Читать книгу E-Pack Bianca octubre 2021 - Varias Autoras - Страница 16
Capítulo 12
ОглавлениеJENNA entró en su piso. El ambiente estaba enrarecido, así que abrió las ventanas tan mecánicamente como había guardado los libros de Amelie esa misma mañana, tan mecánicamente como había cerrado el armario donde los guardó y tan mecánicamente como había subido a su dormitorio para meter su ropa en la maleta.
No la ropa que le había regalado Evandro. Esa no era suya. Pertenecía a una mujer que ya no era ella. A la mujer que había deseado lo que no podía tener, que anhelaba una familia que no tendría nunca y que ansiaba el amor de un hombre que no la podía amar.
La desesperación había anidado en su corazón, y no podía hacer nada al respecto. Nada, salvo lo que estaba haciendo. Y tampoco podía decir más de lo que había dicho.
Pero faltaba una cosa.
Tras cerrar la maleta y meter la cartera y el pasaporte en el bolso, se fue a la habitación de Amelie. Estaba destrozada, porque no soportaba la idea de que la niña volviera a casa y descubriera que ella se había ido. Hasta se acordó de un recuerdo de lo más amargo: el día en que le informaron de que su madre había muerto en un accidente de tráfico y que tendría que marcharse a vivir con su padre, un completo desconocido.
Por suerte, el padre de Amelie no era como el suyo. Eso era lo único que la consolaba. La quería con toda su alma, y estaría siempre a su lado, protegiéndola, apoyándola.
Además, ella no era su madre. Solo su profesora.
Y fue la profesora quien escribió una nota a Amelie, una nota donde le decía que le iría bien con los estudios, que esperaba que se divirtiera en el colegio y algo más:
Nunca olvidaré el maravilloso verano que pasé en tu precioso palazzo, contigo y con tu padre. Sé buena, preciosa, y cuida mucho de tu papá, porque te quiere muchísimo.
Jenna no pudo seguir escribiendo, porque los ojos se le llenaron de lágrimas. Se había encariñado de Amelie, y no la volvería a ver.
Ni a ella ni al hombre del que se había enamorado.
Porque volvía a ser invisible para él.
Evandro miró a Amelie, que estaba jugando con la casa de muñecas que le había comprado en Nápoles. En ese momento, se dedicaba a cambiar los muebles de sitio y reorganizar las pequeñas habitaciones, pero sin alegría.
–Está triste –dijo su tía.
La mujer se giró hacia su sobrino, esperando una explicación que no llegó. Estaban sentados en la terraza de su espacioso piso de la bahía de Nápoles.
–Me dijiste que sería feliz en Italia –continuó ella–. ¿Por qué no lo es?
Evandro sabía que debía decir algo, pero también sabía que su tía no era de las que tenían pelos en la lengua. No los había tenido con su matrimonio ni con la propia Berenice, quien le disgustó desde que la vio por primera vez, el día de su boda.
–¿Por qué no lo es? –insistió ella, tajante.
Evandro suspiró.
–Porque echa de menos a su profesora, la que ha estado en el palazzo este verano. Esa es la razón de que la haya traído a tu casa. Pensé que sería una buena idea, que le vendría bien cambiar de aires.
Su tía arqueó una ceja.
–Hace poco, leí un artículo en una de esas despreciables revistas del corazón donde aparecías regularmente cuanto te divorciaste de la bruja de tu exmujer y te dedicaste a disfrutar de la vida. Pero este artículo era diferente. Y la mujer que mencionaban no se parecía a ninguna de tus amantes.
Ella alcanzó su martini y bebió un poco, esperando una respuesta.
Pero tampoco llegó esta vez.
–Ah, ahora lo comprendo. Amelie no es la única persona que echa de menos a su profesora, ¿verdad?
Él apartó la mirada, incapaz de clavarla en los perceptivos ojos de su tía.
–Eres tonto, Evandro. Un maldito tonto.
Evandro no necesitaba que se lo dijera. Lo había sido desde el momento en que se casó con Berenice.
Y no se libraría nunca de su maldad.
Nunca.
Jenna estaba buscando trabajo, y lo estaba buscando donde fuera, dispuesta a marcharse a cualquier sitio. Londres, el norte, el sur, el este, el oeste, le daba igual.
Y se lo daba porque solo había un sitio donde quisiera estar.
Un sitio que ahora le estaba tan vetado como el hombre de sus sueños. El único sitio que le gustaba de verdad, que podía ser un hogar de verdad para ella. Y el único hombre al que quería con todo su corazón.
Incluso ahora, estando a miles de kilómetros de distancia, podía ver con toda claridad el elegante palazzo, sus soleada terraza, sus preciosos jardines, sus umbríos bosques y su verde valle. Veía a Loretta y a Maria, siempre ocupadas. Veía a la signora Farrafacci yendo de habitación en habitación y a la pequeña Amelie, corriendo por las escaleras, montando en su bicicleta rosa y llamándola a ella con su aguda voz.
Y por supuesto, también veía a Evandro con toda claridad, saliendo a la terraza con sus largas zancadas, sentado en el comedor y besándola.
Lo veía todo, pero como si ella fuera un fantasma que pasaba por la escena sin que ningún ser vivo la pudiera ver. Un fantasma que, además, era un forastero sin derecho a estar allí, sin derecho a formar parte de ello.
Sin derecho a que le amaran.
Deprimida, soltó un gemido de angustia y se tapó la boca con la mano, intentando reprimirlo, ahogarlo, silenciarlo. Como si así pudiera borrar el dolor de desear lo que nunca volvería a ser suyo.
Evandro miró la hora. Amelie iba a salir más tarde del colegio, porque tenía que ensayar en el coro. Pero decidió que podía ir a buscarla para llevarla a cenar. Cualquier cosa con tal de alegrarla un poco. Aunque se había integrado bien en el colegio, se hundía en la tristeza con demasiada frecuencia.
Pero, por lo menos, ya no mencionaba tanto a Jenna. Y él se lo agradecía, claro. No por ella, sino por él mismo.
En cualquier caso, se negaba a permitir que los recuerdos de su último día con Jenna asaltaran sus pensamientos. Había hecho lo que tenía que hacer, lo mejor para todos. Y ella había hecho las maletas y se había ido silenciosamente.
Había desaparecido sin más, invisible otra vez.
Desde entonces, el palazzo solo era el hogar de Amelie y de él, quien se esforzaba por conseguir que la niña hiciera amistades nuevas, jugara con ellas y participara en todas las actividades del colegio, coro incluido.
En cuanto a él, trabajaba en el palazzo siempre que las circunstancias se lo permitían, aunque de vez en cuando se veía obligado a marcharse a Turín. Afortunadamente, Amelie se llevaba muy bien con el ama de llaves y el resto de los empleados, así que no había ningún problema. Y, en cualquier caso, la llamaba por teléfono cuando estaba fuera y nunca se olvidaba de llevarle un regalo al volver.
Estaba haciendo todo lo posible por hacerla feliz.
Jenna tenía razón. Era un buen padre.
Decidido a no pensar en ella, alcanzó el teléfono y empezó a marcar un número. Tenía trabajo que hacer, y se estaba haciendo tarde. Pero no llegó a hablar con nadie, porque la signora Farrafacci llamó a la puerta en ese momento, y no lo hizo con la levedad de su forma habitual, sino de un modo extrañamente brusco.
Cuando entró, estaba tan desencajada que Evandro dijo, frunciendo el ceño:
–¿Qué ocurre?
La mujer se detuvo junto a la mesa.
–Acaba de llegar cierta persona –respondió, agitada–. Exige verle.
Evandro frunció el ceño un poco más, pensando que a su hija le había pasado algo, pero no se trataba de eso.
–¿Quién es?
El ama de llaves respiró hondo.
–Su exmujer.
Evandro se quedó helado.
Jenna contempló la gris y aparentemente tranquila masa de agua, que no daba pista alguna de las turbulencias que había bajo la superficie, provocadas por el choque de la marea contra el flujo de la desembocadura del río.
Los días eran cada vez más cortos, y el aire frío anunciaba la llegada del invierno. Estaba en el estuario del Támesis, en la pequeña población de Essex donde estaba trabajando como sustituta temporal de una profesora embarazada. No se podía decir que fuera un paisaje que le resultara familiar. De hecho, los únicos seres que parecían felices en tan desolador lugar eran las aves acuáticas.
Para los pájaros, el estuario era su refugio, un sitio parecido al que ella misma se había buscado, huyendo del dolor, del recuerdo y de lo que podría haber sido y no fue.
Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y siguió caminando por el paseo marítimo, donde solo había un par de personas que estaban sacando a sus perros. El helado viento del este la azotaba, y la lejana línea de la costa de Kent casi se fundía con el mar.
Necesitaba empezar de nuevo. Se había llenado la cabeza de sueños imposibles, y había creado una realidad falsa con esperanzas falsas y deseos falsos. Se había empeñado en ser la mujer que se ganara el corazón de Evandro, pero no lo había conseguido y, al final, él la había rechazado y echado de su casa, de su vida y de su cama con unas pocas, breves y crueles palabras.
¿Cómo se había atrevido a tratarla así?
No se lo merecía. No merecía esa indiferencia, esa frialdad. No merecía que rompiera su relación de un modo tan brutal.
Y sobre todo, de forma tan repentina, sin motivo alguno.
Jenna se detuvo, frunciendo el ceño.
¿Seguro que no tenía ningún motivo?
Aquello había sido tan doloroso para ella que no había tenido ocasión de reflexionar seriamente sobre lo que había pasado.
Evandro le había dicho que había recibido una carta de su tía, donde les invitaba a ir a su casa. Pero ¿qué más decía esa carta, la que había llegado esa misma mañana, la que él había recibido antes de levantarse, excusarse con frialdad y entrar en el palazzo?
Algo andaba mal.
Era imposible que una simple invitación a la casa de su tía hubiera tenido esas consecuencias. Pero quizá no fuera de su tía, sino de otra persona.
Jenna cerró brevemente los ojos, intentando recordarla. Era un sobre grande, de color blanco y con la dirección impresa, no escrita a mano; un sobre más típico de una comunicación oficial que de la misiva de un familiar querido.
Y había algo más, incluso más importante, algo que recordó en ese mismo momento.
No tenía sello de Italia, sino de Francia.
Y su tía vivía en Sorrento.
Impulsivamente, dio media vuelta y cambió de dirección. El Evandro que la había echado de su casa no era el Evandro que ella conocía. No era el Evandro de irónico sentido del humor, el que disfrutaba de su compañía y sus conversaciones. No era el Evandro que la tomaba entre sus brazos y la llevaba a su cama. No era el Evandro que la besaba ni el Evandro que se reía con sus bromas.
El Evandro que ella conocía no se parecía nada al brusco, cruel, insensible y tenso individuo que la había mirado con frialdad y la había expulsado de su vida como si no hubiera pasado nada entre ellos, nada en absoluto.
Pero ¿por qué se había comportado así?
Y entonces, se acordó de algo que había dicho ella misma la primera noche que cenó con él y con Amelie.
Lo del hechizo maligno.
Sí, tenía que ser eso. Su matrimonio había sido un desastre. Hasta el ama de llaves lo sabía. Pero Evandro se había liberado y había salvado a su preciosa hija de su egoísta y dañina madre. Berenice ya no les podía hacer ningún mal.
¿O sí?
Jenna aceleró el paso, súbitamente apremiada.
Evandro estaba sentado en la biblioteca, en su sillón de cuero. Era una noche de octubre, y hacía frío; pero no había encendido la chimenea.
No quería ver llamas de ninguna clase.
Alcanzó su copa de coñac y dio otro trago. El reloj de la repisa daba insistentemente los segundos, que pasaban muy despacio. Ya era de madrugada, y el palazzo estaba sumido en el silencio.
Se terminó el coñac, alcanzó la licorera y rellenó la copa. Tendría que haber dejado de beber, pero no le apetecía. Si seguía bebiendo, el efecto analgésico del alcohol provocaría que se quedara dormido allí mismo, en el sillón. Y eso era mejor que irse a la cama. Mucho mejor que tumbarse en su ancho y solitario desierto, lleno de recuerdos insoportables.
Recuerdos de una mujer a la que no volvería a ver. Recuerdos de una mujer que estaba fuera de su alcance.
Para siempre.
Al pensarlo, se enfureció de tal modo que lanzó la copa contra la chimenea. Naturalmente, se rompió, pero él no oyó el ruido. Solo pudo oír el desgarrador grito que salió de su propia garganta, tan parecido al de una bestia herida.
Jenna se despertó de golpe.
Había sido un sueño, una simple pesadilla, pero aún podía oír ese grito. Había sido tan real como la vida misma y, aunque sacudió la cabeza para expulsarlo de sus pensamientos, no lo consiguió.
Con el corazón en un puño, se levantó de la cama, se acercó la ventana y descorrió las cortinas. Era de madrugada, y la calle estaba completamente desierta.
Solo había sido un sueño. Un grito en un sueño.
¿Seguro?
Por irracional que fuera, tuvo la sensación de que había sido algo más. Y en su angustia, decidió que necesitaba distraerse de alguna manera, tranquilizarse de algún modo, así que alcanzó el ordenador portátil, se sentó en la cama y encendió el aparato. Tenía que trabajar a la mañana siguiente, pero sabía que no se volvería a quedar dormida.
Inconscientemente, se sorprendió escribiendo el nombre de su amor imposible en el navegador y, tras pasar por encima de algunas noticias que no le llamaron la atención, se detuvo en una de lo más relevante. Era una nota de prensa de Rocceforte Industriale, que decía así:
Lamentamos anunciar la dimisión de nuestro presidente y director ejecutivo por motivos de salud. La persona que sustituirá a Evandro Rocceforte será…
Jenna no siguió leyendo. Estaba demasiado angustiada.