Читать книгу El último tren - Abel Gustavo Maciel - Страница 14

Оглавление

3

[ ]

Te conocí una tarde de invierno.

Aquella línea de subterráneo se encontraba atestada como de costumbre. Me gustaba viajar en ella, mezclarme con la gente, observar esos rostros de esclavos modernos dirigiéndose a sus empleos para cumplir el pacto de sangre contraído con el demonio del trabajo. O rumbo a los hogares, donde esperan los vínculos enfermos tejiendo la trama de mecanismos inconscientes.

Comprenderás, Alicia, que a los de mi condición nos atrae la idea de permanecer sumergidos en la maraña de aquella sustancia que odiamos.

Las paredes frías del recinto donde me mantienen encerrado recrean la sensación de esos náufragos viajando apretujados en aquellos vagones. Los veo allí, aislados unos de otros, sin intercambiar palabras. Algunos leen el periódico, otros observan la nada a través de alguna ventanilla. Cada cual portando la soledad existencial que el alma adquiere cuando asume la ilusión de soledad. También es cierto que en esos antros subterráneos puedo obtener parte de la energía humana necesaria para continuar escribiendo la novela que seguramente dejaré inconclusa. Aquella historia de amor desesperado entre un hijo y su madre, vínculo generador de todo tipo de miedos a través del devenir humano.

Pero continuemos con este diario. Después de todo, ¿a quién puede interesarle una novela escrita por un asesino confeso...? Sin embargo, recuerdo que era ese libro el que pulsaba en mi mente durante aquella tarde.

El ruido de fondo resultaba ensordecedor. El traqueteo del vagón adormecía los sentidos. La historia pergeñada en las grietas inconscientes perdía mis pensamientos entre telarañas de grueso espesor. Había ciertos detalles que no encajaban en el final feliz que pensaba proponer. Esa era una época de finales felices para mí. De repente, una fuerza sobrenatural se apoderó de mis impulsos. Invisibles, esos campos inductivos suelen vagar dispersos por los ambientes asaltando a incautos.

Giré lentamente la cabeza y te vi allí, sentada a escasos metros de mí. Todavía siento el poder de atracción que ejerciste sobre mi alma. ¿Quizás fuera la forma de mantener tu mirada perdida en un punto indeterminado del espacio? ¿O tal vez se trataba de un sentimiento más profundo, una atracción mística que suele generarse en los encuentros predestinados? La cuestión es que, furtivamente, te contemplé durante todo el viaje.

El tiempo es el patrón de medida de nuestra consciencia mientras jugamos en estos Jardines, donde las flores marchitan su belleza irremediablemente. Son extrañas sus formas de expresión.

Quizá esta afirmación que realizaré pertenezca al plano netamente subjetivo. Si fuera así, evidentemente no podría ser sometida a la prueba de identidad impuesta por la metodología científica. Lo concreto es que existen dos velocidades manifestándose en esta variable aparentemente independiente: un tiempo exterior y otro interior.

La velocidad exterior resulta conocida y cuantificada por la consciencia de vigilia. Se encuentra atada a nuestro sistema trigonométrico de relaciones. El reloj, temido artefacto creado para aprisionar el alma a las limitaciones de una vida superficial, representa su máximo logro tecnológico. Poco se ha escrito sobre las terribles consecuencias que este dispositivo ha causado en la historia humana. De todas formas, la ciencia se ha encargado de revelar su carácter relativo a pesar de la rígida mecánica encerrada en estas máquinas esclavistas. La otra, la interior, es subjetiva. Lejos está de cualquier cuantificación que se le pretenda asociar. Por supuesto, resulta interesante descifrar su bajorrelieve, dado que en ello va el conocimiento de nosotros mismos.

El deseo me indicaba la ilusoria sensación de un viaje eterno. Por eso, cuando te perdiste entre la multitud en aquella estación ignota, creí haber permanecido durante un siglo observando tu delicada figura. De allí en más no pude vivir tranquilo… El tiempo externo dejó de existir. Tu imagen me perseguía durante todos los momentos del día. Traté de dibujarte recordando los detalles más relevantes de tus formas. Empero, tanto entusiasmo resultó en vano.

Desde ese día, como lo hace todo enamorado esclavo de sus propias cadenas, comencé a viajar por las tardes en la misma línea de tren. Buscaba la ilusión perdida entre aquellos fantasmas sentados siguiendo la serie de su recurrencia. El mismo vagón, la misma hora. Me familiaricé con esas personas regresando a sus hogares luego de cumplir la cuota diaria de esclavitud. Todo a cuenta de algunos billetes que luego transformarían en mayor dependencia.

Abandoné la novela. El final feliz se perdió en la maraña de mis angustias existenciales. Tu rostro aparecía proyectado sobre las paredes de mis párpados cada vez que los cerraba. Atravesaba mis noches envuelto en el triste humo de la marihuana. Intentaba materializar tu imagen ubicada en el campo virtual de los pensamientos precipitándola molecularmente a mi lado, en mi lecho. Los meses fueron pasando. Era inconsciente de este movimiento geométrico a mí alrededor.

Mi aspecto comenzó a parecerse al de un mendigo. La ropa, raída y descuidada, cubría un delgado cuerpo bien tallado por el consumo de los estupefacientes. La barba mal rasurada adornaba el pálido rostro. Unas ojeras incrementaban el aspecto lúgubre de mi semblante.

Cuando se rompe el equilibrio interno en un ser humano los efectos externos son los primeros en mostrar evidencias de esta situación. Unos años más tarde, querida Alicia, parado y en silencio frente a tu tumba tenía la convicción de que mi armonía interna jamás sufriría otra conmoción tan devastadora. Esto no fue así, mi niña. La existencia de este diario demuestra que estamos a merced de las fuerzas sutiles cuyas intenciones reposan en los oscuros laberintos del alma.

Cuando me resignaba a la pérdida, mi precaria condición emocional llegó a su máximo clímax en uno de aquellos viajes que cotidianamente realizaba. Te descubrí allí, sentada en el mismo vagón, a la misma hora y en el mismo subterráneo…

Tu imagen, tu ropa, tu expresión también eran las mismas. Como si el tiempo no hubiese transcurrido y solo se tratara de un nuevo desfasaje entre velocidad interior y exterior. Supe en ese instante que aún no me pertenecías. No tendría derecho sobre tu alma si aquella vital coincidencia solo fuera eso, una fortuita intersección en el devenir de los sucesos. Debía transmutarla en predeterminado designio de algún destino oscuro en sus potencialidades, pero implacable en los lazos establecidos por su trama. Pretendía mostrarle al universo alguna acción revestida por el deseo que naciera de mi voluntad y resultara explícita de mis pretensiones a los demonios que preparaban el camino.

La verdad se me reveló contemplando tus ojos grises, perdidos quien sabe dónde. Cerré los míos. Me esforcé por memorizar el nombre de las cuatro estaciones restantes en el trayecto de ese viaje singular. Escogí una al azar. Me pregunté si representaba el veinticinco porciento correcto. Ese que transformaría una coincidencia en vital desenlace. Me aferré mentalmente a los números del azar.

Pasaron algunos minutos. El traqueteo del tren era un acompañamiento rítmico frente a la expectativa del momento. El sudor de mi frente comenzó a deslizar gotas de agrio sabor. Sentía la garganta seca. Sobrevino un impulso poderoso de volver la vista hacia tu presencia. Así mismo, me invadía el arrebato racional de echar por la ventana toda aquella superchería y continuar viaje hasta la terminal. Tal vez fuera aquella acción la más inteligente. Retornar a mis esclavitudes cotidianas y olvidar el submundo que sostiene esta realidad aparente de las cosas. Sin embargo, contuve esta tentación de hombre de barro.

Cuando el tren se detuvo en la estación escogida descendí con las demás personas. Me dejé llevar por ellas sin voltear la cabeza. Era una carta difícil de jugar. Me sentía un poco estúpido tentando de esa forma al destino. Ese monstruo inalienable ocupado en satisfacer de paradojas inexplicables sus necesidades primarias. Nosotros seguimos el periplo, transformados en simples mortales al servicio de sus propósitos. Mientras caminaba formando parte de la marea humana rumbo a la puerta corrediza, esperé algunos segundos. Los más se dirigían a sus hogares. En cambio, yo transitaba el camino rumbo a mi infierno personal. En el preciso instante que creía desfallecer por la espera giré la cabeza para mirar por sobre mi hombro. Contuve la respiración.

¿Qué terribles consecuencias hubieran sucedido si al buscar y buscar entre la gente no descubría tu delgada figura mezclada con los demás, los largos cabellos acomodándose con cada paso sobre tus hombros? ¿Qué rumbo hubiera tomado mi vida si la marcha del tren me dejara solo en medio de la estación, alejado de mis fantasmas...?

Seguramente, no hubiese sido el del crimen.

Mucho he reflexionado sobre esta situación. Antes, en mis encierros voluntarios compartidos con el alucinógeno de turno. Ahora, en esta prisión limitada por las frías paredes y visitado por mis guardianes. Ellos usan guardapolvos blancos e intentan no hablar ante mi presencia. La locura inspira respeto.

Las leyes del azar habían decidido el destino a cumplir. El hecho es que te seguí sobreponiéndome al temor que embargaba mi alma. Las calles de aquella ciudad se convirtieron en un escenario de fondo para mis verdaderas intenciones. Lo realmente cierto es que en ese momento no medí, no podía medir las consecuencias de aquel estúpido juego de niños.

El último tren

Подняться наверх