Читать книгу El último tren - Abel Gustavo Maciel - Страница 24

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La asamblea plenaria desbordaba de asistentes. Los embozados se distribuían homogéneamente en el salón cual si fueran instrumentos de una fuerza superior. El silencio reinaba entre los presentes. La ceremonia del juicio contra el Hermano Mayor congregaba a todos los miembros de la logia. El veredicto estaba por conocerse y su inmediatez cargaba el ambiente con una energía especial. Espesa, plena de partículas oscuras. Don Gumersindo Larreta Bosch, escondiendo el rostro tras la máscara de líder, se mantenía de pie delante del trono. Esperaba impasible el veredicto. El Clarín, voz autorizada para hablar por toda la asamblea, se adelantó unos pasos hasta quedar frente al Hermano Mayor. Desplegó entre sus manos un papiro de grandes dimensiones escrito en una lengua perdida en la historia. Comenzó a leer pausadamente:

—La acusación ha sido estudiada por el Consejo Superior. La sentencia fue promulgada por unanimidad. Encontramos al reo…

El capitán había recibido tiempo atrás una extraña visita. Se trataba de un hombre de alta figura, cabellos claros y distinguido traje color blanco. Resultaba tan impecable como sus facciones, armoniosas y de mirada serena. Portaba un anillo de gran tamaño en su mano izquierda. Su valor debería ser inestimable. Se presentó como miembro activo del club de Leones de la zona norte.

—Soy el secretario general de la institución, estimado capitán. Me encuentro realizando una visita protocolar. Si dispone usted de algunos minutos…

Don Gumersindo no podía dejar de observar ese anillo maravilloso. Brillaba con tonalidades doradas emitiendo pequeños resplandores a intervalos regulares. Acaparaba la atención de cualquier observador desprevenido que tomaba contacto con el objeto.

—Por supuesto, caballero. Pase usted a mi oficina. Le diré a la criada que sirva te de Ceylán, ¿le parece?

—Muy amable de su parte.

El visitante caminó con paso seguro atravesando la sala de recepción de aquellas oficinas usadas por el Hermano Mayor para ultimar los negocios de la logia. El sirviente permanecía de pie a un costado de la puerta esperando instrucciones.

—Está bien. Podés retirarte, José. Comunícale a la doncella el pedido —dijo el militar retirado con tono autoritario.

Ambos avanzaron por la sala dirigiéndose a la oficina privada de don Gumersindo. Era una estancia de amplias dimensiones decorada al estilo francés previo a la Revolución. Predominaba el color bordó tanto en las alfombras como en los gobelinos que revestían las paredes. Un amplio escritorio de caoba dominaba el centro del lugar. Dos sillones estaban emplazados frente a él. Una ventana comunicaba el recinto con la calle, transitada a todo momento del día. Dos cortinas de gruesa tela cubrían las hojas de vidrios repartidos. Unos postigos estilo colonial, abiertos durante el día y pintados de un color verde militar, operaban como umbrales de comunicación con el mundo. El secretario tomó asiento en uno de los sillones. Parecía tener una sonrisa perpetua en el rostro. De vez en cuando el capitán dirigía una mirada esporádica al anillo de su mano izquierda.

Don Gumersindo había tratado algunos asuntos con la agrupación en un par de ocasiones. No le caían muy bien ciertos miembros de aquella institución. Los consideraba petulantes y cultores de un hedonismo que poco tenía que ver con los objetivos de la misma. Por el contrario, debido al nivel de relaciones públicas donde desempeñaban sus eventos, consideraba conveniente mantener buena relación con ellos. Durante unos segundos el militar se dedicó a escudriñar la figura de su visitante. Le costó caer en cuenta lo dificultoso de establecer un rango de edad. Los ojos eran penetrantes y burlones. Parecían conocer en todo momento el acontecer del flujo temporal. Comenzó a percibir lo especial de aquella persona.

—Muy bien, señor…

—Schuster… —dijo el visitante—. Erick Von Schuster, para servirle a usted.

—Ah… Ascendencia alemana, supongo.

—Vienesa, para mayor precisión. Soy austríaco, capitán. He llegado a estas tierras hace unos veinte años con el ánimo de mezclarme con vuestra gente.

—Pues sí que aprendió a la perfección el idioma.

—Legado de mi madre, señor mío. Ella era española. De pequeño me ha inculcado las bondades de vuestra lengua, así como otras alternativas de la cultura latina. Entonces, antes de instalarme en estas tierras he aprendido a amarla.

—Me parece una historia maravillosa.

Don Gumersindo había aprendido relaciones públicas a partir de su incorporación a la logia. Los primeros contactos fueron logrados a partir de cierto vínculo estrecho mantenido con un coronel durante sus épocas activas de militar en el cuerpo de patricios. En esos tiempos se encontraba inmerso en una búsqueda personal sobre su identidad sexual. Las experiencias con mujeres de la vida que el cuerpo militar proporcionaba a sus adeptos no lo conformaban. Era un espíritu insatisfecho con su propia realidad. De pequeño había recibido una educación despótica y nihilista por parte de su padre.

Hijo único de un coronel longevo, héroe de la campaña al desierto, recibió las continuas diatribas paternas en aras de una virilidad bien conceptuada por la sociedad. Sus primeras experiencias sexuales resultaron frustrantes. Las damas suministradas por su propio padre lo trataban como una criatura usurpadora en un ambiente solo permitido para los adultos. Evidentemente, las consecuencias de esta situación eran devastadoras con respecto al objetivo central de don Cipriano. Impedían la inserción social de su hijo y la virilidad demandada por esta circunstancia. El joven Gumersindo aportaba al problema de su definición sexual un carácter inconstante, extremadamente tímido y una aversión sistemática con respecto a las experiencias con el sexo opuesto. De esta manera, el hijo del afamado héroe de los desiertos del Sur ingresó en las filas castrenses con la neutralidad suficiente en las lides sexuales como para experimentar en ambas veredas.

El coronel Segovia era un activo participante de la logia de los Embozados. Su condición de homosexual se había mantenido en secreto durante el desarrollo de una carrera brillante en las filas castrenses. Únicamente la superioridad conocía sus inclinaciones personales, limitándole por supuesto esta circunstancia el acceso al grado máximo ofrecido por la institución. La participación activa de Segovia en la logia despertó la curiosidad de don Gumersindo. Cuando conoció la existencia de la organización, el capitán llevaba unos tres meses de relaciones íntimas con el superior. La vida del militar no era sencilla en esas épocas. La búsqueda de una identidad que la infancia opresiva no le había suministrado complicaba su existencia. El matrimonio con Lucrecia Rodríguez Mendoza le otorgaba una eficiente pantalla social que le permitía poner a resguardo esas inclinaciones personales. Además, la posición social de su esposa le brindaba una seguridad económica que no podía conseguir a partir de sus propias acciones. La indecisión era la principal característica de su carácter. Estas cuestiones condenaron su carrera militar a una performance mediocre.

El nacimiento de Victoria delimitó la relación con Lucrecia. En realidad, la inestabilidad emocional de la mujer ayudaba a enmascarar su pasividad en las cuestiones de alcoba. Don Gumersindo cumplía con sus obligaciones sin el menor placer en las acciones. El embarazo de su esposa trajo la consiguiente tranquilidad de consciencia. Debido a sus actividades en el regimiento de Patricios solía ausentarse del hogar durante algunos períodos. Había llegado a sus oídos la presencia de un posible amante de Lucrecia ocupando sus responsabilidades maritales. No prestó demasiada atención al asunto. Los compañeros de armas intentaban eludir comentarios en su presencia. Su condición viril estaba bastante desprestigiada a esa altura de los acontecimientos. No se ocupó en mejorar la imagen. Lucrecia y la pequeña pasaban los días recluidas en la estancia del Sur, cercana al pueblo fundado en honor a don Cipriano, héroe de la campaña al desierto.

A partir de los favores realizados al coronel Segovia don Gumersindo se ganó un lugar en la asamblea general de la logia. Esto le permitió relacionarse con personas que detentaban el verdadero poder civil de la nación. Embajadores, políticos encumbrados, jueces y camaristas. Todos daban rienda suelta a las energías oscuras diseminadas en los laberintos del alma, protegidos por aquellas máscaras de animales que otorgaban inmunidad al tiempo de rendir culto a los rituales perversos. La relación con Segovia terminó al poco tiempo de su ingreso a la organización. En realidad, una situación trágica puso punto final a la vida del encumbrado militar. Camaradas de armas lo descubrieron en su habitación de Campo de Mayo pendiendo de una cuerda sujeta al techo del sanitario. El cuerpo aún se balanceaba levemente. Sus ojos desorbitados expresaban un terror indescriptible, como si se hubiera encontrado en presencia del propio demonio. La carta fue descubierta debajo de su almohada. La frase era corta y manuscrita:

“Soy culpable”.

Aquella confesión resultó un enigma para los investigadores militares. Nunca supieron a ciencia cierta cual había sido el delito que confesara. Su conducta, intachable en su vida castrense, poco aportaba para develar el misterio del suicidio. Solo quedaba la homosexualidad como principal sospecha de algún acto indecoroso. La investigación oficial llegó hasta donde el protocolo lo permitía. Nada pudo esclarecer al respecto. La última visión que se llevara el coronel de este mundo y esas palabras manuscritas indicaban una angustia terminal cuya causa quedaría sepultada en la tumba. Don Gumersindo no sufrió demasiado la trágica desaparición de su íntimo amigo. En los últimos tiempos la relación se había deteriorado irremediablemente. La carga emocional de aquel vínculo secreto se tornó insoportable y su búsqueda inconclusa cambió el rumbo de las experiencias.

Fue entonces cuando el deseo comenzó a instalarse en una pasión irresistible por la pedofilia. Al principio las inclinaciones morbosas solo desplegaban sus campos inductivos en el territorio emocional del mundo interno. Los niños comenzaron a transformarse en el principal objeto de interés del capitán. Como todo proceso de adecuación a una nueva resonancia, la observación se convirtió en la fuente de placer. Una angustia inusitada se apoderaba de su alma intentando rechazar aquella inclinación que consideraba antinatural. Pero el magnetismo ejercido por la inocencia de los pequeños se apoderaba de cualquier vestigio de racionalidad que su mente intentara desplegar como barrera protectora. A partir de esos tiempos don Gumersindo comenzó a transitar un desierto de áridos paisajes, solo mitigable a partir de alguna presencia infantil próxima. Esas energías permanecían ocluidas tras las pesadas rejas de su corazón. El paso de la experiencia contemplativa al acto resultaba demasiado complejo para su personalidad dubitativa.

—¿Y en qué puedo ayudar a su prestigiosa institución, señor Erick?

El visitante sonreía con afabilidad. El anillo ubicado en su mano izquierda ejercía un poder hipnótico sobre el capitán.

—En realidad se trata de una obra caritativa, como todas las que emprende nuestra fundación. En estos momentos nos encontramos asistiendo a un pequeño abandonado por sus padres desde hace unos tres meses atrás. Su nombre es Mario. El pobre niño proviene de estratos sociales carenciados y ni siquiera ha recibido educación oficial hasta el día de la fecha. Se encuentra hospedado en la institución, pero no podemos albergarlo por más tiempo en ese edificio. No resulta conveniente para su formación infante permanecer en un lugar que no le brinda oportunidades para el desarrollo juvenil. Deseamos que adquiera la experiencia de vivencias familiares.

Don Gumersindo escuchaba en silencio. De vez en cuando dirigía una mirada furtiva hacia el anillo. Sus destellos emitían el brillo pulsante siguiendo un ritmo específico. “Mario”, pensó. La ansiedad comenzó a oprimirle el pecho. El austríaco siguió con su disertación. La sonrisa continuaba imperturbable en sus labios.

—Analizamos en detalle la salida del problema. No nos queda otra posibilidad que conseguir un hogar sustituto para el pobre Mario. Su vida depende de ello. De lo contrario, se perderá en una ciudad que se comporta implacable con los desamparados. ¿Está de acuerdo con nosotros, capitán?

Don Gumersindo asintió con gesto benevolente.

—Por supuesto. El muchacho se merece una oportunidad. ¿Qué edad tiene...?

La voz del visitante se escuchó poderosa.

—Siete años. La edad ideal, ¿no le parece...?

—Sí, sí. Ideal, como usted dice.

Hicieron silencio durante un minuto. El militar comenzó a sentir la atmósfera densa. A pesar del frío reinante en las calles, en la oficina el calor empezaba a ser agobiante.

—Siete años, entonces… —repetía, reflexionando sobre el asunto—. ¿Y qué propone usted, don Erick? Por algo ha venido a verme.

—Nuestra solicitud se encuentra avalada por su hidalguía como persona, señor Larreta Bosch. Le proponemos hacerse cargo del niño. Consideramos que su casa sería el lugar apropiado para la crianza…

Los destellos del anillo incrementaron su frecuencia.

El último tren

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