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CAPÍTULO SEIS

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El traqueteo del vagón subterráneo acompasaba sus pensamientos en la tarde invernal. Debido al frío, se mantenía realizando actividades de venta en las distintas líneas bajo tierra. Durante la noche regresaba al refugio municipal para recibir un poco de alimento y pernoctar hasta las seis de la mañana, hora donde retomaría sus sueños de conquista mundana. Ese tiempo resultaba particularmente difícil. La partida de la casa paterna había representado el cruce del umbral tantas veces deseado. Los vínculos que dejaba tras de sí simbolizaban los barrotes de las celdas que intentaba abandonar. Aquella familia aferrada a una cultura del “deber ser” y las normas de su padre asfixiando a quienes quedaban por debajo de su emblema fálico, no representaban la deseada reminiscencia en momentos de acucia existencial. Prefería las cadenas callejeras, inseguras y bastardas, a las de un sistema opresivo como el impuesto por su progenitor.

Durante los primeros meses la aventura ciudadana mantuvo en alto su moral. Intentaba cumplir con los objetivos impuestos genéticamente por el bisabuelo. La realidad del día tras día comenzaba a imponer sus áridos territorios y a deprimir el espíritu estoico de un muchacho de dieciocho años. Ricardo sabía que era bueno en lo suyo. Lo sentía. Observaba el rostro de las personas cuando asistían en silencio a su breve pero contundente acto de vendedor ambulante. Al principio las miradas parecían frías y lejanas. Tal vez, demasiado acostumbradas a esos extraños personajes que deambulaban los vagones ofreciendo objetos que todo el mundo conocía y se adquirían en los comercios vulgares. Bastaban treinta segundos de su alocución para lograr un cambio en esos rostros. Dejaban de flotar suspendidos en pensamientos esclavos, a merced de la máquina cotidiana de picar carne. Por unos instantes olvidaban su condición auto infligida de muertos vivos para volver a “escuchar”…

La voz de Ricardo se elevaba por sobre el ruido de los vagones. Era clara y reposada como el fluir de un río de montaña. Los espectadores de ese improvisado teatro cuya impronta duraba algunos minutos hasta desvanecerse entre los engranajes de un tiempo mecanicista, despertaban a otra realidad paralela más allá de la experiencia cotidiana. La venta del producto era la de siempre. A esos muertos vivos no se les podía pedir más de lo que estaban dispuestos a pagar. No estaba en lo económico la verdadera retribución de su procesión alquímica. Contemplar los rostros en tanto realizaba su homilía, ver las transformaciones desarrolladas en la luz que iluminaba esos ojos representaban el triunfo de su palabra sobre las sombras instaladas en esas almas. Pero también se trataba de un efímero triunfo. Esas estrofas de luz eran imponentes castillos en la arena que cedían su opulencia a los embates de un mar inacabable. Las olas del olvido, actuando sobre la superficialidad consciente del ser…

Cuando los veía derrumbarse nuevamente sobre su terreno pantanoso, apagando el brillo conquistado por aquellas palabras mágicas, él también retornaba a su magra condición de joven callejero. Entonces, tomaba asiento en uno de los asientos acompañando en silencio a su público rumbo al destino final del día. En esos momentos la melodía de fondo era impuesta por el rozamiento del metal con las vías. Aquella tarde resultaba una más dentro del panorama cotidiano. Algunos billetes descansaban en el bolsillo de su pantalón. Lo suficiente para comprar cigarrillos, alcohol barato o “tirarse” alguna prostituta en los baños de los andenes. La paga del día, acompañada por el sentimiento de un futuro incierto…

De repente alguien se movió en el asiento contiguo al suyo. La impronta lo tomó por sorpresa. Sumergido en sus pensamientos creía estar seguro de haber percibido segundos antes ese asiento libre. Recordaba haberse acomodado en aquel espacio después de elegir un lugar vacío para meditar con mayor comodidad. A pesar de encontrarse en estado de trance, como aquellos náufragos que acompañaban su periplo en los túneles subterráneos, estaba convencido de su soledad en la dupla de butacas que ocupaba.

Sin embargo una imponente figura rozó involuntariamente el flanco derecho de su cuerpo. Dado el primer contacto, se estremeció. Observó con asombro a su compañero de viaje. El hombre ni siquiera le prestó atención. Parecía concentrado en sus pensamientos al igual que el resto de los viajeros. El joven recorrió con la mirada a sus compañeros de viaje. Habían quedado después de la estación Medrano seis pasajeros ubicados en asientos individuales. Tres mujeres y tres varones. Cada uno concentrado en su realidad psíquica. El ruido metálico del tren invadía la percepción auditiva de la realidad.

—Hace calor aquí abajo.

La voz del desconocido rompió la inercia de la escena. Ricardo se limitó a mirarlo. El hombre vestía un traje blanco de extraña brillantez. Sus cabellos también eran canos, largos y sedosos. A simple vista la edad del extraño resultaba indefinida. Sin embargo, su presencia indicaba una gran experiencia de vida. Las personas en el vagón parecían no reparar en la presencia del desconocido. El hombre se mostraba absorto en acariciar insistentemente un pequeño objeto que reposaba en sus manos.

—¿Qué esconde allí? —preguntó el joven sintiéndose de repente envalentonado con la situación. El desconocido movió su mano derecha con un ademán ampuloso. Sonreía. Tenía el aspecto burlón de un brujo anciano.

—Nada —respondió, divertido—. No escondo nada, muchacho.

—Pero yo vi algo. Allí. En sus manos.

—Observa…

El hombre movió con lentitud las palmas de ambas manos demostrando total limpieza en las mismas.

—Ya ves. No escondo nada.

Ricardo no se convencía de aquella misteriosa respuesta. Se sintió transportado a una región mágica del espacio a pesar de saberse situado en el tren junto a sus clientes. Señaló ambiguamente al resto del vagón.

—Usted… Apareció de la nada… Antes, no estaba sentado aquí.

—Créeme, muchacho. Hace tiempo que habito este lugar. Verme es tan solo una contingencia. A veces los dormidos reparan en mí y se inquietan. Por lo general a nadie le interesa mi presencia.

—¿A nadie le interesa? ¿Cómo es eso?

El desconocido hizo una pausa. Ahora parecía animado. De todas formas, Ricardo percibía que la conversación solo tenía sentido para ellos. Como si aquella realidad fuera una solución de compromiso solo para ambos en un tren que transportaba hombres dormidos rumbo a hogares ignorantes de las presencias fantasmales en los subterráneos metropolitanos.

—Observa sus rostros, pequeño amigo. Jamás reconocerían la oportunidad del destino agitándose en sus propias barbas.

Con pases mágicos el hombre volvió a manipular el pequeño objeto.

—¡Eh, allí está de nuevo...! Eso, dando vuelta en sus manos…

La sonrisa del caballero de traje blanco se acentuó en un rostro atemporal. Cerró la palma derecha.

—¿Crees en las coincidencias, Ricardo?

El muchacho miró aterrado a su interlocutor. El hechicero conocía su nombre. Eso significaba que no se trataba de un encuentro casual.

—No —respondió tajante.

—Pues haces mal. La estadística gobierna nuestras vidas, hijo. Piensa en esta circunstancia fortuita. Los dos compartiendo un viaje que se repite día tras día. Las probabilidades de ocurrencia serían remotas. Bajas desde el punto de vista numérico. Sin embargo para el destino sería una situación irreductible. Un pequeño eslabón en la cadena que todo lo enlaza. Debes mejorar tu observación… Mira, contempla este rostro… ¿Lo conoces?

El hombre de blanco abrió la palma de su mano. Ricardo observó con gran curiosidad el objeto que descansaba en la diestra de su interlocutor. Se trataba de un portarretrato de tamaño reducido revestido en bronce. Parecía un dispositivo de gran antigüedad. La foto que ostentaba le resultó de apreciación dificultosa. El contorno del rostro no estaba definido. Se veía ambiguo y borroso. Cuanto más se esforzaba en definir sus formas la imagen desaparecía de la vista, escabulléndose. Intentó tres veces concentrarse en la fotografía. Los esfuerzos resultaron en vano.

—No —respondió, de nuevo tajante—. Desconozco de quien se trata… No alcanzo a…

—Observa bien. No permitas que tu mente te engañe como lo hace cotidianamente. Intenta de nuevo.

El desconocido depositó el portarretrato en la mano del muchacho. Su voz, de repente, se escuchó lejana:

—Es tu bisabuelo, Ricardo. Este objeto le perteneció a él.

Las palabras produjeron un efecto inmediato en la consciencia del joven. “El bisabuelo”, se repetía, como si todo aquello se tratara de una liturgia. Concentró la atención en el diminuto retrato. Ocurrió lo mismo que lo sucedido previamente. La imagen, al principio inscripta en el marco de bronce, se desdibujaba en la medida que sus esfuerzos se duplicaban para retener ese rostro. Estuvo contemplando la foto durante unos minutos. Luego cayó en cuenta de que se encontraba nuevamente solo en ese asiento de plástico. Sus seis acompañantes permanecían ajenos a la situación, ensimismados en sus pensamientos.

Aceptó lo místico del evento. Después de todo, tenía el portarretrato del bisabuelo en sus manos. Las realidades paralelas nunca son tan distantes como para no dejar algún recuerdo de su irrupción en el tiempo. Si esto no fuera así, la locura ganaría su pulseada contra el débil orden psíquico. El tren se aproximaba a su destino. Ricardo se incorporó con el objeto mágico en sus manos.

De repente observó su propio rostro retratado entre los límites del marco bronceado. La fotografía parecía antigua dada la vestimenta. Tal vez perteneciente al siglo pasado. Sin embargo, sus facciones aparecían claramente formando parte de un recuerdo cíclico. Caminó a los tropezones entre los asientos y sus ocupantes. Uno de ellos esquivó sus embates sin dejar de mirar el periódico de turno. Se trataba de Walter. El rosarino no reparó en la aquella persona quien a la postre sería su socio en un futuro. El destino aún no había precipitado el tiempo de conocerlo.

El último tren

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