Читать книгу El último tren - Abel Gustavo Maciel - Страница 13

Оглавление

2

El Olimpo contaba con pocos clientes esa noche. Patricio pensaba que tal vez el propio don Alexis había planificado las cosas de tal manera. Los guardias ubicados en las habitaciones del fondo resultaban sugestivos portando esas armas a la altura de sus cinturas.

—Hoy habrá pocos tragos —le había dicho el colombiano apenas iniciadas las actividades del club nocturno.

A veces se daban esas contingencias. Al barman le gustaba descansar de los avatares nocturnos. Podía aprovechar el tiempo para mantener conversaciones con el personal de seguridad, entre quienes tenía varios amigos. O, como en aquella ocasión, dialogar con Susana, una de las chicas que Vallejo utilizaba para congraciarse con sus clientes. La mujer ejercía cierto hechizo sutil sobre su persona.

—Hoy el ambiente está tranquilo. Vas a poder descansar del trajín de ayer, con todos los tipos que asistieron. A veces el trabajo se complica, ¿no? —comentó a la prostituta.

—Nunca se sabe, cariño. Aquellos que están en la mesa cuatro son buenos clientes. El pelirrojo está bien “calzado”… Le escapo cuando puedo, pero el tipo es insaciable…

Patricio observó al individuo mencionado por la mujer. Lo conocía. Era uno de los distribuidores de don Alexis en la frontera paraguaya. Personaje difícil. Se comentaba que tenía un par de muertos en su haber. Al tipo le gustaba hacer ostentación de armas. Las llevaba en la cintura como en el viejo oeste americano. Para evitar revuelos, cuando ingresaba al Olimpo, el colombiano se las hacía dejar en el bar.

—El desgraciado hace lo de todo buen enano —comentó sonriendo—. ¿Te sirvo algo? Ya sabés, la primera copa va por cuenta de la casa.

—Dale. Un escocés por favor. Quiero aflojar las tensiones.

El barman tomó la botella que descansaba a un costado de la barra y sirvió buena medida en uno de los anchos vasos disponibles en el mostrador.

—¿Algún problema, linda? Te veo… preocupada.

Susana era mujer atractiva. Tenía unos cuarenta años de edad. Sabía mantenerse en forma a pesar de ciertas arrugas que comenzaban a instalarse en las manos y en el cuello. De cabellos rubios y ojos verdes, la mujer cautivaba con su sonrisa. Sabía utilizar ese encanto con sus clientes. En su vida privada, ella era de pocas palabras y escasas sonrisas. Oriunda de Gualeguaychú, Entre Ríos, pertenecía desde unos diez años atrás al selecto grupo femenino de don Alexis. Había ejercido la prostitución cuando joven y resultaba una experta en esas lides. Era famosa por su gran resistencia para encarar las faenas largas. En uno de estos destinos lo conoció a Vallejo, quedando perdidamente enamorada del colombiano. La impronta la condujo a abandonar la explotación personalizada de su profesión, escapando con su amante. Al cabo de algunos meses comenzaba a ejercer la prostitución dentro del ambiente de los narcotraficantes.

Don Alexis la trataba con cierta deferencia, tal vez a consecuencia de ese vínculo que los unió en aquellos primeros tiempos. De todas formas, el colombiano respetaba a sus mujeres. Les brindaba el afecto paternal que ellas necesitaban para mantenerse en el submundo clandestino, un territorio plagado de oscuras pasiones y a su vez disfrazado de refinamientos impostados.

—La soledad, Patricio, la soledad… Ese es el problema.

—No estás sola, linda. Aquí somos una familia, ¿no? Cuando alguien del grupo tiene un problema los demás lo contienen.

—Sí. Sí. Vallejo es buena persona. Pero la cosa cambia cuando estás en tu departamento, mirándote al espejo… Los años pasan y el futuro comienza a transformarse en una casa de retiro para ancianos.

Patricio percibió la depresión de su amiga. La conocía bien. Incluso habían compartido alcoba en varias oportunidades. Susana se negaba a cobrarle los servicios debido al status de un buen amigo que lo colocaba en otro plano de relaciones. El barman tampoco abusaba de aquel vínculo. Sabía que don Alexis conocía sus andanzas con las muchachas del local, pero mientras mantuviera cierto decoro en las acciones el jefe se haría el distraído. Además, había comenzado a sentir aprecio genuino por aquella entrerriana de paisajes verdes en su mirada y sonrisa cautivadora.

—No debemos pensar en el futuro, querida. Siempre nos dijeron que estaba a la vuelta de la esquina, pero no nos indicaron cual era. Fijate todas las esquinas que tiene Buenos Aires. Cada una con un futuro distinto esperando a los giles que las transiten.

Susana sonrió por primera vez. El barman disfrutaba de ese gesto. En los últimos tiempos había aprendido a robarle sonrisas furtivas.

—Si fuera así, habría tantas posibilidades para el caminante callejero que no se podría hablar de un futuro. Quizá tampoco de un destino…

—El destino se elige, querida mía.

—¿Y cómo puede haber tan solo uno para cada persona con tantas esquinas que tiene Buenos Aires?

—No te preocupes por el devenir, linda. Para gente como nosotros solo existe el presente. Ni siquiera el pasado tiene sustancia en este momento. Mirá, nena, los recuerdos solo sirven para entristecernos…

Susana bebió de su vaso. En esos momentos Patricio pudo percibir un horizonte de pasado en los ojos de la mujer.

—¿Cuánto tiempo hace que estás limpia...? —preguntó sin mirarla intentando mostrarse indiferente.

Ella volvió a beber, esta vez un trago largo. Hizo un gesto con la boca. Luego contestó, resignada:

—No conté los días… Una semana. Tal vez diez un poco más… Sabés como son estas cosas. Los años pasan y una trata de tener el control de la propia vida. Como si pudiéramos ejercer la libertad sin necesitar el andamiaje externo. Las muletas, algo en qué apoyarse.

—Este mundo es demasiado denso para ese tipo de libertad, pequeña.

Durante un minuto Patricio contempló a esa mujer que compartía el duro sendero que la vida les había impuesto. O simplemente el que eligieron desde algún plano inconsciente. La imaginó dentro de algunos años. Las arrugas propagándose por un rostro en el otoño de sus posibilidades, los ojos tristes transformando el verde paisaje en un horizonte marchito, sus pechos aún firmes y prometedores abandonados a la insistente atracción gravitatoria.

El barman buscó debajo de la barra. Allí tenía un compartimiento secreto que ni el propio Vallejo conocía. Ocultando el objeto en la palma de la mano derecha, deslizó la misma por sobre la superficie del mueble. Observó a Susana con una sonrisa. Ella se quedó mirando su mano con expresión distraída. Al principio sus ojos denotaron indiferencia. Cuando comprendió la razón del movimiento comenzaron a brillar extrañamente.

—A veces resulta bueno dejar de ser uno mismo por un breve lapso de tiempo en esta hoguera de vanidades… —comentó el hombre con voz calmada.

Susana colocó su mano por debajo de la de Patricio y sintió el contacto con el pequeño sobre. Con movimiento cuidadoso lo guardó en su bolso de mano.

—No puedo pagarte ahora —le dijo con ojos agradecidos.

—No importa. Entre amigos no existen las deudas.

Se miraron durante unos segundos. Ambos sonreían. En ese breve intervalo la eternidad expresaba sus designios.

La figura de don Alexis emergió por la puerta disimulada detrás de la barra. El barman pudo apreciar la tensión reflejada en el rostro del jefe.

—Prepárame un coñac —dijo con voz apresurada—. El de siempre.

—Sí, señor. Aquí tiene su bebida acostumbrada.

Como por arte de magia una copa de coñac apareció sobre la barra al alcance del colombiano.

—¿Lo prefiere caliente, don Alexis?

—No. Así está bien. Quiero sentir el calor del líquido atravesando mi garganta.

Vallejo contempló el panorama del local. Solo cuatro mesas estaban ocupadas en esos momentos. Las cosas se acomodaban según el plan. La movida que estaba realizando resultaba peligrosa. Aquellos dos incautos tenían amigos y la tranquilidad del ambiente podía cambiar en un instante. Tal vez a esos tipos se les cruzara por la cabeza actuar en consecuencia frente a la desaparición de sus socios. Pero tenía confianza en el plan trazado. Su nombre era respetado y temido en el ambiente. Sin embargo, no podía descuidar ningún movimiento. Observó con mirada pétrea a Susana. No le gustaba que sus chicas bebieran solas en la barra. La excepción era Alicia. Ella sí podía hacerlo, como otras cosas que hacía en las cuales el colombiano no tenía injerencia.

—¿Cómo andan las cosas con el comisario Ballesteros? —preguntó, intentando marcar territorio.

Susana borró cualquier atisbo de armonía en sus ojos verdes. Conocía muy bien a Vallejo. Aquel era un día donde don Alexis ocupaba a pleno su rol de liderazgo en ese grupo de marginales.

—Todo tranquilo —respondió de mala gana—. El hombre se la pasa preguntando por tu vida pública. Ahora quiere conocer tus amoríos privados… Pobre infeliz. Está obsesionado con verte algún día entre rejas.

—No es el único que tiene esos deseos, querida. Sigue recitando el libreto estipulado. Algún día el idiota se cansará de intentar escribir sobre el agua…

Aquella era otra de las tareas que el colombiano asignaba a Susana: realizar el trabajo de una doble agente. De esa manera controlaba el entorno, sobornando y anticipándose a las jugadas de los enemigos.

El comisario Adrián Ballesteros estaba concentrado en las actividades clandestinas de don Alexis. Conocía superficialmente el circuito internacional que movía Vallejo y la facturación anual generada por el grupo. De todas formas, el seguimiento de un clan como el del colombiano excedía sus posibilidades operativas dentro de la fuerza policial. Vallejo pensaba que el policía pergeñaba asociarse de alguna manera con el grupo. Los funcionarios argentinos tenían inclinaciones a las actividades empresarias pero sin hacerse cargo de pérdidas eventuales. Les gustaba contar billetes al finalizar operaciones rentables pero se ponían difíciles cuando se debía restituir patrimonio.

Susana venía desempeñando la función de falsa informante desde hacía unos cinco meses. El contacto lo había realizado un subcomisario amigo del colombiano. A la mujer le costaba ejercer el oficio. El policía era persona dócil, pero también podía volverse violento según las circunstancias. Principalmente cuando bebía más de la cuenta.

Patricio escuchaba la conversación manteniéndose al margen. Solía hacerlo cuando el jefe desarrollaba sus pláticas con socios o proveedores. Pero aquel diálogo en particular le interesaba, tal como le interesaban las cosas que comprometían a Susana. A veces proyectaba en su pantalla mental escenas donde el comisario y Susana se movían desnudos en la alcoba. En esos momentos una gran indignación lo embargaba.

El colombiano hizo un gesto dirigido a una de las mesas lejanas. Parecía un saludo. Habló con voz neutra:

—Ve y atiende al irlandés… Esta noche tienes libre el cuarto número dos. Al número cuatro no te acerques…

Susana terminó de beber su whisky. Observó al pelirrojo con rápida mirada. El irlandés le sonreía desde la mesa. Ella agitó su mano a la distancia.

—Y bien… —murmuró la prostituta por lo bajo—. Todo sea por la causa…

Caminó lentamente hasta la mesa indicada. Los dos clientes la recibieron sonrientes mostrando dientes desparejos y expresiones sinuosas. Conversó con ambos durante algunos minutos. Bebió algún trago mostrándose animada. Rieron formalmente. Luego, sin mediar señal alguna, el irlandés y Susana se pusieron de pie emprendiendo la marcha rumbo a las habitaciones traseras. El segundo en la mesa continuó consumiendo su bebida.

—Tranquilo, Patricio. Todo anda bien —acotó el colombiano una vez desaparecidos el irlandés y la mujer.

El barman no acusó recibo al comentario de don Alexis.

En esos momentos una figura femenina atravesó el recinto. Su paso lento y provocativo llamaba la atención de los pocos asistentes al local. El colombiano mostró sorpresa en la mirada. Patricio sospechaba que el jefe sentía cierto temor ante la presencia de “la figurita difícil”.

“Siempre le tuvo miedo”, se dijo, molesto con sus propias ideas. Proyectaba en don Alexis el resentimiento de imaginarla a Susana en el cuarto a merced del pelirrojo. La mujer caminó hasta ubicarse en la barra frente a los dos hombres. Esa noche su rostro se percibía serio y la mirada dura. El barman conocía aquella expresión. La vida personal de Alicia transitaba un territorio sellado a la vista de los demás. Ni el propio colombiano tenía acceso a sus secretos más íntimos.

—¿Una bebida, señora? —preguntó Patricio.

—Servime en vodka con hielo.

Las palabras se escuchaban como una orden. El barman procedió a complacer el pedido.

—Como ves, todo está tranquilo. Tal como te lo había mencionado.

Vallejo hablaba con cierto recaudo. Estaba tanteando el terreno. Con Alicia nunca se sabía dónde uno estaba parado.

—Esta noche estoy cansada, Alexis. Quisiera acostarme temprano.

—Hoy vamos a descansar todos temprano…

—¿La habitación cuatro permanece ocupada?

—Sí. Todavía no he tenido tiempo de disponer de esa mercadería. Ven, vamos a la número uno…

El colombiano abandonó la barra saliendo por un extremo de la misma. Alicia tomó la copa preparada por el barman. Lucía un vestido largo, de color azul brillante, profundamente escotado y con un provocativo tajo desnudando la pierna derecha. Sobre los hombros llevaba una estola de alto presupuesto. Los cabellos, ondulados y largos, caían como cascada insinuante sobre sus hombros. Tenía toda la presencia de una mujer refinada y deseable. Por algo la llamaban “la figurita difícil”.

Don Alexis la tomó del brazo y caminaron rumbo a la puerta que comunicaba con los cuartos traseros. A Vallejo le gustaba hacer ostentación de aquella mujer, pretendida por todos sus asociados. Recorrieron la pista de baile con paso lento. Los hombres sentados en las mesas observaban al jefe con miradas de admiración y reconocimiento. Solo un verdadero varón podía mostrarse de aquella manera con tan preciada propiedad.

Patricio los observó desaparecer tras la puerta custodiada por uno de los muchachos del jefe. Imaginó la plácida noche que le esperaba a Vallejo, alejado de los embates de un negocio donde resultaba necesario jugarse la vida cotidianamente. Pensó en Alicia. Don Alexis tenía estilo.

La pareja transitó el ancho pasillo donde desembocaban cinco puertas decorosamente espaciadas. En una de ellas se encontraba parado un custodio. Vestía traje oscuro que denunciaba la presencia de un arma debajo de la cintura. La puerta, con trazos metálicos, tenía el número cuatro pegado en su frente. Caminaron rumbo a la habitación número uno. Al aproximarse al hombre don Alexis preguntó:

—¿Todo en orden?

—Sí, señor. No han querido probar la cena pero bebieron abundante agua. Uno se lastimó las muñecas intentando sacarse las esposas pero ya lo hemos solucionado…

—Muy bien. Recuerden, los quiero enteros. En una hora comenzaremos otra ronda de interrogatorios.

—Como usted diga, don Alexis.

La pareja se dirigió a la primera habitación. Dejaron tras de sí al custodio. El hombre resguardaría la seguridad del cuarto donde se encontraban secuestrados los prisioneros.

El último tren

Подняться наверх