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La vida de Ricardo Mendizábal fluía linealmente en la superficie de una personalidad egocéntrica. Su mundo, al igual que las relaciones cosechadas a lo largo de los cuarenta y cinco años de edad, estaba construido a partir del principio de conveniencia.
Hijo de un inmigrante español debió abandonar la casa paterna a temprana edad. Las restricciones impuestas por el ibérico sobre sus libertades personales resultaron determinantes. Además, el concepto de ganarse la vida trabajando pregonado por su progenitor no coincidía con las apetencias de su filosofía libertina, adquirida por vía genética. De pequeño se había identificado con la historia de un bisabuelo contada en las reuniones familiares. Representaba la famosa “oveja negra” de la dinastía Mendizábal. Comerciante, jugador y mujeriego, sus andanzas animaban aquellas celebraciones. Por supuesto, abundaban las críticas sobre lo perverso de su existencia y el mal ejemplo dejado para los descendientes. Lo encuentros entre parientes suelen ser así, llenos de exageraciones y algunos resentimientos. A pesar del juicio emitido por sus mayores, Ricardo terminó amando al ancestro. El entusiasmo lo llevó al punto de incorporar esa mítica personalidad como propia. Tal vez se trataba del gen recesivo indicado por la ciencia.
Así fue como a los dieciocho años comenzó a navegar la ciudad de Buenos Aires sin otra brújula que la necesidad de supervivencia a cualquier precio. Sus armas eran un carácter extrovertido y la mente ágil para aprovecharse de los demás a partir de la mendacidad y el culto al dinero. Los primeros intentos fueron callejeros. Se transformó en vendedor de artículos diversos en trenes y colectivos. Así fue como conoció a Walter, su socio durante los siguientes quince años.
Walter era rosarino, tenía entonces cuarenta y cinco años y había prosperado realizando negocios inmobiliarios en la zona de San Martín. Tenía fama de ser “orillero” en el manejo de contratos y contar en su haber con algunas estafas bien hechas, esas que no dejan registros legales y resultan imposibles de seguir judicialmente. Entre la gente del ambiente se lo conocía como “el contador”. Le gustaba usurpar ese título universitario para captar a sus clientes. También resultaba un hábil jugador bursátil. Con un compañero de aventuras oriundo de su ciudad natal montaron una oficina con el propósito de mover dinero propio y, fundamentalmente, el ajeno. Con datos precisos y una gran intuición puesta al servicio de las cotizaciones, en un par de años lograron movilizar una importante fortuna en la bolsa de Buenos Aires.
Esa tarde Walter había tomado el subterráneo en la estación Medrano dirigiéndose a la zona de microcentro. El joven irrumpió impetuosamente en el vagón. Llevaba una valija llena de tijeras. Comenzó a desarrollar su arte personal del ofrecimiento. El comerciante se concentró en los gestos del muchacho y su desenvoltura como vendedor aguerrido. Le llamaba la atención el desparpajo para hechizar a los pasajeros. En general eran trabajadores que regresaban cansados a sus hogares y no deseaban interrupciones inoportunas. Empero el joven se las arreglaba para arrancarles alguna sonrisa y ejercer con éxito su gestión de ventas. Como suele suceder, la gran mayoría de ellos adquiriría una de esas tijeras y la dejaría en un cajón del living. Olvidarían haber pagado por ella el doble de su valor real.
El contador tomó al muchacho del brazo con firmeza llevándolo hacia un rincón del vagón. Los ojos del vendedor demostraron pánico. Estaba acostumbrado al maltrato de los mayores en la calle.
—¿Te interesa tener un trabajo de verdad, con buena paga y no esta mierda que hacés todos los días...?
El joven asintió moviendo ampulosamente su cabeza. Walter le entregó una tarjeta personal con su nombre y la dirección de la oficina ubicada en Diagonal Norte, a pocos metros del obelisco.
—Mañana a la una almorzaremos juntos en El Palacio de las Milanesas, frente al obelisco. Te espero. Se puntual. Si no aparecés, me olvido de vos para siempre…
El vendedor lo escuchaba con expresión seria.
—¿Qué te pasa, pibe? ¿Te comieron la lengua los ratones, boludo?
El muchacho respondió con voz apresurada:
—Sí. Señor. Allí estaré.
Y así comenzó Ricardo el largo aprendizaje en el sendero de las oportunidades citadinas. Su maestro lo conduciría al mundo de los negocios “orilleros”, las pequeñas estafas y los contratos que jamás nadie reclamaba por falta de sustento legal.
Recordaba ese almuerzo acaecido veinticinco años atrás. Estaba sentado frente a su mentor en uno de los bares típicos de la zona céntrica. Lo observaba comer milanesas con huevos fritos. Sus modales se veían groseros. Walter no era persona refinada. Tampoco tenía porqué serlo. El ambiente donde desarrollaba sus actividades no se lo exigía. Usaba saco desalineado y corbata ridícula con el nudo flojo. Tenía exceso de peso, detalle que se acrecentaba debido a su baja estatura. Además, una calva prominente ocupaba gran parte de su cabeza. Esta cuestión lo envejecía. Su tono de voz era chillón y solía reírse de casi todas las cosas.
Con aquella presencia el contador solo podía rodearse de mujeres libertinas. De vez en cuando vivía con alguna de ellas. Poseía un departamento en la calle Callao. Pequeño pero acogedor. Cuando se cansaba de la gatita o descubría la billetera más vacía de lo habitual, echaba a la concubina con algún escándalo que provocaba la reacción de sus vecinos. Luego permanecía solitario un tiempo hasta “engancharse” con otra en algún cabaret de San Telmo.
Sin embargo, Walter era un verdadero artista a la hora de convencer incautos. El sistema consistía en interesar a posibles inversionistas para la realización de complejos habitacionales u oportunidades inmobiliarias. Con el dinero ajeno en sus alforjas desplegaba el área financiera de su organización merced al potencial de los socios rosarinos. El capital se multiplicaba a lo largo de un período de tiempo. Mientras tanto mantenía las expectativas del contrato con los clientes esgrimiendo dilaciones de distinta naturaleza. Cuando estos escarceos llegaban a su fin el contador se declaraba en quiebra, auxiliado por otro socio que ejercía el rol de abogado. La mayoría de los afectados se mostraba conforme con recuperar el cincuenta por ciento de lo invertido. Incluso, algunos le daban las gracias por su honestidad.
—Otros aprovechadores no hubieran devuelto nada, doctor… —solían comentar.
Si la víctima se mostraba nerviosa mejoraban la oferta. Planteaban cómodas cuotas, por supuesto. A veces Walter realizaba negocios genuinos por un tiempo. Resultaba conveniente alimentar la pantalla del operador inmobiliario para evitar persecuciones molestas y continuas mudanzas. De hecho, mantenía un buen promedio de permanencia en sus oficinas. Las cambiaba cada cuatro años.
—Tenés que conocer a las personas en el primer encuentro. En este trabajo se necesita mucha psicología, Ricky —decía en los almuerzos cuando intentaba transferirle la enseñanza.
—Todos tienen un punto débil. En algunos es la pareja. Otros tienen una amante. O los hijos, o la avidez por el dinero. Es necesario descubrir el talón de Aquiles que todos ocultan. El ego, ese hombrecito que gobierna las acciones cotidianas de cada individuo desde los sentimientos rapaces. El desgraciado será tu mejor aliado.
Las milanesas a caballo eran su principal alimentación. Ricardo lo observaba devorarlas con gran fruición. Le llamaba la atención esa proeza de masticar grandes bocados y a la vez hablar muy suelto de cuerpo.
—La vida es una sola, Ricky. Vale la pena transitarla con el vil metal de tu lado. Y nosotros, mi joven amigo, no nacimos con los suficientes billetes que nos permitan cumplir nuestros sueños… Por eso debemos financiarlos con el dinero de los demás. La ecuación es simple. Traer a casa lo que descansa en los bolsillos del prójimo…
A los veinte años Ricardo se sentía habitando el mejor de los paraísos. El bisabuelo estaría contemplándolo con orgullo desde el quinto infierno. Observaría los éxitos de un fiel seguidor en este mundo de vanidades. Se mantuvo junto a Walter durante mucho tiempo. A veces actuaba como cliente conflictivo en alguna reunión de inversionistas. En ocasiones impostaba la figura de un estudiante de abogacía que realizaba las cobranzas. Pero su mayor efectividad consistía en la misma venta de los planes. Allí, Walter observaba con ojos de preocupación el arte de su discípulo aplicado a la manipulación de las personas y el logro de los objetivos financieros.
“Este desgraciado tiene las condiciones para superar a su maestro y arruinarme”, pensó el contador una noche, molesto ante la eficacia adquirida por el muchacho en los últimos tiempos. De esta manera unos años después no tuvo más remedio que elevarlo a la jerarquía de socio. Con el paso del tiempo también debió aceptar que quien fuera el pequeño Ricky pudiera usufructuar sus propios negocios de manera independiente.
Sin embargo, la genética le jugaba en contra a Ricardo. No solo había liberado la capacidad del bisabuelo para generar dinero. Además, también pulsaban desde los pliegues de la memoria ancestral sus indelebles vicios para desprenderse fácilmente de los billetes adquiridos. Ricardo se convirtió en un ludópata empedernido. Y de los perdedores, lo que contribuía con su natural necesidad de rápida circulación en los negocios. Disfrutaba trasnoches de naipes vividas con otros adeptos. Conoció verdaderos antros y personajes de un peligroso submundo que tiene existencia cuando el común de los mortales entrega su consciencia a Morfeo.
Por supuesto no todo era lecho de rosas en esos jardines. En un par de ocasiones la pasó mal. Las deudas corrientes superaban su capacidad financiera de corto plazo y las consecuencias de cuentas impagas no se hacían esperar. Los acreedores en esos territorios no se caracterizaban por tener paciencia ni poseer virtud samaritana.
—Te doy el préstamo, Ricky —había dicho el contador con rostro serio—. Pero esto no puede seguir así. Estos tipos se van a meter conmigo y no me agrada la idea. Así como les gustan los naipes, también son afectos a las armas…
Como era costumbre Ricardo prometió dedicarse a actividades con menor grado de adrenalina. Todo ludópata aprende a mentir a merced de su enfermedad.
Conoció a Elisa cuando tenía veinticinco años. Ella era entonces una muchacha de diecinueve proveniente de una familia de padres separados que poco se ocupó de su hija. En el transcurso de los estudios secundarios la joven encontró en las drogas el escape de un mundo que no comprendía e intentaba eludir. Así era como esquivaba los embates del padrastro cuando pequeña. El sudor y el vaho alcohólico de ese hombre jadeante impregnaban sus sentidos dejando huellas indelebles en su psique. Su vocación por saltar sobre las aguas y establecer débiles vínculos con una realidad que la superaba la llevaron a los dieciocho años a permanecer internada en un instituto. El tratamiento de limpieza duró ocho meses. El único apoyo familiar recibido durante ese período lo brindó una prima mayor. La acompañó en los momentos difíciles y pudo contener el aspecto voluble de su personalidad. La internación tuvo su costado positivo. Logró adquirir un control sobre el consumo de los estupefacientes más allá del registro que ellos habían dejado en su alma. Se alejó de los inminentemente peligrosos y los sustituyó por marihuana, hierba que la acompañaría durante el resto de su vida.
Sin embargo, todo tiene su costo en este mundo mercantilista. Parte de su persona quedó sepultada en el instituto. Invisibles jirones de su alma se esparcieron en el jardín florido que marchitaba día tras día durante las sesiones de terapia. El espíritu de Elisa quedó atrapado en un territorio intermedio entre las realidades físicas y el mundo virtual de los deseos. Esta personalidad débil atrajo sobremanera a Ricardo. En esos tiempos se había transformado en un vampiro de objetos y energías, impelido por la necesidad de posesión. Luego, la belleza de Elisa hizo el resto.
La conoció en un local bailable de Olivos. Solía salir de parranda con los de amigos. Ellos compartían su gusto por las actividades marginales. La muchacha se sintió impresionada por la personalidad avasalladora de aquel aventurero diferente a los varones que frecuentara hasta ese momento. Esa misma noche hicieron el amor en un hotel ubicado en Panamericana. Allí solía concurrir Ricky con los gatos frecuentados en el momento. Pero en esta situación la relación resultó de otro tenor.
El vendedor disfrutaba con el sexo violento. Era una forma de extraer de su mundo interno los sentimientos de posesión y deseo de pertenencia que indicaban el norte de su vida. En general las compañeras circunstanciales terminaban abandonándolo luego de los primeros encuentros. No aceptaban aquel impulso rayano en la violación. En esa ocasión la experiencia con Elisa fue diferente. Haciendo uso de la pasividad que le otorgaba su actitud vulnerable y sometida, ella dio muestras de disfrutar los bríos salvajes ejercidos por Ricardo en la cama. Él tomó debidamente nota de este detalle. Se interesó en aquella joven de pocas palabras, gran belleza estética y ausente de la realidad circundante. Él desconocía los alcances de la obra de un padrastro enfermo propagándose a lo largo de los años.
El vínculo se fue consolidando con el tiempo. En la alcoba los encuentros se transformaron en verdaderas violaciones. El espíritu posesivo de Ricardo se apoderaba de la débil muchacha. Ella quedaba a merced de los embates de un mundo cruel. Impulsados por la irracionalidad de su vínculo un día decidieron vivir juntos. Elisa trabajaba de decoradora. Era una notable artista plástica. En sus momentos libres perfeccionaba las técnicas de escultura y lograba sumergirse en aquel mundo paralelo. Perdida en los laberintos creativos poco le exigía a su particular pareja. Entonces, sin pedir permiso arribó Bruno. El embarazo fue resistido en su momento por Ricardo, pero la muchacha defendió fervientemente la decisión de ser madre.
—Vos tenés tus contratos, tus amigos y las amiguitas que no dejaste de frecuentar en esos clubs nocturnos. Por lo menos, dejame este bebé para que te recuerde en tus ausencias.
Ricky sentía pena por su mujer. Conocía las dificultades que tenía para establecer relaciones en el mundo. Así mismo, la dura práctica sexual a la que la sometía casi todas las noches despertaba en él una extraña sensación de culpa. No sabía cuál era el origen de esas distorsiones en su campo emocional pero no podía luchar contra ellas.
—Está bien —dijo, acariciando los largos cabellos de la mujer—. Tendremos el bebé. Pero yo le pondré nombre… Se llamará Bruno, como mi bisabuelo.
—Lindo nombre. Bruno, Brunito… Sí. Me gusta.
Habían pasado veinte años ya. Probaron todos los territorios posibles de convivencia. Durante ese tiempo sobrevinieron los golpes, las separaciones, los reencuentros seguidos de violaciones consensuadas. Cada uno cumplió con los designios del destino. O simplemente, se abocó a construirlos en el día tras día. Las imágenes se desvanecían en la pantalla mental de Ricardo. Se aproximaba, caminando lentamente, al lugar acordado para la reunión.
Todavía recordaba la voz del mafioso en el teléfono:
—Ya sabés. Te quedan cinco días. Si el dinero no aparece, secuestramos a tu familia. Esa gatita que te calienta la cama necesita un… servicio especial de mi parte, je, je…
Decidido, Ricky atravesó la puerta principal del templo donde el pastor Ramiro Rodríguez congregaba a sus fieles. El hombre puritano que había decidido convertirse en su socio.