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Capítulo 9

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AMELIE, aún te queda una página de sumas. Tienes que hacerlas, porque no desaparecerán.

La voz de Jenna sonó tan suave como firme. Al igual que la niña, era consciente de que los invitados se habían ido. Habían oído los coches y, por supuesto, también habían sentido el silencio posterior a su marcha.

–¿No puedo ir a ver a mi papá? La gente ya se ha marchado.

–Cuando esté preparado, vendrá a verte o te pedirá que bajes –replicó Jenna.

Su alumna suspiró, derrotada. Pero instantes después, oyeron pasos en el pasillo exterior. Los rápidos y fuertes pasos de Evandro.

–¡Papá! –exclamó la pequeña, entusiasmada.

Jenna apenas tuvo un segundo para prepararse y sacar fuerzas de flaqueza.

Cuando Evandro entró, Amelie corrió hacía su padre. Él la abrazó, le dio unas vueltas en el aire y la dejó en el suelo.

–Es hora de que te des un chapuzón –dijo él–. Anda, ve a por tus cosas.

Amelie no necesitaba que insistiera, y se fue inmediatamente.

Entonces, Evandro cruzó la habitación a grandes zancadas, se detuvo delante de Jenna y, tras mirarla con intensidad, le puso una mano en la cara y la besó.

–¿Quién quiere un helado? –preguntó Evandro en la piscina.

–¡Yo! ¡Yo!

Amelie salió del agua y corrió hacia su padre, quien sostenía los tres helados de cucurucho que acababa de salir del frigorífico. La niña alcanzó el que le ofrecía y se sentó en una tumbona a comérselo.

–Bueno ya solo quedan los nuestros –dijo Evandro, quien se acomodó junto a Jenna y le pasó su helado.

Ella lo aceptó, consciente de que sus ojos brillaban como si el sol estuviera dentro de su cuerpo. Habían estado brillando desde que Evandro apareció de repente y la besó con pasión.

¿Lo había soñado? ¿O había ocurrido de verdad?

¿Era posible que hubiera pasado de la tristeza más profunda a la felicidad más radiante en cuestión de segundos?

Sí, lo era. No había sido un sueño.

Le había dado el mejor beso de toda su vida. Y, cuando rompieron el contacto, él le acarició la mejilla, la miró con dulzura y le pidió disculpas por lo que había hecho.

Fue una disculpa breve, un sencillo «perdóname», pero no hizo falta que dijera nada más. El resto de la disculpa estaba en el calor de sus manos, en la sonrisa de sus labios y en los ojos que la miraban con tanto deseo como ahora.

Jenna no pedía nada más. Tenía todo lo que quería, y su felicidad era tan intensa que ocupaba hasta el último poro y la última célula de su ser. Lo tenía, y no iba a dudar ni a examinar esa sensación.

Se limitaba a aceptarla. Con todo su corazón.

Evandro estaba apoyado en el viejo castaño que estaba en la linde del bosque, por encima de los jardines del palazzo. La tarde había sido de lo más calurosa, y habían decidido salir de palacio y tomar un picnic a la sombra de los árboles, donde se estaba más fresco. A poca distancia, Amelie estaba jugando con sus muñecas, a las que había ofrecido su propio picnic con hojas que hacían las veces de platos y bellotas que hacían las veces de tazas.

Por supuesto, a Evandro le encantó que su hija se pusiera a jugar, porque así podía concentrarse en Jenna.

–Está encantada –dijo ella en ese momento, mirando a la niña.

Él sonrió y la acarició.

–Tan encantada como yo. No podría ser más feliz.

La afirmación de Evandro era sincera. Había encontrado la felicidad que nunca había tenido, y la había encontrado gracias a una mujer muy especial, su duende de los bosques, como la había llamado aquella vez.

Al recordar su primer encuentro, volvió a sonreír. ¿Quién le habría dicho que el camino iniciado entonces le llevaría a esa situación? Quién le habría dicho que acabaría en un verano de amor, tan perfecto que nada podía amenazarlo.

Al cabo de unos instantes, oyeron un rumor brusco y lejano, procedente del valle que el sol achicharraba.

Amelie levantó la cabeza y preguntó, preocupada:

–¿Qué es eso, papá?

–Un trueno. Va a haber tormenta.

Evandro escudriñó el cielo en busca de las nubes que se estaban formando, aunque no hacía falta. El ambiente empezaba a estar cargado de electricidad.

–¿Estás seguro de que es una tormenta? –preguntó Jenna.

Amelie se levantó.

–No me gustan las tormentas –dijo la niña.

Jenna también se incorporó.

–Será mejor que nos marchemos, Evandro. Un bosque no es un lugar seguro en esas circunstancias.

Jenna se puso a recoger las cosas del picnic, y él se puso en pie.

–Puede que pase de largo –alegó–. Puede que no llegue aquí.

Sus palabras no sirvieron de nada, porque Amelie se alejó con sus muñecas mientras Jenna la seguía con los cojines y la manta sobre la que habían comido, dejándole a él la cesta del picnic. El cielo estaba cada vez más oscuro, y el sol había desaparecido entre las nubes.

Evandro las siguió a toda prisa, encantado con la súbita oscuridad. Quizá no fuera tan intensa como la de la noche, pero sabía que, cuando llegara, Jenna y él darían rienda suelta a su deseo.

Estaban tumbados en la cama, abrazados el uno al otro. La noche había llegado, y los besos de Evandro aumentaban poco a poco la excitación de Jenna, que no podía ser más feliz. Al fin y al cabo, acababan de empezar.

Poco después, él introdujo una mano entre sus muslos y la empezó a acariciar. Luego, sin dejar lo que estaba haciendo, llevó la otra a los senos de Jenna y se dio tal festín con sus pezones que ella empezó a soltar pequeños gemidos y suspiros de placer. Era verdaderamente exquisito, y Jenna no pudo hacer otra cosa que cerrar los ojos y dejarse llevar por la experta atención de su boca y sus dedos.

Evandro la estaba preparando para él, y la consciencia de lo que le esperaba le arrancó un gemido más. Para entonces, había arqueado la espalda y llevado sus manos al pelo de Evandro, quien seguía lamiendo sus excitados pechos.

El placer no dejaba de aumentar, y Jenna separó las piernas sin darse cuenta de lo que hacía, como si su cuerpo hubiera tomado el control de la situación y se estuviera ofreciendo a su amante.

Entonces, Evandro se apartó de sus senos, besó de nuevo sus labios y, a continuación, se puso sobre ella y la penetró con un movimiento tan fluido que no se dio cuenta de lo que había pasado hasta que lo sintió dentro. Evandro había tomado el control, y estaba haciendo todo lo posible para que aquel momento fuera tan mágico como debía ser, tan maravilloso como la unión de dos personas.

Tras unos instantes de quietud, que Jenna aprovechó para cerrar los brazos sobre su cuerpo, él se empezó a mover muy despacio, increíblemente despacio y de un modo asombrosamente excitante. Luego, le acarició el pelo con una mano y, al ver que temblaba un poco, Jenna se dio cuenta de que estaba apoyado en un solo brazo, por miedo a aplastarla.

Momentos después, la besó otra vez, y ella volvió a sentir un calor arrebatador, que amenazaba con derretirla por dentro. Nunca habría imaginado que existiera un placer tan intenso, capaz de consumir su cuerpo y hasta su espíritu. Era asombroso.

Los movimientos de Evandro se volvieron más rápidos. Su torso estaba tenso sobre ella, y sus musculosos muslos chocaban con los de Jenna, quien echó la cabeza hacia atrás, completamente concentrada en sus sensaciones, hasta que el orgasmo los alcanzó y fundió el calor de sus cuerpos en uno solo.

Ni siquiera supo si había gritado. Solo supo que había sido el momento más glorioso de su vida, y que había dado y recibido un regalo de valor incalculable.

Sentía el amor en sus venas, y ni siquiera le preocupó el hecho de que él no hubiera pedido su amor. Eso carecía de importancia. Lo único importante era el presente, la pasión de su unión, la felicidad.

Evandro la tomó entonces entre sus brazos. Respiraba con dificultad, y su cuerpo estaba empapado de sudor.

–¿Te he hecho daño? Espero no haber…

Ella sonrió, lo tumbó en la cama y, tras ponerse de lado, apoyó la cabeza en su ancho pecho, que besó.

–No, tú no me harías daño nunca.

Evandro no lo pudo ver, porque la habitación estaba demasiado oscura. Pero los ojos de Jenna estaban llenos de amor.

La tormenta no llegó hasta poco antes del alba, desatando un torrente de lluvia sobre el palazzo y toda una sinfonía de rayos y truenos. Había llegado de repente, tras unos instantes de tenso y eléctrico silencio.

Evandro se levantó de la cama y corrió a la ventana para cerrarla y bajar la persiana. La lluvia golpeaba las losetas de la terraza, los rayos iluminaban insistentemente el cielo y los truenos retumbaban en todo el edificio.

–¡Oh, Amelie! –dijo Jenna, preocupada.

–Iré a ver si está bien.

Evandro alcanzó una bata, se la puso y salió rápidamente de la habitación, a la que volvió instantes después.

–Está profundamente dormida –anunció.

Luego, se quitó la prenda, se acostó de nuevo y abrazó a Jenna. Era todo lo que quería.

Estaba seguro de ello.

Había dado el paso que debía dar, y había reclamado a la mujer que necesitaba, una mujer radicalmente distinta a Berenice. Jenna, su maravilla de mirada clara. Amable, compasiva, sincera, honrada, tranquila y sutil. Jenna, la única persona que podía borrar la mancha de su fracasado matrimonio y sacar el veneno de sus venas.

No volvería a alejarse de ella.

Sencillamente, no podía.

Si era arriesgado, que lo fuera.

Y afrontaría cualquier peligro que se presentara.

Pero hasta entonces, si es que se llegaba a presentar, disfrutaría de la felicidad que la vida le debía después de tantos años malgastados.

De la felicidad que solo podía darle aquella mujer.

Jenna, su adorada Jenna.

Al cabo de un rato, ella se quedó dormida; pero él siguió despierto, escuchando su suave respiración. La tormenta pasó tan deprisa como había llegado. Los truenos volvieron a ser un rumor y los rayos, un destello distante.

Evandro se apretó contra Jenna.

Era el único sitio donde quería estar.

Y, poco a poco, él también se quedó dormido.

Lejos de allí, justo en la linde del bosque, cayó un rayo. Pero el terrible sonido que se oyó a continuación no fue el de un trueno, sino el del castaño bajo el que Jenna y Evandro habían comido horas antes.

El rayo acababa de partirlo en dos.

E-Pack Bianca octubre 2021

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