Читать книгу Fan fatal - Vicente Molina Foix - Страница 14
ОглавлениеSIN PIES NI CABEZA
El día empezó frío. Nevaba en toda España y Pedro Erquicia, el nuevo director-animador del matinal Buenos días, nos saludaba sentado informalmente en un diván de color crudo, distinto a los secos tableros ante los que se sientan los presentadores del telediario (y más distinto aún a esos escaños de tortura que se suele elegir en Prado del Rey para los programas de debate; ¿vieron ustedes el estilo monumental y fúnebre de los sitiales en el nuevo programa de Victoria Prego? Un amigo mío muy guasón lo llamó «estilo estatua orante», recordando los grupos de los reyes labrados por Leoni en la iglesia del Escorial).
Erquicia insistía en querer aliviarnos la dureza del día y la otra dureza, si cabe aún mayor, la del madrugón: hablaba a la cámara con camaradería, con un donarie que a esas horas sonaba a mensaje de E.T. Tras él, Paco Montesdeoca, que condujo muy bien sus entrevistas, también se obstinaba: gran sonrisa, voz clara, cantarina, y un jersey bicolor tejido a mano. Todo constituía ejemplo de la insoportable levedad del ser televisivo matutino. Menos mal que el rostro bello de la mañana, Sandra Sutherland, leía sus noticias con más humanidad: con carita de sueño.
Era el primer día de los telediarios transformados, y el cambio no fue tanto. Había caras nuevas, pero no rodaron las cabezas de antes. Decepcionante seguir viendo el acaramelamiento del pirulí y la bola del mundo y las letras de siempre. Y es que ya que las noticias del mundo se prestan poco a la renovación de contenidos, solo queda la forma para sacarle punta.
Pilar Miró nos privó de esa emoción estética; los nuevos decorados y las cabeceras de los programas enviadas ni más ni menos que desde Luxemburgo no gustaron a la directora general, y el telespectador ávido de sensaciones nuevas no tuvo más remedio que refugiarse en los mensajes de la noticia. Mariñas resumió con su curiosa frase de despedida la cansina impresión continuista de la jornada: «esperamos no haber roto nada».
Toda la levedad insuflada bien temprano por Erquicia a base de sonrisas y plantas tropicales de su decorado cuartito-de-estar-de-cualquier-casa-clase-media-española, se fue haciendo pesada, agobiante, al fin atosigante, cuando de un informativo a otro comprobábamos con una sensación metafísicamente borgiana («yo soy otro y el mismo y he estado aquí antes») que las noticias eran todas idénticas, dispuestas en el mismo orden, dichas con las mismas palabras e ilustradas por las mismas imágenes. ¿Por dónde aparecía, después de varias semanas de preparación de los nuevos equipos, esa diferenciación o personalización de la noticia en los distintos telediarios? Erquicia, supongo que por la conveniencia de enganchar las sucesivas tandas del despertador, llega a repetir de manera obsesiva sus noticias tres veces en una hora y media, pero desmoraliza más comprobar que a medida que pasa el día los redactores y corresponsales no encuentran nada nuevo bajo el sol que llevarnos a la pantalla.
El telediario con más novedad fue el último. El tableteo de una máquina de escribir lo anuncia con sonoridad casi marcial, y hasta la presentadora Rosa María Mateo no pudo evitar una sonrisa irónica, pero había un más ágil fraccionamiento de la noticia, un intento de puntuar las cabeceras, una buena sección de deportes y un encomiable aunque brevísimo espacio para la cultura; las noticias culturales siguen siendo, de manera escandalosa, las cenicientas de los telediarios.
Ayunos de noticias, busquemos alimento en los rostros. En una proporción que da que pensar, y no solo a feministas militantes, los directores de los cuatro telediarios son hombres, y en tres de ellos la cara principal es masculina; pero en esos mismos espacios la noticia intermedia la lee una mujer, una cara bonita. Así, Erquicia abre el suyo con jovialidad, Mariñas da la barba, Benito un refinado toque de austeridad. Y luego, de colofón o de cenefa, la belleza durmiente de Sandra Sutherland, Campoy o la dulce impasibilidad, y Elena Sánchez, el cuerpo deportivo. Un reparto muy poco equitativo de poderes. Y de guapura.