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CAPÍTULO UNO
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Diario del asesino
Hoy…
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La vida es un tablero de ajedrez.
¿No es así, Alicia? Creo que alguna vez conversamos sobre el tema. Una plática perdida entre tantos divagues de alcoba. Previa circunstancia a contemplar tu cuerpo desnudo, tan blanco como el mármol bajo la luz lapidaria de aquel cuarto amarillo.
Movés una pieza. Luego otra. Al final te das cuenta que las alternativas del juego no dependen de las estrategias pergeñadas en tu mente. Tristes telarañas tejidas en el día tras día, sostenidas por la creencia de una libertad impostada en un mundo construido por sustancia ilusoria.
Pensamos en la muerte como un lejano sueño. En realidad, no creemos en ella. Sin embargo, se convierte en nuestro objeto persecutorio por excelencia. Olvidamos que el sentimiento de soledad se transforma en pulsión de muerte cuando desfallecemos en ese cuarto, a merced de las fuerzas oscuras. Soledad y muerte. Conceptos remotos que pueden apreciarse en el amargo gusto de este coñac. Triste líquido amarillo que juguetea en la copa calentando mi mano. Irreverente objeto apareciendo misteriosamente en escena, quizás puesto allí por la compañera de turno que me ha tocado esta noche.
No, niña. No creo que ella sienta celos de un simple recuerdo. Los fantasmas del pasado inspiran terror, pero nunca celos. De todas formas, coloco la copa delante de mis ojos y te veo tan perfecta como en aquellos días. La imagen mental no se compara con la de estas prostitutas riendo a escasos metros míos. Ellas saturan el campo perceptual de mi consciencia, instalada por designios de ignorancia en este nivel de realidad. Mantienen sus cuerpos abusados al alcance de las manos, esclavas de los sentidos. Ríen más allá de la cordura. Ríen por no llorar.
Pero el encuadre cambia impelido por el recuerdo. Las mujeres que me rodean se desvanecen tras la sustancia ilusoria. La habitación aparece prolijamente cuidada como de costumbre. Las paredes, amarillas y aterciopeladas, fractales de ese manto denso y sensual instalado en la catarata de tus cabellos.
El coñac se mueve en el fondo de la copa, exuberante. Líquido volátil, apaña en su ciénaga espíritus juguetones. Dibuja la forma de tu cuerpo escondido tras la delgada túnica de seda. Aquella sonrisa burlona se distingue en los labios de candorosa prostituta. Pero es aquí donde las palabras no producen el real discernimiento necesario en esta historia.
Alicia, no eras cualquier prostituta. En realidad, nunca te consideré como tal. Es cierto, lejos estaba tu personalidad de transitar los territorios de Brenda. Ella es delicada, soñadora y de noble corazón. Por eso desconoce los misterios de la vida. Intenta realizar su “obra-en-el-mundo” dividiendo las aguas en cielo e infierno, olvidando las entidades, mitad ángeles, mitad demonios, que juegan sus papeles dialécticos en esta comedia.
Pobre Brenda, la escucho emitir sonidos. Ella habla y habla en tanto envío mi mente a otros territorios resonantes.
—Vení. No tengas miedo —dijiste, y las paredes parecieron reír.
Yo te miraba, tembloroso esclavo de mis temores juveniles.
—No tengas miedo… No tengas miedo… —repetiste infinidad de veces.
Tu esbelta figura se acomoda en la cama y mi cabeza comienza a dar vueltas y vueltas. Siento la desesperación del embrujo del coñac incorporándose en mi mundo interno. Las luces de ese local, repleto de gente, se van tornando tan pálidas como las del prolijo cuarto amarillo. A pesar de la sucia sintonía provocada por el traslapo temporal, alcanzo a distinguir la forma de tus pechos. Tensos y ovalados bajo el disfraz momentáneo ocupando el centro de la nueva escena. De repente, el ruido molesto de la gente penetra con firmeza en mis sentidos hasta conformar una realidad insoportable.
Nuevamente contemplo con atenta estupidez la delgada copa de coñac. Mis ruidosos compañeros, riendo a carcajadas de comentarios nimios, no pueden apreciar la vaguedad de mi mirada. La mujer a mi lado es una de las mejores prostitutas. ¡Ah, como te reirías de verla allí con su vestido transparente, tratando de revivir algún mórbido cuento de las mil y una noches! Sus caderas son tan codiciadas como conocidas por el resto de los asistentes a esa porción de infierno. Esos que ríen y acarician por debajo de la mesa a sus mujeres de turno. Ellas son aves pasajeras de un cielo cubierto por nubes negras. No recuerdo sus nombres. Tal vez no lo tengan. ¿Hace falta tener uno para transitar estas lejanas tierras?
El movimiento intenta ser transparente a las miradas de quién sabe qué observador. En ese antro solo deambulan los refugiados. Las manos buscan su objetivo. Como todo lo prohibido, la situación queda expuesta más allá del código moral. También deslizo mi mano por debajo de la mesa en tanto apuro la copa. Observo con desprecio lo que permite distinguir aquella luz mortecina: hipocresía.
Brenda una vez me dijo:
—Debemos encontrar el camino de la felicidad, querido. El amor… Ese es el fuego que alimenta nuestras almas.
A ella no le gustaba mi mano por debajo de la mesa. Temía la reacción de su padre. Pero más temor sentía por la biblia que sostenía en su mano, a todo momento.
—El pecado… El pecado…
Recuerdo su habitación. Las paredes no eran amarillas. Tampoco sus pechos se mostraban ovalados, ni el vestido resultaba transparente, ni en el cuarto de al lado dormía una anciana asesina. ¿Qué podía enseñarme Brenda sobre los misterios de la vida? Nada. Simplemente, un amor puro. Sustancia inocente que no sobrenadaba el líquido en el fondo de mi copa.
Una figura de niño se distinguía solitaria entre las formas fantasmales. Me vi sentado allí. Lejana escena transcurriendo en otro lugar del espacio-tiempo. La ropa desalineada y el libro raído con aquellos contenidos metafísicos descansan en la mesa, al lado de la copa de licor. Templanza, después de transformarme en asesino.
La imagen se desdibuja. En realidad, era el mismo niño sentado en el banco de aquella plaza siempre desolada y a merced del invierno. Allí me dejaba la mujer cuyo cuerpo desnudo me persiguiera durante la infancia. La misma inclinación de hombros, con gesto vencido acompañándome en esta prisión corporal. Una expresión perdida en la mirada mientras esperaba la llegada de mi padre para realizar juntos el paseo dominical.
—Pedile que te compre un helado —había dicho ella con odio. Observaba el gran espejo de su cuarto. El peine recorría mis cabellos compulsivamente. Sus manos estaban ansiosas como aquellas hurgando debajo de las mesas. Yo permanecía en silencio, esperando el contacto de su cuerpo. Sabía que no la volvería a ver por algunos meses. Extrañaría la playa y sus pechos bañados por el sol matinal.
Tres mujeres mutiladas en mi camino. Las tres deseadas, violadas por la sed que me gobierna. Tres mujeres, todas ellas diferentes….
Ahora, escribiendo este diario, querida Alicia, me resultan extraños los efectos que puede producir el reconocerse en otra persona. Mi propia imagen de fantoche sentado allí, en el cuarto de la tragedia, al lado de esa otra copa luego del crimen, en el banco de la plaza a la espera de un milagro, frente al espejo rogando por una caricia de la mujer prohibida… Alguna de esas. Cualquiera…
¿Sabés una cosa, querida niña? Siento pena por ese muchacho…