obvio que Amelie necesita un vestuario nuevo –continuó él, retomando la conversación anterior–. Ayúdele a elegir la ropa. Yo no sé nada de ropa de niñas.
–Si le parece oportuno…
–Me lo parece –dijo él, tajante–. Y ahora, creo recordar que dejamos una conversación sin terminar. Cuando estábamos en la terraza, me empezó a hablar de los hijos de los divorciados. Continúe, por favor.
Ella no estaba segura de querer retomar el asunto. Pero Evandro estaba esperando una respuesta que, además, podía ser útil para el bienestar de Amelie.
–A veces, los niños se sienten perdidos cuando sus padres se divorcian de mala manera. Se vuelven invisibles, por así decirlo. Y a veces, son ellos mismos los que quieren ser invisibles para…
Jenna no terminó la frase. Se había metido en un terreno demasiado personal, y no quería seguir adelante. Pero Evandro no soltaba a sus presas cuando las tenía acorraladas.
–Supongo que está hablando de su propia experiencia –declaró él, entrecerrando los ojos–. Pero ¿por qué quería ser invisible?
Jenna sacudió la cabeza. De repente, se sentía como si estuviera soñando y aquello no fuera real. Tal vez, por lo avanzado de la noche; tal vez, por la quietud del lugar o, tal vez, porque estaban solos. Y tal vez fue eso lo que la animó a seguir.
–Mi madre se mató en un accidente de tráfico, y yo me fui a vivir con mi padre y con su pareja de entonces. Por desgracia, no me recibieron precisamente con los brazos abiertos. Ni mi madrastra ni sus hijos ni mi propio padre.
–¿Cuántos años tenía?
–Seis. Era mas pequeña que Amelie.
Él guardó silencio.
–Yo me armé de valor, esperando que la situación cambiara un día y mi padre empezara a fijarse en mí, esperando el momento en que dejaría de ser invisible. Pero no llegó. Y, al cabo de un tiempo, decidí que la invisibilidad era mucho más segura.
Evandro frunció el ceño.
–¿Más segura?
–Por supuesto. No desear lo que no se puede tener es mucho más seguro que desearlo. Es mejor ser invisible.
Él asintió lentamente y dijo:
–Y sigue siéndolo, según veo.
Jenna se sintió como si le hubiera pegado un puñetazo, lo cual era absurdo. A fin de cuentas, ella misma se creía invisible. Sabía que podía entrar en cualquier habitación sin que nadie se diera cuenta; y le parecía bien, porque era menos doloroso que su alternativa: que la condenaran por el simple hecho de existir.
Aún se estaba intentando recuperar cuando volvió a oír la voz profunda de Evandro, como emergiendo de un mar insondable.
–Si le preocupa que Amelie pueda acabar en el mismo caso, despreocúpese. Le aseguro que no tiene nada de invisible para mí. Y haré todo lo que esté en mi mano por conseguir que se sienta querida y valorada, como me recomendó usted misma esta mañana –afirmó–. No hay nada que la pueda apartar de mí, señorita Ayrton. Nada.
Evandro lo dijo con tanta vehemencia y determinación que Jenna tendría que haberse sentido aliviada. Aparentemente, sus temores sobre el futuro de Amelie carecían de fundamento. Pero, por alguna razón, su tono le causó un escalofrío.
Y justo entonces, su humor volvió a cambiar.
–Bueno, basta de cosas serias. ¿Sabe si a mi hija le gusta nadar? Se lo pregunto porque usted lo sabrá mejor que yo. Como empieza a hacer calor, he pensado que podría disfrutar de la piscina… Y ya puestos, ¿qué otras cosas le gustan?
Encantada de pasar a asuntos más fáciles, Jenna respondió a todas sus preguntas hasta que una de las criadas apareció para informarles de que Amelie se había acostado y de que quería que la signorina le diera las buenas noches.
Jenna aprovechó su petición como excusa para marcharse y, cuando se despidió de su jefe, él respondió con otra de sus miradas enigmáticas.
Amelie se quedó dormida poco después, y ella volvió a su habitación, donde se preguntó por qué diablos le había hablado de su infancia. Nunca hablaba de esas cosas y, mucho menos, con hombres como él.
Con un hombre cuyas palabras seguían sonando en su oídos.
Con el hombre que se había atrevido a decirle que seguía siendo invisible.
Y lo era para él, claro. Evandro Rocceforte tenía poder, riqueza y atractivo. Indudablemente, estaba acostumbrado a recibir los favores de las mujeres más bellas y seductoras del mundo, es decir, de mujeres que básicamente eran su antítesis.
¿Qué podía ser para él, sino invisible?
Sin embargo, esa pregunta no era tan relevante como la que se formuló a continuación: ¿qué quería ser para él?
Al pensarlo, se acordó del largo y sensual baño de la noche anterior, cuando se dejó llevar por la fantasía de unos ojos oscuros que admiraban su desnudez.
Nerviosa, expulsó las imágenes de su cabeza. No le quería desear. Era un sentimiento inapropiado y, sobre todo, inútil, porque no tenía ninguna posibilidad de despertar el deseo de un hombre excepcional.
Evandro se sirvió un coñac, se recostó en el sillón y entrecerró los ojos, que clavó en el lugar donde Jenna había estado sentada.
Creía ser invisible.
Todo lo contrario que Berenice, tan llamativa y vanidosa como un pavo real, una narcisista compulsiva que exigía que todo el mundo la deseara, cediera a sus caprichos y cayera bajo su malevolente hechizo. Bajo el hechizo que había destrozado todo lo que había tenido él de príncipe azul.
Alcanzó su copa, estiró sus largas piernas y se puso a pensar en la conversación sobre los personajes de los cuentos. Amelie había dicho algo interesante cuando él comentó que los hechizos se podían romper: que los rompían las hadas buenas.
¿Pero existían las hadas?
Durante los minutos siguientes, se dedicó a disfrutar del coñac entre reflexiones sobre mitos, leyendas, cuentos y folclore. Y entonces, se acordó de otro comentario, el que había hecho él a la profesora de Amelie cuando se la encontró plantada en mitad de la carretera: que parecía un duende de los bosques.
Al recordarlo, frunció el ceño. Se había jugado la vida por salvar a un desconocido, pero no le había importado. Y tampoco había dudado en enfrentarse a él para decirle lo que debía hacer con su hija.
Pero ahora conocía el motivo. Ahora sabía por qué se había mostrado tan vehemente al respecto. Se lo había confesado ella misma al hablarle de su infancia.
Jenna Ayrton se sentía invisible.
Y era normal que se sintiera así.
No había nada en ella que llamara la atención, ni un solo detalle externo que pudiera despertar su interés.
Calzado sin tacón y vestidos sosos que no hacían nada por realzar su figura. Una cara bonita, pero sin el énfasis del maquillaje. Y, para empeorar las cosas, una melena de pelo castaño normal y corriente que, encima, se recogía con moños.
Cualquiera se habría dado cuenta de que hacía todo lo posible por pasar desapercibida. No es que se sintiera invisible; es que quería serlo.
Volvió a alcanzar la copa, echó otro trago y, mientras lo saboreaba, pensó que había algo muy atractivo bajo su apariencia gris. Estaba en su forma de hablar y en su forma de responder. Estaba en sus claros ojos de color avellana.
Había algo que…
¿Qué?
Evandro dejó la pregunta en el aire, sin contestar.