Читать книгу El último tren - Abel Gustavo Maciel - Страница 21
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Se comunicaban por cartas formuladas en líneas escuetas. Esta modalidad transformaba la relación en un vínculo místico, apropiado para las especulaciones que cada uno de ellos hacía sobre la relación. El lugar elegido era uno de los bancos de la plaza. Allí, en el Bajo Belgrano, solían realizar sus encuentros en días de semana.
Brenda descubrió la fisura en el cemento por casualidad. Esperaba a Bruno esa tarde y supuso qué, como siempre, el muchacho llegaría fuera de horario tan solo para molestarla. Se acomodó en el banco. Observó a unos niños jugando en las hamacas buscando distracción. Deslizó la palma de su mano por debajo del asiento y se encontró con el trozo de cemento flojo. Poco le costó quedarse con ese duro ladrillo en la mano. Lo contempló con cuidado. Tenía forma rectangular y su geometría se adaptaba perfectamente a su palma. Una protuberancia con forma de tubo cuadrado sobresalía del resto de la superficie. Era la traba que servía de sostén para mantener el ladrillo en su lugar, debajo del banco, haciendo equilibrio contra la acción de la fuerza gravitatoria.
Al llegar el muchacho le comentó el descubrimiento. Bruno lo sostuvo con indiferencia entre sus manos. Normalmente, las ideas que provenían de ella tenían poco valor dentro de su encuadre mental.
—Podríamos usarlo como lugar secreto de ambos —dijo ella con sonrisa cómplice—. Un escondite donde ocultar nuestros mensajes de los ojos de los demás. Algo… clandestino.
Bruno rio de manera despectiva.
—¿Nuestros mensajes… clandestinos? ¿De qué historia de amor estúpida sacaste semejante pavada?...
Brenda asimiló el desprecio con naturalidad. Se había acostumbrado en esos meses a la manera de comunicar sentimientos que esgrimía el pobre infeliz. Un alma vagabunda, ignorante de los atributos del espíritu.
—Pensalo bien. Cada vez que necesitemos comunicar algo al otro, lo escribimos y listo. Como si fuera una especie de correo personal. ¿No te parece maravilloso? Fijemos una rutina para asegurarnos la exclusividad del medio. Por ejemplo, los lunes y miércoles por la mañana vengo yo a buscar o a traer correspondencia. Los martes y viernes podés hacerlo vos… En fin, será nuestro secreto.
El joven contemplaba el ladrillo con mirada dubitativa.
—Sigue siendo una pavada…
El primero en utilizar el canal de comunicación fue el propio Bruno. Una mañana dentro de las estipuladas, se encontraba Brenda realizando compras con su madre por la zona. Al pasar cerca de la plaza dijo con voz apresurada:
—Seguí caminando hasta el mercado, madre. Hago una cosa y te alcanzo.
—¿A dónde vas?
La mujer no obtuvo respuesta. Brenda se había alejado a grandes saltos rumbo a los juegos de la plaza. En esos momentos se encontraban atestados de chicos. La madre continuó con su periplo encogiéndose de hombros. La joven buscó sin esperanzas debajo del banco. No tenía fe en aquella improvisada estación de correo. Bruno podía ser terco a la hora de aceptar alguna de sus ideas. Movió hábilmente el ladrillo y encontró el papel arrugado en el hueco. Leyó el mensaje con ansiedad. Era un manuscrito. Debía aceptar que Bruno tenía buena letra. Tal vez eran las dotes de escritor de las cuales se jactaba cuando deseaba impresionarla.
“La persona que lee esto es una tonta. Me sigue pareciendo una pavada, idiota.”
Brenda mantuvo el papel entre sus manos como si se tratara de una noble declaración de amor. Por lo menos era un comienzo. Durante un par de meses las misivas fluyeron a través de aquel ladrillo usado como intermediario en el juego infantil de dos adolescentes.
“El cielo me parece hermoso si estoy con vos”.
“Hoy observé una lagartija y me hizo recordarte”.
“La pureza del alma siempre busca expresarse a través nuestro”.
“En lo único que pienso es en tu lindo culito”.
“El sexo permite engendrar hijos. Para eso Dios lo ha creado”.
“El sexo es deseo y eso siento por vos”.
El tenor de los mensajes denunciaba al remitente. A pesar del lenguaje soez que solían contener los escritos de Bruno, Brenda atesoraba esos papeles en el cajón de su mesita de noche. Pensaba medir a través de ellos la evolución de su “obra en el mundo”. No los percibía como testimonios de su propia involución. Poco a poco, la energía densa del muchacho comenzaba a capturar el territorio ingenuo de aquella niña inocente.
“Tengo buena yerba. Te va a gustar. Hoy nos encontramos en la casa abandonada”.
Esos mensajes desesperaban a Brenda. La involucraban. Ella tan solo deseaba realizar su obra fuera del territorio contaminado. Intentaba transformar el vínculo que Bruno tenía con el mundo basado en la influencia de los propios demonios internos. Una voz interior le decía que esa aspiración no era realizable sin asumir en carne propia aquellas fuerzas oscuras.
A veces concurrían a la casa abandonada. Bruno se atrevía a besarla y acariciar impunemente su cuerpo a pesar de la estoica defensa planteada por la muchacha. Las acciones nunca superaban ese nivel de impertinencia. El muchacho aún mantenía cierto decoro en sus pretensiones y lograba detenerse a tiempo, evitando cruzar la delgada línea del abuso o la violación.
—Tenés que aprender a entregar tu cuerpo al llamado del deseo, linda.
—Todavía no es mi momento, Bruno…
—¿Y cuándo va a serlo? No creas que te voy a esperar mucho más. Al fin de cuentas, lo único que me interesa de vos es tu cuerpo.
Bruno podía ser así. Despiadado. Brutal. Manifestaba los sentimientos desde elaboraciones primarias. Brenda sabía que ocultaba algo oscuro en su corazón. Algún vínculo enfermo internalizado años atrás. Un nudo emocional que lo convertía en prisionero de sus propias fronteras.
—Cuando llegue el momento te lo haré saber…
Y el momento llegó, más no como la joven lo hubiera deseado.
Fue en la casa abandonada, una tarde donde apenas intercambiaron palabras mientras caminaban con paso apresurado por las anchas calles del bajo Belgrano. Bruno mantenía en su rostro una expresión adusta. La mirada era dura y los labios permanecían apretados. Una firme determinación se veía en su mirada.
En cuanto llegaron al predio prohibido el muchacho cerró con violencia la puerta desvencijada que separaba el sucio interior de la calle. La casa abandonada era una construcción a medio terminar que jamás había logrado completarse. Algunos chicos del barrio la usaban para realizar sus fechorías juveniles. Sin embargo, la presencia de Bruno los atemorizó lo suficiente. Logró echarlos y se transformaron en los usuarios exclusivos por lo menos en los días acordados para los encuentros.
Brenda sintió temor ante la inminencia de un desenlace demorado en el tiempo. El joven la tomó con violencia. A pesar de sus intentos defensivos la desnudó con suma facilidad. Contempló aquel cuerpo virgen y blanco. Una mirada de desdén brillaba en sus ojos. Respiraba con dificultad.
—Bruno, yo no…
—Terminemos con esto, linda. Ustedes las mujeres son todas iguales… les gusta mostrarse a los varones y despertar en ellos las pasiones ocultas. Luego, intentan hacernos creer que solo por la fuerza se puede tomar el reino… Me cansé, preciosa. Ahora las reglas del juego las pongo yo.
El muchacho se abalanzó sobre su víctima. Brenda cerró los ojos y lo dejó hacer. Minutos después ambos se encontraban sentados en el duro piso de cemento. Apoyaban las espaldas sobre el revoque grueso e irregular de las paredes. Desnudos e ignorándose permanecían en silencio. Eran incapaces de mirarse a los ojos.
—Tomá.
Bruno le alcanzó la remera de ella que se encontraba desparramada en el suelo. Brenda comenzó a vestirse en silencio. Unas lágrimas recorrían sus mejillas. El joven intentó acariciar los cabellos pero ella se apartó con un gesto compulsivo.
—¡Idiota...! —protestó la joven con voz quebrada—. Esta era mi primera vez… Te dije que esperaras. Yo te iba a avisar…
Bruno no respondió. Observaba el piso con insistencia. Un pequeño hilo de sangre recorría las delgadas piernas de la joven. El muchacho le hizo un gesto con un pañuelo en sus dedos. Ella lo tomó y se limpió introduciendo la mano dentro de la falda. Su rostro irradiaba genuina vergüenza. Al cabo de unos minutos, una vez que ambos se vistieron, Bruno rompió el silencio:
—No soporto a mi padre. Tengo ganas de matarlo.
Brenda lo miró con sorpresa. No esperaba ese comentario luego de lo sucedido. Pero aquel infeliz era así. No tenía término medio. Podía dejar salir a los peores demonios de su infierno personal y luego asumir el rol de niñito perdido.
—¿Qué estás diciendo?
—Mi padre. Ese bastardo… Se acuesta con mi madre…
A la muchacha le costó disimular un repentino impulso de risa.
—Pero Bruno, eso es normal. Nuestros padres suelen hacer el amor… Vos mismo estás en este mundo debido a esa contingencia.
—Ya lo sé, tonta. Vos hablás de hacer el amor… Pero yo digo otra cosa. El desgraciado viola a mi mamá.
—¿Y cómo sabés eso?
La mirada de Bruno demostró lo ridícula que había sido su pregunta.
—La viola. Le hace daño… la tiene a su disposición, como si fuera un objeto.
Brenda comenzó a sospechar la verdadera ubicación del nudo emocional. La violencia registrada en su cuerpo apenas minutos antes comenzaba a cobrar fundamento.
—¿Y cuándo fue la última vez que ocurrió… eso?
Bruno miraba el piso. Sus labios permanecían apretados. Con una piedra en la mano realizaba dibujos infantiles sobre el cemento.
—Hoy a la mañana. No pude soportarlo y me marché de la casa. Estuve vagando por barrios desconocidos. Caminé durante varias horas sin saber dónde me encontraba. El odio que sentía contra el hijo de puta se fue acrecentando en la medida que pasaban las horas. Y lo peor de todo es que ella parece aceptar la situación. Mi madre lo prefiere a él. La violencia, las palizas. El boludo se cree el dueño de… Voy a matar a ese desgraciado.
Abandonando su postura de mujer abusada Brenda se acercó al joven y lo abrazó tiernamente. Él permitió ese gesto. De hecho, lo estaba esperando.
—No vas a matar a nadie, nene malo. Simplemente comenzarás a dejar tus preocupaciones en manos del Señor…
De esa manera Brenda comenzó a deambular por los oscuros laberintos del alma de su protegido. A partir de aquella tarde Bruno se mostró cauto con sus desbordes sexuales. Aceptó la abstinencia propuesta por la muchacha, por lo menos en tanto lograra procesar el complejo de Edipo que aparentaba ser la fuerza motriz de sus desvaríos juveniles y causa primaria de la locura que lo convertiría en asesino sanguinario.
Brenda sabía que, además de las cuestiones familiares, había otro secreto en la vida de su novio. A veces Bruno se ausentaba por semanas enteras. Los mensajes en el banco de cemento brillaban por su ausencia y no había forma de establecer contacto con su protegido. En algún momento pensó que se había metido con delincuentes de la zona. Ellos abundaban en el barrio y siempre estaban a la pesca de nuevos candidatos. La manera de esquivar conversaciones y no justificar sus ausencias la llevaban a plantear hipótesis variadas. En cierta medida, descabelladas. Supuso la existencia de una vida paralela. Hijos con otra mujer. Tal vez, una relación incestuosa con su madre…
—¿Dónde estuviste esta semana? Habíamos quedado en ir al cine el lunes. Te esperé en la plaza durante dos horas, pero me dejaste plantada. Desaparecés así, de repente. Y no me avisás…
—¿Y quién te dio exclusividad en esta relación, linda? Yo soy hombre libre. No lo olvides. Y cada vez lo seré más si continuás negándome tu lindo pubis.
—Hablemos en serio.
—Eso estoy haciendo, tonta…
—Decime la verdad, ¿dónde estuviste estos días?
La respuesta siempre resultaba evasiva. No había forma de conocer el secreto que imponía límites en un territorio personal y arcano. Brenda guardó el último mensaje en su mesita de noche, junto a los otros. Comenzaban a transformarse en una colección interesante de poesía testimonial.
Ingresó a la casa abandonada. Bruno estaba sentado en el rincón donde tiempo atrás le alcanzara el pañuelo para limpiar las consecuencias de su abuso. Sonreía. El aroma a marihuana flotaba en el ambiente.