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Capítulo 5
ОглавлениеEVANDRO fue fiel a su palabra. Todos los días, sacaba tiempo de donde fuera para estar con Amelie.
Y lo hacía en cualquier momento, aunque tuviera que interrumpir una lección para llevarse a la niña a la piscina, al cine del pueblo más cercano, al campo o a alguna tienda de juguetes, que se iban acumulando en su habitación. Un día, aparecieron con una bicicleta de color rosa y, por supuesto, Amelie se apresuró a subirse en ella para lanzarse como un rayo por la terraza y los jardines, encantada.
A Jenna no le hacía ninguna gracia que interrumpieran sus lecciones, pero se alegraba por la niña. Cada vez se llevaba mejor con su padre, y él con ella. De hecho, Evandro se esforzaba tanto que, a veces, se emocionaba al verlo.
Sin embargo, su emoción tenía dos elementos desconcertantes.
El primero era la envidia, por indigno que le pareciera. Envidiaba a Amelie cuando se iba con su padre, cuando jugaba a perseguirlo y cuando él la abrazaba. Pero el segundo era peor, por inesperado y porque no lo podía explicar.
Además, era la primera vez que se sentía así.
Siempre había estado cómoda con la soledad. Y ahora, de repente, no la soportaba. Habría dado cualquier cosa por estar en el lugar de Amelie.
Por supuesto, Jenna sabía que no tenía derecho. Amelie era su pupila; Evandro, su jefe y el precioso palazzo, una residencia temporal. Pero, a pesar de recordárselo constantemente, y de intentar mantenerse ocupada con largos paseos por el bosque y un sinfín de brazadas en la piscina, la soledad había dejado de ser su amiga.
Ya no le gustaba.
Era una sensación tan extraña como perturbadora. Cuando Evandro y Amelie se marchaban, no hacía otra cosa que echarles de menos y preguntarse qué estarían haciendo. Y, por si eso fuera poco, solo era feliz cuando Evandro las invitaba a cenar con él.
Cuanto más tiempo pasaba, más extrañaba esos momentos. Cuanto más tiempo pasaba, más cómoda se sentía con él. Le encantaba su carácter franco, su ironía y su sentido del humor, que podía aparecer en cualquier instante.
Desde luego, Jenna no dejaba de repetirse que un hombre tan rico, poderoso y cosmopolita como Evandro Rocceforte no podía estar muy interesado en una mujer como ella. Pero cabía la posibilidad de que estuviera equivocada, porque cada vez que Amelie se retiraba a su habitación, él se quedaba con ella, rellenaba sus vasos de vino, estiraba las piernas y entablaba una conversación que nunca tenía nada que ver con su hija.
Y hablaban de todo, desde política hasta arte, pasando por literatura.
–Hable sin miedo, señorita Ayrton –le solía decir–. Quiero conocer su opinión, porque sé que tiene una y que será incisiva. Por muy tranquilo que sea su tono, siempre destripa las cosas. Y no espero menos de usted.
Jenna se quedó sorprendida con sus propias reacciones. Evandro era un hombre tan formidable que la intimidaba, pero hablar con él era una experiencia embriagadora, algo a lo que no estaba acostumbrada.
Su profunda voz y sus intensos ojos oscuros la hechizaban de tal manera que no podía hacer otra cosa que dejarse llevar. Evandro quería respuestas francas, sin reticencias de ninguna clase y, poco a poco, ella había empezado a ser consciente de que no quería ser reticente con él. El hecho de que quisiera conocer sus opiniones y, más aún, de que quisiera escucharla, era tan perturbador como estimulante.
Los días pasaron y, aunque Jenna ya no necesitaba hacer de puente entre Amelie y su padre, Evandro la invitó varias veces a comer, a cenar, a pasear por el bosque y, al final, a poner en funcionamiento la fuente del jardín. Y, sin darse cuenta, se sorprendió deseando algo que contradecía todo lo que había sido hasta entonces, todo lo que le resultaba familiar, cómodo, seguro.
Por primera vez en su vida, deseó lo que nunca había deseado.
Ya no quería ser invisible.
No con Evandro Rocceforte.
–Piccola, la signora Farrafacci dice que te va a enseñar a hacer galletas esta tarde –anunció Evandro durante la comida–. Y mientras tú te diviertes en la cocina, la señorita Ayrton y yo daremos un paseo por el bosque.
Jenna abrió la boca para protestar, pero él se lo impidió.
–No, no permitiré que se retire a sus habitaciones. Necesito ejercicio y una buena conversación, algo que solo puedo tener con usted.
Evandro fue sincero, aunque no sabía por qué le interesaba tanto aquella mujer. Vestía mal, estaba decidida a estropear su imagen y carecía de atractivo sexual, pero ardía en deseos de pasar más tiempo con ella. Fuera cual fuera el motivo, no podía negar que disfrutaba de su compañía. Y, por supuesto, la buscaba.
Además, estaba encantado con su cambio de actitud. Al principio, Jenna hacía lo posible por encerrarse en sí misma; pero, con el paso del tiempo, y a base de presionarla, se había ido abriendo a él. Cada vez estaba más relajada. Cada vez sonreía con más facilidad. Se sentía cómoda.
Y no todo el mundo se sentía cómodo con él. Berenice le había dejado una huella profunda, un poso de amargura que había destrozado al príncipe azul de su juventud, potenciando su brusquedad, su impaciencia, su autoritarismo y su cinismo. Pero, cuando estaba con Jenna, se sentía distinto, como si ya no pesara esa losa sobre sus hombros.
Evandro no sabía por qué. Solo sabía que era verdad. Quizá fuera porque se había atrevido a plantarle cara en su obsesión por defender a Amelie y evitarle el dolor de sufrir una infancia como la suya. O quizá fuera porque parecía entender instintivamente su irónico sentido del humor, al que respondía con frases tan limpias como directas que siempre le arrancaban una sonrisa de satisfacción.
Pero lo que más le gustaba era su franqueza. Todas sus respuestas eran sinceras. Cuando decía algo, lo decía de verdad. No intentaba edulcorar sus opiniones para que encajaran con las de él. Se limitaba a decir lo que pensaba y aceptar sus diferencias con aplomo.
Definitivamente, Jenna no se parecía a ninguna de las mujeres con las que había estado. Defendía sus posiciones con firmeza, pero también con una tranquilidad tan avasalladora que, a veces, le dejaba sin palabras. Decía lo que sentía, lo que consideraba correcto, sin añadir artificios de ninguna clase.
Jenna se mostraba tal como era.
A diferencia de Berenice.
Al acordarse de ella, Evandro frunció el ceño. ¿Sería esa la verdadera razón de que la encontrara tan atractiva?
Incómodo, se intentó convencer de que solo le interesaba porque era la profesora de Amelie, la niña que ahora estaba a salvo de las malignas maquinaciones de su madre. Además, su estancia en el palazzo era temporal. Cuando terminara el verano, volvería a su país. Y él dejaría de dar vueltas a su extraña relación.
Pero ahora estaba con ella, caminando a buen paso por la empinada y boscosa pendiente de la colina, y no pudo resistirse a la tentación de girarse hacia la antítesis de Berenice, que iba unos pasos por detrás.
–Cuando era más joven, salía a correr por los senderos de esta zona. Y cuando era niño, tenía una casa en un árbol –le confesó–. De hecho, he pensado que podría reconstruirla para Amelie. ¿Cree que le gustaría?
–Por supuesto que sí. A ella y a cualquier niño.
–¿A usted también le habría gustado? –preguntó, mirándola de nuevo.
–Sí –contestó ella.
Evandro no se quedó satisfecho con su contestación, así que se detuvo y dijo:
–¿Eso es todo lo que va a decir? Sabe perfectamente que los monosílabos nunca me dejan contento.
Ella apartó la mirada.
–Sí, me habría gustado tener un sitio como ese, un sitio para esconderme. Mis hermanastros odiaban que estuviera en su casa, y yo hacía lo posible por no cruzarme en su camino –declaró Jenna–. Pero no lo tenía, de modo que me ocultaba tras la caseta del jardín, entre ortigas y zarzas. A veces, me quedaba allí durante horas, temiendo que me encontraran y me atormentaran de nuevo, una de sus grandes diversiones.
Evandro apretó los dientes al oír la triste historia de Jenna. No era extraño que se hubiera preocupado tanto por Amelie, a quien deseaba ahorrar un destino parecido. Pero Amelie estaba a salvo ahora, y su profesora seguía sometida a sus viejos fantasmas, que la perseguían y le impedían disfrutar de la vida.
Evandro reorganizó rápidamente sus pensamientos y, sin darse cuenta, de forma completamente inesperada, tomó una decisión y la volvió a mirar.
El sol jugueteaba con su cabello castaño, algunos de cuyos mechones se habían escapado del estricto moño y caían sobre sus mejillas, ruborizadas por la caminata. Sus ojos de color avellana parecían verdes bajo las frondosas ramas de los árboles, y sus pequeños pechos subían y bajaban por el esfuerzo realizado.
Una vez más, se acordó de lo que le había dicho durante su primer encuentro, que parecía un duende de los bosques.
Y en cierto modo, lo era.
Un duende que podía desaparecer en cualquier momento.
Un duende que podía hacerse invisible.
Tan invisible como su insensible padre le había empujado a ser. Tan invisible como ella misma creía.
Sí, Evandro había tomado una decisión.
No quería que fuera invisible. Nunca más.
No con él.