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CAPÍTULO CINCO

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El paisaje era espléndido cuando se lo contemplaba desde la carretera. Parado a un costado y a una veintena de metros de la garganta profunda se podía apreciar aquella playa de características apacibles. El lugar resultaba poco frecuentado por los turistas. Tal vez, el origen de esta circunstancia se debía a la vieja leyenda del barco encallado desde el siglo diecisiete. Al parecer, los marineros sufrieron una trágica muerte a merced de las inclemencias de una gran tormenta. Desde entonces los lugareños contaban historias de fantasmas vagando por la playa en las noches. Incluso alguno se atrevió a denunciar estas presencias en la estación de policía del pequeño pueblo de Aguas Azules ubicado al sur de Chapadmalal, en la costa atlántica.

En realidad, el motivo que alejaba las visitas de los forasteros era el hecho de no contar con una buena hotelería en muchos kilómetros a la redonda. La ruta marcaba una senda limpia de cemento avanzando sobre los desniveles del terreno. El paisaje resultaba majestuoso. En dirección al sur, a la derecha, se observaba el campo verde, de espesura pareja y baja altura. Una alfombra vegetal jugueteando con las subidas y bajadas. Calles de tierra ingresando en territorios desconocidos se perdían tras un horizonte arbolado. Algún cartel pequeño indicaba un pueblo invisible y salpicando el territorio se mostraban caseríos discontinuados con sus techos de tejas.

El pueblo de Aguas Azules estaba emplazado a unos tres kilómetros hacia el interior del campo. Lo habitaban unos quinientos pobladores viviendo sin tiempo ni prisas, acostumbrados a languidecer con las tardes estivales o desaparecer compulsivamente durante el invierno, cuando la leyenda del barco encallado recrudecía con todo su esplendor. A la izquierda de la ruta se veía un sector plano de pasto recién cortado. Al terminar su extensión, aparecía la profunda garganta del acantilado conformado por las anchas piedras, planas y doradas. Debajo explanaba su omnipotencia el océano abierto, cuyas olas acariciaban una playa limpia y desierta. El horizonte marino se confundía con el cielo. A veces costaba distinguir la línea divisoria. Los automóviles transitaban el camino esporádicamente en esa época del año. Los menos apurados solían detenerse frente a la garganta a contemplar el paisaje.

Algunos pescadores aparecían misteriosamente cuando el alba despuntaba. Aprovechaban los murallones naturales, una secuencia de piedras desparejas que se internaban en el mar, para realizar su faena. Allí trabajaban en silencio con sus aparejos y cañas de pescar. Los embates del viento azotaban la costa en la mañana. Entonces, las olas se mostraban salvajes. Producían gran revuelo de espuma blanca sobre la playa. A mayor penetración de las piedras en el mar, las posibilidades de pesca aumentaban. No obstante, también lo hacía la altura de las olas. Ellas los golpeaban inmisericordes, bañando plenamente a esos buscadores de sensaciones. Por supuesto, entre los lugareños no faltaba la historia del pescador atrapado entre las piedras debido a la acción de una ola de gran tamaño. Y de cómo su cuerpo desmembrado fue devorado por el mar a raíz de su temeridad al enfrentarse con los elementos de la naturaleza.

Por la tarde, la puesta de sol cubría el horizonte marino con una hermosa tonalidad rojiza. Las aguas aquietaban sus quejas, tal vez cansadas de las protestas diurnas y la necesidad de un merecido descanso con el avance de las sombras. A veces la diminuta figura de un barco se recortaba en la línea lejana de un océano que parecía sangrar con la puesta del sol. No era ruta de buques pescadores ni cargueros. Probablemente se tratara de una embarcación particular transportando a los aventureros de fin de semana. Cualquier observador parado en la explanada previa a la garganta distinguiría la forma lejana de una persona caminando rumbo a la playa, bajando directamente a través de las piedras. Bamboleando su cuerpo de un lado a otro realizaba el equilibrio preciso para no caer rodando por la dura pendiente.

Aquella resultaba la hora más preciada en el corazón de un muchacho lleno de expectativas a sus doce años. Caminaba con paso lento. Sostenía en sus manos un balde plástico y una palita dentro de él. Estaba dispuesto a regresar a la cabaña arrastrándolo por la arena si fuera necesario. Las almejas esperaban por millones en la playa desierta y cuando cubrían la altura del recipiente resultaba tarea difícil transportarlo. Había conocido la magia del crepúsculo mucho antes de contar con la libertad de recorrerlo. Su madre solía relatarle fábulas orientales que hablaban de costas lejanas en la cabaña compartida durante las vacaciones de verano. Solos y alejados del mundo en ese páramo perdido se entendían muy bien.

De vez en cuando, siempre de forma inesperada, el padre aparecía de la nada para instalarse por unos días como tercero incluido en la relación. Entonces, el joven sentía que los atardeceres se vestían de tristes colores. Aquél eclipse no duraba mucho. El hombre tenía la tendencia de marcharse una vez conseguido su objetivo. Y todo volvía a tener el encanto especial. Él y su madre, solos en el paraíso…

Pasaban las mañanas contemplando gaviotas y veleros desde la ventana del cuarto del muchacho. Y cuando llegaba el momento de la despedida, previo a la partida rumbo a casa con su padre, él construía en la playa un enorme castillo de arena con sus manos. Tal vez en su mente pergeñaba desafiar el paso del tiempo alimentando la esperanza de encontrarlo en pie al año entrante. El joven no solía tomar contacto con los lugareños ni los pescadores. Su madre era persona estricta en estas cuestiones.

Sin embargo, una de esas tardes ocurrió un evento particular.

Encontrándose ensimismado en la tarea de recolección de almejas percibió de repente la presencia de un hombre a su lado. Se sorprendió al verlo parado allí, a dos metros de distancia, observándolo. Parecía haber salido de la nada. Tampoco se distinguían huellas en la arena que justificaran una caminata por la playa.

Le sedujo la estatura del recién llegado. Era delgado, pero de buen porte. Vestía ropa blanca que brillaba con el sol. Sonreía levemente al mirarlo. Su edad parecía indefinida. No era joven, pero tampoco viejo. En realidad, no tenía edad. Su cabello largo se veía de un rubio extremo, casi cano. Flameaba con la brisa del viento.

—¿Hay almejas, muchacho? —preguntó con extraña voz.

—Sí, pero… ¿de dónde salió usted...?

El hombre hizo una seña vaga.

—De por allá. Discúlpame. No quise molestarte.

Hablaba con toda corrección. El muchacho rápidamente percibió la impronta denotada en su forma de hablar. El extranjero, indudablemente, no pertenecía a estas tierras. Contempló el brazo del recién llegado. Mostraba un tatuaje de gran tamaño que semejaba un emblema místico. Aquella geometría se fijaría en su consciencia para siempre.

—¿Qué significa ese círculo? —preguntó sabiendo de antemano que no obtendría respuesta.

—Solo es una imagen, como todo lo que ves a tu alrededor.

El joven observó el horizonte marino. Aquella respuesta, dada su simpleza, le indicaba la presencia de un secreto inquietante.

—¿Te gusta mirar el horizonte, las olas, la lejanía?

—Pues… Sí, señor.

—Los ojos humanos solo ven lo superficial. A veces debemos ampliar nuestra visión de las cosas para descubrir la verdad encerrada en las formas… Toma, prueba con esto.

Como por arte de magia aparecieron en su mano derecha unos pequeños binoculares tan blancos como su vestimenta. Se los ofrecía sonriendo. El muchacho los tomó y efectuó un recorrido óptico de la costa. Embelesado por el poder de contemplación que el dispositivo le brindaba se mantuvo unos minutos en aquella posición de observador. Cuando intentó hablarle al extranjero percibió su soledad, de pie junto al pozo excavado para buscar almejas. El hombre de la vestimenta blanca había desaparecido de la misma forma en que se presentara. Se esfumó en el aire. A su madre no le contó lo sucedido por temor a las reprimendas. Desde esa tarde, cada vez que marchaba a la playa, guardaba los binoculares en el baldecito.

Aquél parecía un crepúsculo de tonalidades diferentes. Caminó torpemente, sintiendo la arena pegándose a sus pies desnudos. La superficie de la playa se presentaba ondulante a causa de las caricias continuas de las olas. Se detuvo donde solía realizar la faena. Comenzó a hurguetear con la palita buscando las duras caparazones. A su madre le gustaban las de gran tamaño y tonalidades verdes. Las abrían por las noches como si se tratara de un ritual. Iluminados por la luz mortecina de un farol a kerosene reían juntos en tanto llenaban la mesa de conchas. Exprimían limón en la carne flácida y comían con placer. Una ola rompió con violencia sobre los murallones y el muchacho levantó su mirada.

La figura femenina apareció entre las rocas, a unos doscientos metros de distancia. El sol, detrás de la escena, apenas permitía percibir los contornos del cuerpo esbelto y delicado. Ante los ojos sorprendidos del joven la mujer comenzó a desnudarse con rápidos movimientos. Acompañaban la ceremonia el murmullo perpetuo de las olas, el crepúsculo apaciguando los colores y un velero perdiéndose en el horizonte. Instintivamente tomó los binoculares y comenzó a contemplar la escena desde su privilegiada visión.

La mujer, desnuda ya, permaneció unos instantes parada sobre las rocas más altas. La brisa jugueteaba con alma de niño entre sus largos cabellos claros. Las gaviotas dejaron de revolotear y el mar apenas parecía respirar. Todo era quietud. El joven la contempló con ojos de anciano, como si hubieran visto mucho de la vida. El paisaje le parecía una fotografía, un gracioso mural que habría deseado llevar a casa y colgarlo en una de las paredes de su habitación. Lo observaría largamente durante la siesta. También por las noches, mientras la respiración de su madre acompasaba el silencio penetrando a través de la ventana. La presencia de los fantasmas del barco anclado flotaba en ese rítmico susurro. Le costaba mantener en firme la posición de los binoculares. La mujer observó el cielo durante algunos instantes. Parecía en cierta manera distraída. Luego penetró lentamente en el agua hasta desaparecer. En la orilla quedó, como prueba de su existencia, la ropa, flameando al mismo ritmo del viento.

Esa tarde el muchacho permaneció durante mucho tiempo en la bahía. Dentro de sí sentía que algo había cambiado para siempre. Un cristal interior se desmoronaba en mil pedazos. La inmensa soledad con sabor a desdicha impregnaba su boca. Ya nada podría ser igual. El balde, apenas lleno de almejas, perdía la importancia que el verano le asignaba. Tal vez la inexistencia lo reducía a la nada. Caminó sin tener noción de tiempo y espacio. Sin embargo en su interior también pulsaba el deseo ancestral pidiendo a gritos ser atendido. Cuando divisó la cabaña observó la ventana de la habitación iluminada. Pudo representarse la escena. Comprendió de repente que el encanto de todos aquellos relatos orientales se había marchado para siempre. Entonces, lloró…

—¡Bruno, qué bueno verte aquí! —la voz de su madre lo recibió. Se sentía desprotegido, con la mirada perdida.

La inocencia infantil había desaparecido. Ahora la suplía la urgencia del deseo. Después de todo, sería un hermoso y desdichado recuerdo haber contemplado a su madre desnuda en la playa…

El último tren

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