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La mansión de Juanito Sánchez hacía honor a la buena posición ostentada por su familia durante las primeras décadas del siglo veinte. Estaba ubicada en el bajo de San Isidro, zona reservada por entonces a las quintas de alta categoría. La casa tenía tres plantas. Contaba con seis habitaciones en el segundo piso, todas ornamentadas al mejor estilo francés. Típicas inclinaciones de la aristocracia local, siempre dispuesta al magnetismo ofrecido por la cultura europea. Las fiestas organizadas por Juanito eran famosas debido a la fastuosidad de sus desarrollos y la originalidad en sus temáticas. Pertenecer a la elite de los fiesteros de alta gama obligaba a participar de las mismas. Un ritual pertinente con los apellidos portados.

Los salones donde se desarrollaba la socialización de los invitados se encontraban en planta baja. En total, eran tres salas decoradas con estilos diferentes. La principal presentaba ornamentos en rococó. Generaba un ambiente recargado de sensaciones irreales. Las paredes estaban revestidas de gobelinos multicolores. El piso era de anchas baldosas, negras y blancas en disposición alternada. Ofrecían un aspecto de infinitud con respecto a su extensión. Todo estaba preparado para alterar la percepción de los sentidos. La permanencia en aquella mansión afectaba el concepto de realidad para quienes se sumergían en sus ambientes.

—Recordá que se trata de una fiesta de disfraces, Vicky —había dicho Verónica la tarde anterior luego de convencer a su amiga sobre la conveniencia de asistir al evento.

—¿Disfraces...? ¿Cómo es eso...?

—Sí. Las reuniones de Juanito son así. Extravagantes, como la gente que asiste a las mismas. Por ejemplo, nosotras.

—¿Qué decís, Vero? Yo no me siento ninguna mujer extraña… Todavía no me he acomodado en este mundo de ricos y fiesteros ni a tu existencia desmedida.

—Ya te irás acomodando, no te preocupes. Mi mundo no exige responsabilidades ni la toma de decisiones para resolver conflictos. Eso se lo dejamos a quienes disfrutan haciéndose problemas por las cosas.

—Todavía no me convence tu filosofía.

—Querida Vicky, la propuesta es bien sencilla. Una no se debe convencer de nada. Disfrutás la vida o te hacés malasangre con ella.

Victoria sonrió. Resultaba difícil ganarle una discusión a su amiga. Estaba demasiado decidida a vivir su impronta como para pensar en algún tipo de responsabilidad.

—¿Y yo? ¿Qué disfraz me voy a poner?... —preguntó, con tono inocente.

—No te preocupes. Algo vamos a encontrar en la tienda de la señora Hernández. Se especializa en disfraces para este tipo de reuniones., es buena amiga de mi tía. Mañana por la mañana vamos a su negocio y se lo damos vuelta. La temática de la fiesta es bien definida.

—¿Temática...? ¿A qué te referís?

—¡Ah! Olvidaba que sos novata en estas cuestiones. Juanito organiza los eventos siguiendo alguna temática especial. En este caso, el ánimo imperante es revivir un ambiente palaciego renacentista. Escenas de la alta aristocracia del siglo diecisiete, o algo parecido.

—El anfitrión no hace reparos en gastos, ¿no es así?

—Precisamente ese es el único atractivo del pobre Juanito para con el sexo opuesto, querida. La grandeza de su cuenta bancaria.

—Entonces, seremos cortesanas del mil seiscientos.

—Buena época para las locuras colectivas. El sexo era la única posibilidad que tenían las mujeres entonces para transgredir las normas.

—¿Y estaremos así, a cara descubierta?

—¡Ay, mi pobre Vicky! ¿Qué sería tu vida de no haberte cruzado con alguien como yo...?

—Supongo que ya estaría casada con cinco hijos, si eso te tranquiliza.

—La clave del éxito en estas reuniones es ocultar el rostro hasta transponer el umbral del dormitorio… todos usarán máscaras, antifaces, caretas. Seguirán el arrebato de sus fantasías.

—¿Máscaras? ¿Habrá embozados...?

—¡Sí, pequeña Vicky! ¡Habrá de todo! Y en el medio estaremos nosotras, haciendo historia. De esta reunión se hablará durante mucho tiempo en los círculos virtuosos de la sociedad. Nosotras podremos afirmar “allí estuvimos, en medio del paraíso”…

La noche resultó cálida y con un cielo estrellado. La ambientación temática comenzaba en los alrededores de la mansión. En el vecindario se veían caserones debidamente separados por espacios verdes, cuidados y arbolados. El medio de transporte permitido para llegar al palacio renacentista era un servicio de mateos dispuesto por Juanito para la ocasión. Los vehículos de tracción a sangre partían desde la estación de trenes de Martínez, pueblo que iba complicando su geografía con gran velocidad en las primeras décadas del nuevo siglo.

Durante una hora la calle de entrada a la mansión de verano de los Sánchez sirvió como pista de desfile para los diferentes carruajes que transportaban a los invitados. Mateos de todo tipo y estilo llegaban al portón principal. Los precedía el sonido de los cascos de sus caballos sobre el empedrado. Los asistentes a la fiesta descendían de ellos. Eran hombres y mujeres ostentando trajes de época y máscaras apropiadas para ocultar identidades que luego serían develadas en las alcobas del primer piso. O, para los menos decididos, mostrarían sus rostros en los senderos adornados por rosas blancas y rojas que se cruzaban en aquellos jardines iluminados por gigantescas antorchas.

Vicky y Verónica arribaron acompañadas por una de las amigas libertinas. Las tres vestían apropiadamente y poseían antifaces cubriendo la mitad de sus rostros. Los escotes eran profundos y sugestivos. En cuanto traspusieron el umbral de la gran sala ubicada en planta baja algunos gavilanes comenzaron a rondarles.

—No les hagas caso, pequeña —comentaba Vero, quien jugueteaba entre sus manos con unos binoculares de corto alcance. Los usaba para ubicar a su presa mientras rondaban la mesa donde esperaba el clericó—. Ven, bebamos algo en tanto nos divertimos con los comentarios de estos tontos…

Hicieron sociales con otras amigas cercanas a la mesa de los tragos. Obligada por su chaperona, Victoria probó una copa de licor. Le pareció delicioso pero un tanto fuerte.

Desde ese lugar tenían un buen panorama del ambiente que reinaba en la fiesta. La sala era lo suficientemente amplia como para albergar a la gran concurrencia. Los disfraces resultaban variados. Algunos, netamente divertidos. Los varones portaban capas oscuras de seda natural y bebían riendo desaprensivamente. Intercambiaban de manos las botellas de champagne con la destreza de quienes poseen buena práctica. Los mozos también vestían de manera temática. Usaban trajes idénticos de color rosa suave y pelucas de largas trenzas. Recorrían la sala llevando bandejas con canapés y copas que desaparecían al paso.

—¿Ves ese que está allí, vestido de marqués? —preguntó Verónica a oídos de su protegida.

—¿Cómo sabés que está disfrazado de marqués?

—¡Vicky, no seas tan obvia...!

La aludida se encogió de hombros, pero se mantuvo en silencio.

—Es el doctor Olivera, prestigioso letrado que atiende los asuntos de ciertas empresas inglesas en el país. Es amigo personal de mi padre y candidato a transformarse en mi pretendiente.

—¡Qué bueno, un abogado de buena estirpe! Supongo que no lo vas a dejar escapar ¿no?

—Veremos, veremos… El señor tiene fama de mujeriego.

—Bueno, la tuya no es precisamente la de la virgen María…

—Esta es época de divertimento, querida. No hay leyes que limiten la posibilidad de experimentar la buena vida. Pero tiene su tiempo acotado… Alguna vez se debe sentar cabeza y no deseo equivocar el camino. Los cuernos, luego de cierta edad suelen resultar dolorosos.

A Victoria le parecía complicado comprender la filosofía de su amiga. A veces, ella era una romántica perdida en el loco mundo de los pacatos. En pocas ocasiones, demostraba una profunda sabiduría de persona sagaz y moderada. Estas paradojas le indicaban a la joven que todavía debía aprender mucho de esa dama extrovertida.

—Sin embargo, querida amiga, tus comentarios resultan acertados con referencia al buen doctor. Por ahora, haremos el acercamiento y veremos las consecuencias. Adiós, linda. Recuerda divertirte. Si se presentan problemas no dejes de acudir a Juanito. Cuando lo decide, se comporta como todo un caballero. Eso sí, no te alejes de la propiedad. Afuera, querida, es territorio de nadie…

Sin decir más Verónica se alejó con la copa de clericó en su mano. Se perdió entre la muchedumbre que acompañaba al doctor Olivera. Ellos reían y bebían como si se tratara del último día.

“Esta sí que es una loca decidida”, pensó Victoria. Volvió a encogerse de hombros. Se sirvió la segunda copa de clericó. Estaba delicioso y resultaba adictivo. Las amigas de Vero parecían reír tontamente de cuanto disfraz se cruzara en el camino. Las lideraba una muchacha adinerada que Vicky conocía bastante bien. Decía no soportar su carácter superficial y discriminatorio. De a poco Vicky fue aislándose del grupo. Las conversaciones le parecían triviales y las risas demasiado falsas. Alejó su mente del lugar. Percibió las voces de sus compañeras como una música de fondo acompañando los acordes ambientales.

Desde esa posición recorrió con la mirada nuevamente el salón intentando captar con mayor precisión los detalles. Una orquesta de cámara ejecutaba melodías típicas del renacimiento. Estaba compuesta por ocho músicos. Lograban establecer un clima tan especial que cualquiera de los asistentes al cabo de un tiempo se sentía identificado con la escenografía.

Juanito Sánchez estaba disfrazado de noble caballero. Victoria no podía precisar el título, dado que adolecía de los conocimientos de su maestra. El dueño de casa usaba una peluca de largos cabellos. Vestía pantalones ajustados de color azul y una chaqueta larga y brillante. Compartía el momento con dos amigos y una dama. A diferencia del resto de los asistentes Juanito parecía tomarse las cosas con gran tranquilidad. Tal vez especulaba con lo dilatado de esos eventos y resguardaba pirotecnia para la noche una vez avanzada. A pesar de la máscara de lord inglés que portaba, a la distancia le pareció un varón apetecible. Victoria lo conocía superficialmente a partir de Verónica, quien se relacionaba con todos esos millonarios. Había percibido la mirada del joven en alguna de sus partes íntimas en ocasión de un ágape. Generalmente él solía tratarla con cierto grado de lejanía. Dada su naturaleza renuente con los hombres, este detalle no la molestaba a la muchacha. Sin embargo, en aquella noche hubiera deseado que la situación fuera diferente.

Continuó observando a los invitados. Algunas personas de edad participaban de la fiesta. Se sentaban en mesas circulares alrededor de la pista donde la orquesta de cámara ejecutaba sus sinfonías. Seguramente varios de ellos serían parientes de Juanito. O viejos libertinos de los que abundaban en ese ambiente. Alguna bandeja rodó por el suelo. Se escuchó el típico sonido de vidrios rotos. Una botella de champagne francés logró salvarse del incidente, siendo atrapada rápidamente por un invitado vestido de sacerdote. Reía a carcajadas debido a su proeza y los efluvios etílicos.

De repente, Victoria reparó en la solitaria presencia de uno de los concurrentes. Una sensación de temor recorrió su cuerpo provocándole leve escozor. Alejado de la multitud festiva y los tragos fáciles, una figura delgada y extremadamente alta observaba todo parado a un costado de la pista. La mirada desaprensiva de aquellos parranderos no reparaba en lo especial de su presencia. Una mayor profundidad en la apreciación transformaba a ese hombre en alguien que no concordaba con el ambiente de los disfraces.

Poco tardó Vicky en darse cuenta de un detalle que le produjo dura angustia. Aquella figura “realmente” parecía un guardián proveniente del medioevo. Lucía una túnica blanca, brillante, que cegaba a cualquiera que lo observara. Cubría por completo su cabeza con una máscara maciza de águila. Imponente, atemorizadora. En la mano derecha blandía una espada forjada de un hierro especial, reluciente, tan blanco como su vestimenta. Sus ojos, apenas expuestos por la cerrada máscara que ocultaba el rostro, brillaban de manera extraña. Permanecía de pie, impoluto ante el desparpajo de la fiesta. Ninguno de los invitados prestaba atención a su presencia. Al parecer resultaba invisible a los presentes.

Con el tercer clericó Victoria también dejó de percibir la vigilancia del guardián. Se limitó a observar insistentemente al grupo de Juanito. El joven no perdió la oportunidad de percatarse de aquella mirada. Entonces, decidió ir por ella.

El último tren

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