Читать книгу El último tren - Abel Gustavo Maciel - Страница 10
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Mi relación con los objetos siempre resultó extraña. Esta confidencia, querida Alicia, representa uno de los más preciados tesoros de mi alma. Ha llegado el momento de develar sus secretos…
La realidad molecular escapa de nuestros sentidos superficiales. Ellos resultan transparentes a la intencionalidad subyacente tras la tangible existencia de los cuerpos, quienes conforman el universo emergente a nuestro alrededor. Existe una esencialidad en cada objeto perteneciente al campo perceptual de nuestra aprehensión del espacio-tiempo.
Desde un punto de vista filosófico, el fundamento de esta observación descansa en la convergencia de conceptos como “destino” y la experiencia personal de la consciencia. Parte de la historia del contexto que nos acompaña en el decurso de nuestras acciones, se encuentra encerrada en lo secreto de la realidad molecular de los objetos que nos rodean. Cuando la conexión interna se precipita, situación que debo confesar dentro de los fenómenos aleatorios en mi vida, el simple contacto con alguno de esos compañeros de viaje me permite acceder a un plano particular de conocimiento premonitorio sobre los eventos circundantes.
La pantalla mental trastoca imágenes en mi mente. La copa de coñac resulta buena fuente de información desde su esencia etílica. El muchacho, con mi rostro reflejado en el espejo de un pasado indeleble, contemplaba entonces la silueta de una prostituta sentándose a su lado, en aquella mesa de un bar perdido en los suburbios de una proto-consciencia.
La dama paseaba su figura, con el flácido cuerpo de mujer usada y una sonrisa de medusa dibujada en aquel rostro pintado. Contemplé la escena desde la descentralización de quien logra desinstalarse de su realidad corporal. Yo conocía el jueguito. Sentí terribles deseos de arrojarme sobre ella y golpearla con toda mi brutalidad. Arrancarle el corazón de su pecho para exhibirlo como fétido trofeo ante los ojos del mundo. Luego, terminar por arrojarlo en el cesto de basura más próximo. Sin embargo, otra mirada se posaba sobre el perfil derecho de mi rostro. El calor quemaba la piel con el salvajismo de los deseos viscerales. Sus pretensiones resultaban evidentes. Aquellos ojos me desnudaban con total impunidad, más allá de la quietud que gobernaba mis acciones.
Era mi gatita. La más juguetona. La mejor de todas. La más prostituta y la única capaz de brindarme aquella marihuana necesaria para calmar mis urgencias existenciales. Gatita mimosa y acabada…
De pequeño, en la tranquilidad de los acantilados, había aprendido a cabalgar en el campo. El vértigo del galope de aquella yegua nerviosa acariciaba mi rostro transformado en ráfagas de viento. Ahora, mis cabalgatas eran otras. La verde hierba trastocaba su paisaje en una nube de tonalidades grises. Solo tu rostro mantenía las proporciones coherentes de la realidad, querida Alicia.
Y de nuevo tu imagen se precipita en el cuarto amarillo, con la sonrisa dibujada en los labios gruesos, la túnica de seda cayendo libremente en los costados de un lecho crujiente y los pechos ovalados calmando mi sed…
—Bruno es un nombre de muñeco —dijiste, en tanto despojabas de tu cuerpo la túnica transparente.
El rostro aparecía inocente, mezclado con la bruma de aquel local cuya atmósfera asfixiaba toda posibilidad de comprensión secuenciada. Las paredes del cuarto amarillo temblaban hasta trastocarse en otras viciadas de lánguido aliento. En mi mano, la copa de coñac comunicaba la pulsión del deseo flotando en el ambiente. Intentaba instalarse en el cuerpo de otra víctima del submundo de los sentidos.
—Es preferible cualquier nombre a la ausencia de uno —contesté, mientras acomodaba mi humanidad en ese duro lecho del siglo pasado.
Un perfume de aroma suave flotaba en el ambiente. En esos momentos, no podía asegurar que la fuente de origen fuese tu cuerpo. Estar en tu presencia desconectaba la sensación de realidad que producen los efectos ópticos sobre los receptores neuronales. Una parte de mi campo de observación percibía tu forma palpitando entre sábanas de apagados colores. La otra superficie visual intentaba descifrar las oscuras siluetas sentadas en las mesas de ese cabaret de bajo perfil. La bifurcación de los sentidos es un efecto residual de la transgresión a la cordura.
Una vez desnuda, te deslizaste en el lecho hasta quedar a mi lado. Ambos contemplamos la serena quietud del cielorraso. Con voz que parecía provenir de tierras lejanas, afirmaste:
—Siempre quise tener un hijo para poder elegir un nombre…
—¿Y cómo lo llamarías...? —pregunté distraído, mientras sentía tu calor invadiendo lentamente la cama.
No respondiste. Al menos, eso entendí yo. En esos tiempos estaba convencido que una pregunta no se responde con otra pregunta:
—¿Te gustaría tener un hijo...?
Tuve la sensación de recibir un golpe demoledor en pleno rostro. La alarma interna se encendió dentro de mí. Porque uno nunca sabe lo que es capaz de realizar una mujer en el ocaso de su plenitud. Empero, en ese momento tu risa me hizo sentir insignificante, incapaz de oponerme a los designios de un destino que entonces, como ahora, consideraba inexorable.
—No seas tonto —dijiste, divertida—. Tan solo se trataba de una pregunta. Puedo imaginar a tu madre rompiéndote los huesos, si un día te aparecieras con el paquete bajo el brazo.
De nuevo tu risa, egoísta, sin medir consecuencias. Me sentí incómodo; un pobre niño jugueteando con muñecas usadas. Porque todas han sido de segunda mano, querida Alicia. Mi gatita sonriendo en la otra esfera de realidad, vos misma, hasta mi propia madre cuya figura desnuda contemplo en lo alto de aquellas piedras acariciadas por las olas del mar…
—No estoy de humor para esta clase de bromas —intenté defenderme.
Y continuaste riendo hasta el delirio, en tanto me preguntaba por qué estábamos los dos allí, tendidos y desnudos en ese lecho. Inexplicablemente, digo, sin tocarnos. Observando con fascinación la pálida mancha de humedad que poco a poco aumentaba su presencia en el cielorraso.
Las paredes de aquella realidad, querida Alicia, ya no eran las del cuarto amarillo que durante tantas tardes cobijara tus ausencias y mis miedos. Se transformaban en los muros agrietados de este espacio-tiempo donde la historia, nuestra historia, simplemente se convierte en un recuerdo líquido.
Sí, mi amor. Creo que siempre fuiste más fuerte que yo bajo esas circunstancias, donde el niño desvalido extraviado en este mundo interno intentaba caminar sobre las aguas de un océano furioso. Incluso aquella tarde, cuando me contaste lo del embarazo y las agujas de la anciana te separaron el alma del cuerpo.
La habitación era tan pálida y amarilla como la que ahora contempla mi media esfera de consciencia. Tan densa su atmósfera, similar a la del local de las gatitas o el color del coñac en el fondo de la copa que desaparece entre mis manos…
El abismo de tu figura y un vientre latiendo.
Aprendiz de hombre y navegante de mis veinte años, no pude elegir entre aquellos dos mundos. Como todo perdedor, me quedé tan solo con tu cuerpo muerto. A pesar del deseo de instalarme en esa sucia dependencia con el suelo salpicado por gasas teñidas de rojo sangre, las imágenes se desdibujan a merced de una mirada candente. Un campo de inducción repleto de intenciones. Las de una prostituta.
Minutos después, en la habitación trasera del local saturado por el humo de marihuana, todo era sensación de soledad. Sin embargo, aquella respiración de la gatita tendida a mi lado me indicaba un camino. Palpitaba cíclicamente en el otro extremo de un túnel oscuro y profundo.
Humo de ausencia. Bruma gris de inconsistencia sensoria. El recuerdo de ese muchacho en las garras de tres prostitutas tan solo representaba eso. “Nada más que un recuerdo…”