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UNA CARTA DE AJUSTE (a manera de prólogo)

En la película de David Cronenberg Videodrome, una siniestra trama se organiza para teledirigir el universo, utilizando los adelantos de los medios de comunicación. Si ya el último doctor Mabuse, el de los mil ojos, fundaba su poder en el conocimiento de la intimidad ajena por medio de trasmisores camuflados de televisión, la banda criminal de Videodrome recurre a un instrumento más de hoy y más inmediato. Las órdenes perversas se contienen en cintas de vídeo, y estas cintas son literalmente empotradas en el pecho de los esclavos-víctimas, que así son portadores de una memoria electrónica que les guía al crimen.

La película de Cronenberg da bastante asco, porque el hueco en la carne por donde los facinerosos le meten al correo la cinta está muy bien hecho; cuando vi la película, sin embargo, más que asco, yo tuve fiebre. Pensé con un remordimiento que quizá esa argucia que el director idea no era sino una forma extrema de metaforizar lo que para todos nosotros es el televisor. Un objeto pequeño y manejable, un mueble visceral del cuerpo de la casa, que, situado a todas horas frente a nuestra conciencia, nos abruma o alivia, nos ordena consignas y ordena nuestra vida, puede ser muy capaz de incitarnos al crimen de abandonarlo todo para seguirle a él.

Mi pesadilla, como todos los íncubos, era una forma insoluble del pasado que regresaba en un momento débil de la voluntad. Porque yo, en efecto, fui un día de la opinión de que la tele era un invitado de piedra en la fiesta cotidiana del hombre moderno. El medio destinado a arrinconarle en un orden confortable e insensible en el que, gracias a su propio formato reducido y reductor, los deseos y vuelcos de la razón, las convulsiones y desastres más sonados de la historia, quedaban apagados como accidentes decorativos del hogar. El imán icónico capaz de secuestrar al hombre de la calle, es decir, al hombre que se hace sujeto social en la aventura de salir de sí mismo a las avenidas de la vida otra.

Con el tiempo me he ido curando de esa idea persecutoria. Y las recetas que más me han ayudado vienen a continuación. En los años –cuatro– transcurridos desde que Diario 16 me ofreció una sección semanal de comentario televisivo hasta el momento actual, en que escribo asiduamente sobre los mismos síntomas en El País, la pequeña pantalla aún me ha dispensado purgas y algunas lavativas, indigestiones, cólicos, jaquecas, pero también cordiales y reconstituyentes. Y el lector que desee saber mi máxima esperanza, el sueño saludable que aún a veces tengo respecto al medio, puede acudir al artículo titulado Las paredes hablan, donde la televisión es contemplada, glosando a Ernst Bloch, en su virtualidad de ventana utópica por la que se cuelen en nuestro recinto inmunizado los gérmenes benignos de la exterioridad. Una manera de salir al mundo sobre la única base del movimiento reflejo.

Coincide esta confesión mía, cuya penitencia es el libro que sigue, con un momento en el que desde Italia y Francia, incluso desde la comedida Gran Bretaña, voces autorizadas –maestros del pensar– advierten tanto al lego como al especialista de cátedra y de tribuna de que se corre el riesgo de reaccionar frente al fenómeno televisivo como en su día de máxima audiencia, en los años cuarenta, el intelectual trató al cine: sin hablarle. Hoy, con medio siglo de retraso, y quizá porque ya ven sobre él anuncios de muerte, los filósofos más conspicuos van al cine y hasta usan la moviola con la misma soltura con que los eruditos tiran de microficha en la biblioteca.

No se trata aquí de iniciar cruzadas de reconocimiento highbrow de un medio como el televisivo, tan inmanente a los itinerarios de la contemporaneidad que no necesita de apostolados. Pero no deja de ser alarmante que las acusaciones alto-pensantes que hoy se vierten sobre la televisión sean las mismas que fueron lanzadas antaño sobre el cine. La imagen electrónica que emite el televisor favorece una «verdad sin pies ni cabeza, discontinua, diaspórica», en palabras de André Glucksmann, y en ello se aleja sustancialmente de la predominante narratividad del cinematógrafo, medio hoy codificado por la historia, en gran medida sometido a una institucionalización de sus formatos y sus dispositivos técnicos.

Soy de los que opinan que la pantalla grande nunca puede perder frente al televisor su formidable potencia des-realizadora, capaz de generar formas bigger than life. Sin embargo, y pese a sus profundas diferencias, quizá la televisión despierta esos recelos y ese desprecio por la misma razón que un día confinaba al cine en la barraca ferial: su ilimitado cauce, su parloteo insustancial que no llega a lengua, su propia dimensión de algo que, siendo tan visible y tan aparatoso, aún no es del todo y nadie sabe dónde puede llegar a esconderse.

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Los artículos que forman Fan fatal, título que, más allá del calembour no elude su componente sado-masoquista, son una selección de los que he publicado en los últimos años en Diario 16, Fotogramas, Primera Línea y El País, con mayoría de los aparecidos en este último diario, donde sigo ejerciendo la colaboración televisiva. Aparte de elegir los que más me gustaban y los que ofrecían una punta más larga que la del comentario puntual, he tratado de ordenarlos, por encima de sus pequeños bloques temáticos, intencionadamente.

Vicente Molina Foix

Fan fatal

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