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CAPÍTULO CUATRO
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9 de enero de 1883
El Pulmarí es un lago originario de glaciares emplazado en la localidad de Aluminé, provincia de Chubut. Se abastece de las cuencas de los ríos Aluminé y Limay. El paisaje resulta majestuoso desde la perspectiva del observador amante de los espacios abiertos y la naturaleza realizando la gran obra. Sin embargo, no era esta la perspectiva para los dos jinetes avanzando a duras penas en la soledad de aquella comarca. El sol se escondía entre las montañas. La temperatura comenzaba a descender rápidamente.
El coronel Cipriano Larreta Bosch contempló el camino. En realidad, no había camino. Solo una senda abierta y apenas marcada como débil huella por el tránsito de los mapuches en sus períodos migratorios. El horizonte se veía tan desolado como en los últimos tres días, cuando comenzaran el periplo hacia ninguna parte huyendo de una muerte segura.
Su compañero no se encontraba en buenas condiciones. Era un sargento perteneciente al grupo del teniente Nicanor Lazcano. Aquellos bravos combatientes que acudieran en ayuda del capitán Emilio Crouzeilles cuando cayera víctima de la celada tendida por ese centenar de mapuches y los soldados chilenos. El sargento Estévez boqueaba y respiraba con dificultad. Había empeorado en las últimas veinticuatro horas. Las dos heridas de arma blanca en el pecho y los balazos recibidos en sus piernas corrían riesgo de septicemia. Los trapos sucios que servían de vendas probablemente ocultaban heridas infectadas, próximas a la gangrena. No podía caminar. Apenas se sostenía sobre su caballo, quien avanzaba penosamente a través de las escarpadas piedras bordeando el río. Pero no era la salud de Estévez la preocupación que el coronel tenía en mente. Temía lo que el subordinado hubiera visto en aquella trágica tarde del 6 de enero. No estaba seguro de eso. En realidad, no “podía” estarlo…
Las acciones se desarrollaron a ritmo vertiginoso. La sangre y los trozos de cuerpos adornaban de manera brutal el limpio paisaje del lago Pulmarí, rodeado por esas montañas majestuosas que oficiaban de mudos testigos de una matanza histórica. Quizás, la última victoria mapuche sobre el ejército regular. El sargento había caído durante les primeras acciones. Su posición en la batalla resultaba periférica, tal vez en la retaguardia del lugar ocupado por el coronel y los hombres de Crouzeilles. Además, estaba el asunto de las heridas. Con tanta pérdida de sangre, nadie puede mantenerse consciente y a la vez expectante sobre los sucesos que le rodean.
Sin embargo, Larreta Bosch distinguía ese brillo en la mirada del subalterno cada vez que las cruzaban. Lo hacía cuando bebían un trago de ginebra de la petaca que el sargento portaba en un bolsillo interno del uniforme. O por las noches, durmiendo acurrucados uno con el otro, sobreviviendo como podían a las bajas temperaturas. Allí estaba la respuesta a sus dudas.
“Este desgraciado lo vio todo”, se repetía don Cipriano.
En un par de ocasiones estuvo a punto de extraer el facón de la cintura y degollar al infortunado sargento. Acabar con la obsesión que lo consumía resultaba prioritario.
“Tal vez la gangrena haga lo suyo”, se decía intentando cultivar paciencia en ese juego de nervios. “Quizá el pobre no sepa nada. No alcanzó a distinguir las acciones…”, pensaba en otros momentos, arrepintiéndose de sus bajos instintos.
La noche avanzó rápidamente. Se dirigían al norte en busca del batallón del teniente coronel don Juan Díaz. Don Cipriano se había ausentado de sus filas por razones de fuerza mayor transportando abastecimientos a las unidades del sur. Acamparon en un agujero pequeño de la roca montañosa, como lo habían hecho durante las últimas tres noches. Ayudó al sargento a acomodarse, lo recostó en una de las paredes del recinto natural. Por suerte corría el mes de enero. Si los acontecimientos que afectaban su presente hubieran sucedido cuatro meses después, no hubieran sobrevivido a la primera noche.
—Gracias, mi coronel —dijo Estévez con voz apagada. Larreta respondió con un gruñido. Los buenos modales brillaban por su ausencia en la personalidad del militar.
Don Cipriano tenía cincuenta años de edad. Llevaba unos treinta prestando servicio en distintos batallones de campaña. Precisamente, sus acciones en la Confederación comenzaron durante la caída de don Juan Manuel de Rosas. De inclinaciones federales en su juventud, supo esconder los colores partidarios cuando sobrevino la purga de mediados del cincuenta. Aprendió a mantener perfil bajo y obtener ascensos a partir de un espíritu sanguinario derramado en los campos de batalla. Era oriundo de Concepción del Uruguay, los pagos de don Justo José de Urquiza, un líder a quien había admirado. Pertenecía a una familia de comerciantes de bajo perfil. Su padre decidió enrolarlo en las filas castrenses con el objeto de consolidar la posición social de la familia. Para ello se valió de un tío lejano con gran influencia dentro del colegio militar. Cursó sus estudios en el Colegio Nacional de Concepción donde, paradójicamente, también lo hiciera el líder de la campaña que a la postre le permitiera la adquisición de tierras, don Julio Argentino Roca.
En realidad, nunca fue estudiante destacado ni tuvo aptitudes de liderazgo dentro de los cuadros militares. Sin embargo, su bravura en batalla le precipitó el acceso a las altas jerarquías de la institución. Su escasa capacidad para el arte de la política no le permitió escalar las posiciones sociales soñadas por el progenitor. Esto lo convirtió en un lobo solitario, alejado de su propia familia y sin amigos para compartir momentos depresivos. Su presencia en la campaña se originó desde los primeros momentos de la impronta. Un guerrero como don Cipriano debía encontrarse dentro de los primeros batallones afectados al plan.
Los malones se intensificaron a partir del debilitamiento de las fronteras sureñas debido al enfrentamiento entre la Confederación Argentina y la Provincia de Buenos Aires. Durante estas luchas, la política no estaba ajena de las actividades de los pueblos originarios. Los ranqueles y el cacique Calfucurá apoyaban a la Confederación. Cipriano Catriel apoyaba a Buenos Aires.
El 1867 el Congreso Nacional dictó la ley 214. En ella se decidió llevar la frontera sur más allá de los ríos Negro, Neuquén y Agrio. Luego de diferentes combates y pequeños desastres en los pueblos del interior, debieron transcurrir once años para que el general Roca, ministro de guerra del Presidente Avellaneda, elimine las políticas de contención del indio promulgadas por el fallecido ministro anterior, don Adolfo Alsina.
El cuatro de octubre de 1878, la ley 947 destinó un millón setecientos mil pesos para cumplir con los designios de la antigua ley 214. A partir de allí quedó sellada la suerte de las tribus y las distintas etnias que las componían. Larreta Bosch fue designado como oficial de carga del batallón al mando del coronel don Lorenzo Vintter. Las acciones del Sur arreciaron con las primeras refriegas del coronel Nicolás Levalle y, luego, el teniente coronel Freire alzándose contra las fuerzas de Namuncurá. Las batallas dejaron un saldo de doscientos indígenas muertos.
Luego de masacres y persecuciones, Vintter logró tomar prisionero a Juan José Catriel y a quinientos de sus hombres. Don Cipriano recibió menciones de alto honor en batalla durante esos acontecimientos. Esta circunstancia comenzó a generar el mito que lo perseguiría durante el resto de sus años. Posteriormente logran aprisionar al cacique Pincén, cuya influencia resultaba fuerte en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, encontrándose próximos a la laguna de Malal. Estos líderes de las etnias en guerra son posteriormente confinados a la isla de Martín García. Se transforman en presos políticos merced a las guerras internas que sufría el país.
Empero, un evento empañó la fama de don Cipriano en el orden castrense. Encontrándose bajo el mando del teniente coronel Teodoro García, en septiembre de 1882, se le asigna un grupo de ocho subalternos para transportar material de logística y armamentos al batallón del capitán Alcides Rímolo, a cargo de la custodia fronteriza al norte de Neuquén. En esos tiempos comenzaban a desarrollarse las estrategias finales en pos de someter a los mapuches.
Poco se ha sabido de los avatares sufridos por esta expedición. En realidad, el Alto Mando no pudo establecer los sucesos del desastre. Hubo un solo sobreviviente de la presunta batalla: el propio oficial a cargo, coronel Larreta Bosch. El informe de don Cipriano fue conciso y exacto. Sin embargo, no logró convencer a los superiores, quienes intuían un destino diferente de aquellos hombres.
15 de septiembre de 1882
Recibidas las instrucciones del Alto Mando, impartidas en su nombre por el teniente coronel don Teodoro García, he marchado del lugar de emplazamiento del batallón con los ocho hombres asignados para cumplir con las órdenes. Según el itinerario prefijado la hoja de ruta indicaba un total de tres días hasta arribar a las dependencias del fortín comandado por el capitán Alcides Rímolo.
Durante las primeras cuarenta y ocho horas el itinerario se cumplió sin ningún inconveniente digno de informarse. En el amanecer del 17 de septiembre, y en tanto realizábamos los aprontes para continuar con el viaje, divisamos una formación de ciento cincuenta indígenas dirigiéndose hacia nuestra posición. Observando el horizonte con el catalejo, reconozco como líder del grupo al cacique Manuel Quimpó. Aparentemente regresaba de alguna incursión acaecida al sur de sus tierras.
Entonces, el malón arremete contra nuestra formación. Utilizamos una defensa de trinchera interna resultando totalmente ineficaz debido a la gran inferioridad numérica en la que nos encontrábamos. Cabe destacar la valentía y buena predisposición de nuestros soldados durante el desarrollo del combate. A pesar de la diferencia numérica logramos infligir importantes bajas en las tropas enemigas. Después de tres horas de batalla mis hombres son asesinados en su totalidad. Encontrándome desmayado a causa de las heridas recibidas, el cacique asume mi situación como una muerte más dentro de la contienda.
Al despertar veinte horas después, encuentro los cadáveres de nuestros hombres desnudos, sin armas, y corroboro la pérdida en su totalidad del equipo de logística transportado. Utilizando técnicas de supervivencia logro establecer contacto, tres días después, con un escuadrón del capitán Rímolo. Fui transportado al fortín donde he recibido las atenciones médicas pertinentes.
En el ejército, cuando el único superviviente en una refriega resulta ser quien está a cargo las sospechas sobre lo ocurrido son grandes. Sin embargo, debido a los antecedentes del coronel en batalla, lo asignan cuatro meses a tareas logísticas en Buenos Aires. Por supuesto, se trataba de una estrategia para quitarlo del juego por algún tiempo.
Los éxitos acaecidos durante esos años en la campaña, así como los tratados de paz y nuevas fronteras establecidos, comenzaban a definir la finalización de las acciones. De todas formas, en los extremos de las fronteras sureñas los mapuches continuaban presentando resistencia con el apoyo de tropas chilenas. A consecuencia de esto el teniente coronel don Luis Oris de Roa llegó al valle inferior del río Chubut con instrucciones de poner fin a estas incursiones. Dada la necesidad de contar con hombres de experiencia en combate, don Cipriano fue comisionado para formar parte de la aventura.
—Señor, si usted me lo permite, quisiera hacerle una pregunta…
La voz de Estévez se escuchaba débil en el pequeño refugio improvisado para pasar la noche. El fogón había tardado un tiempo prudencial en iluminar el recinto y entregar las calorías para la supervivencia. Ahora quemaba la madera en silencio. Larreta Bosch observó por unos instantes al compañero que le tocara en suerte.
“Ahí viene”, se dijo. “Tal vez, sea este el momento de usar el facón…” Contuvo el primer impulso. Ver al sargento allí, con los trapos que envolvían sus piernas coloreados de un rojo oscuro producto de la infección le produjo cierto escozor estomacal. El hombre estaba sufriendo. Si había visto algo tres días atrás, se lo llevaría a la tumba.
—Qué le anda pasando, soldado —pronunció las palabras con acento duro.
Estévez respiraba con dificultad. Un sudor frío recorría su frente. Caían gotas aisladas sobre el cuello. La pechera desbotonada estaba manchada de la sangre producida por heridas de arma blanca. Pronunciaba las palabras entre suspiro y suspiro. Necesitaba concentrarse para hablar.
—¿Le… tiene miedo a la muerte, mi coronel?
Don Cipriano endureció la expresión. Lentamente extrajo del bolsillo un pequeño paquete con tabaco viejo que lograra conservar desde su partida de las filas de don Oris de Roa. Cortó con el facón un trozo del mismo y lo introdujo en la boca para comenzar a mascarlo.
—Explíquese. ¿Qué quiere decir con eso de… miedo…?
—Eso… Miedo a la muerte, señor. Saber que todo se acaba en un… momento definido. Sobreviene la nada, según dicen… La nada, mi coronel…
—Tome. Coma una de estas.
El oficial acercó una raíz triturada a la boca del enfermo. Hacía dos días que se alimentaban de ciertos arbustos que acompañaban el cauce del río Limay. Eran amargas y producían arcadas al ingerirlas, pero los habían instruido en los ejercicios de supervivencia sobre su poder nutritivo. El sargento torció el rostro con expresión desagradable. Hacía un día que no probaba bocado.
—Coma algo, soldado. Debe estar fuerte para el recorrido de mañana. Tal vez hagamos contacto con las tropas del coronel Díaz…
La última frase flotó inconsistente alrededor del fogón. Estévez volvió a hablar:
—La muerte, señor… ¿Le teme usted?
Larreta tomó su tiempo para masticar mecánicamente el tabaco rancio. Se asemejaba a una goma entre sus dientes. Luego lo escupió sobre el fuego, acción que produjo un leve chasquido.
—Déjese de joder, hombre, con eso del miedo. Un buen soldado no debe pensar en esas cosas… Hay que mantenerse ocupado intentando seguir vivo.
—Yo sí le temo a la muerte, mi coronel… Desde aquellos meses cuando descansábamos por las noches en la zanja, esperando el ataque final de los tehuelches…
—¿De qué me habla? Está empezando a enloquecer como esta mañana…
El sargento tomó aire con desesperación. Boqueaba. Luego, se recompuso.
—Yo trabajé en la construcción de la “zanja de Alsina”, señor… Hace siete años… La que se desarrolló desde Italó hasta Colonia Nueva Roma… 374 kilómetros entre Córdoba y el sur de Buenos Aires, construida con la sangre de soldados e indígenas adeptos… Una carrera contra el tiempo. La línea de defensa se iba corriendo en la medida que el surco avanzaba… Durante las noches los escuchábamos aullar… allí, escondidos entre los pastizales y diseminados en la penumbra… El miedo, señor… podía palparse. Nos refugiábamos en la grieta a dos metros de profundidad… ese es el miedo del que le hablo…
Don Cipriano colocó otro pequeño trozo de tabaco en su boca. Se mantuvo en silencio. Las llamas comenzaban a mermar, también su poder calórico. El frío nocturno entumecía las articulaciones. Estévez cerró los ojos por algunos minutos. Parecía estar a punto de perder la consciencia. De repente, abrió sus párpados de manera desmesurada, contemplando al superior con la locura pulsando en la mirada. Haciendo uso de alguna energía oculta, el sargento comenzó a gritar:
—¡La muerte, mi coronel...! ¡Usted le teme, igual que yo...! ¡Igual que todos...!
Larreta Bosch presionó la palma de su mano derecha sobre la empuñadura del facón. Con ágil movimiento se echó sobre el enfermo para tomarlo por los cabellos y presionar la hoja del cuchillo sobre el cuello del infortunado. La respiración de Estévez comenzó a mostrarse ronca y extremadamente dificultosa.
—¡A ver, mierda, cállese carajo, o lo achuro aquí mismo...!
Cuando el aire se transformó en estertor en la garganta del sargento, don Cipriano aflojó la presión. Dejó que el cuerpo del hombre cayera pesadamente sobre el piso de tierra produciendo un estrépito. Escupió sobre el fuego el resto de tabaco que aún mantenía en la boca. Apagó con la bota las pocas llamas que flameaban sin convicción. La manta, colocada en el hueco sobre la roca que operaba de refugio, no permitía el ingreso de la luz de la luna ni de las estrellas que brillaban en el cielo. Mantuvo la empuñadura del facón asida con firmeza. Debía estar preparado para alguna visita inesperada de los animales salvajes de la comarca. Sin prestar atención al subalterno se durmió al poco tiempo. Las visiones oníricas lo transportaron a la tarde fatídica acaecida unas setenta y dos horas antes. El sentimiento de culpa lo embargaba.
Despertó con los primeros rayos del alba. El frío mantenía su intensidad pero iría mermando en la medida que los rayos solares se instalaran con el ángulo suficiente. El coronel acomodó sus pocos pertrechos. Corrió la manta que cubría el hueco y contempló el panorama más allá de la depresión en la roca. Unos pehuenes se distinguían a pocos metros, enhiestos y verdes, adornando la costa del río.
Observó al sargento durante un minuto. Lo escuchaba respirar débilmente. Con gesto desdeñoso giró sobre sus talones y salió del agujero donde pasaran la noche. Los dos caballos esperaban afuera amarrados a un árbol. El animal de Estévez apenas podía mantenerse en pie. No duraría mucho. De todas formas, cargaría con él hasta donde respondiera. Sin el peso del jinete tal vez soportara medio día de viaje. No podía desperdiciar carne durante aquella travesía. Subió a su caballo y comenzó a alejarse del refugio con paso lento. Algunos pájaros sobrevolaban a baja altura. Pensó en el sargento y se sintió mejor. Probablemente, al finalizar el día, habría fallecido. Se llevaría a la tumba cualquier detalle que lo involucrara personalmente en la masacre del 6 de enero…