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1.2 EL TIEMPO

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Hubo una época en que el tiempo era una embarcación a remo en un mar sin término. Los días, los meses, los años y los siglos parecían estar quietos. La moda, señala Lipovetski, no consistía en la velocidad innovadora de lo mismo, sino en vestirse siempre calcando la manera de hacerlo de los antepasados. La agricultura se repetía a sí misma en los procedimientos y los artesanos trabajaban cantando en los talleres, con el fin de producir justo lo necesario para presentarse a las ferias locales a intercambiar sus productos en diferentes formas de trueque. La velocidad de las caravanas de los mercaderes que iban de feria en feria, digamos de Florencia a Gante, con sus pies polvorientos, no superaba los diez kilómetros diarios, y nadie se preocupaba de aquella lentitud que, además, ningún comerciante veía negativamente, como algo posible de ser modificado. El mundo tenía el ritmo de las cosas sabiamente dispuestas por Dios. Todo alrededor se suponía gobernado desde afuera del mundo humano, por una especie de voluntad, intención e inteligencia extra-mundana que sabía lo que hacía, por qué lo hacía y, ante todo, cómo lo hacía. Acerca de esta especie de destino los seres humanos nada podían hacer.

La subjetividad humana derivada de esta manera de ocurrir el tiempo, no se preocupaba más de lo debido de las cosas de este mundo, porque el destino humano consistía, ante todo y por sobre todo, en salvar el alma. Este era el proyecto esencial. Crear riqueza y apegarse a ella y a lo material, equivalía a un desvío de lo fundamental y a un evidente alejamiento de Dios. El dinero era definido como el “excremento del demonio”, y la ganancia en los pequeños intercambios y trueques ocurridos de las ferias era vista como un desequilibrio inmoral. En el siglo XIII, Santo Tomás, en su obra Del gobierno de los príncipes, considera inconveniente a los ojos de Dios, el comercio o intercambio de objetos del cual se derive una ganancia a favor de alguno de los intercambiantes en las ferias.

Paralela a esta mirada y voz monofónica del dogma sobre lo humano y sus asuntos, hacia el siglo XIV, y al ritmo de las ferias, empieza a observarse una dinámica comercial de relativa importancia. Este mundo encarnaba a su modo la ambivalencia humana, pues, mientras el comercio y la ganancia eran mal vistos a los ojos de Dios, y las monedas sonaban en las alforjas de los comerciantes como la sucia ebullición del estiércol del demonio, iba naciendo de este proceso una nueva clase social, diferente de la basada en la nobleza de los linajes y apellidos. Esta nueva clase social, de origen plebeyo en términos sociológicos, terminó por crecer y por consolidarse en paralelo con la aristocracia.

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