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Me siento junto a mi madre y Candela, que están muy ensimismadas en lo que parecen unos manteles de ganchillo. ¿O son colchas? Ni idea.

Juan y mi padre están sentados en el borde de la piscina, con los pies dentro del agua y unas cervezas en la mano.

—¿Qué vamos a cenar? —les pregunto en voz alta.

—Pescado —me responde mi madre sin ni siquiera levantar la cabeza.

—Vale —me limito a contestar cambiando el sillón por una de las tumbonas.

Al momento, Oliver se asoma por las cristaleras del salón.

—No voy a cenar aquí. He quedado con Pau y Víctor para ir a tomar algo.

—Ah, vale, cariño. Sin problema —le dice su madre con una sonrisa—. Pero no fuerces mucho la pierna.

Oliver alza una ceja.

—Te recuerdo que el médico me dijo que debía empezar a hacer vida normal.

—Pero poco a poco, ¿no?

Oliver resopla.

—Hasta luego —se despide con una sonrisa y elevando la voz para que mi padre y el suyo lo escuchen.

Yo hago un gesto con la cabeza en respuesta. Antes de volver dentro, su mirada se cruza durante unos segundos con la mía y mi estómago se sacude levemente. ¿Qué ha sido eso? En fin, me viene bien un respiro de Oliver.

Durante la cena, mi madre y Candela me dicen que mañana tienen planeado ir de compras, por si quiero apuntarme. Por favor, ¿cómo voy a negarme? Soy la reina de las tiendas. Leer y comprar son mis pasatiempos favoritos. Claro que tengo que recordarme que estoy en paro y que debo de tirar de mis ahorros. Qué crueldad más intolerable.

Cuando me voy a la cama a la una de la madrugada, Oliver todavía no ha vuelto. Supongo que la noche se ha alargado. La imagen de él con alguna chica cruza mi mente y me provoca una sensación extraña en la barriga.

Pero ¿qué haces pensando en esas cosas? Suspiro y cierro los ojos, obligándome soñar con ovejitas saltando una valla.

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, vamos de camino a Barcelona. Está a una media hora, o tres cuartos si pillas un poco de atasco, pero queremos quitarnos el sol del mediodía.

He tenido un sueño demasiado intenso con Oliver y me he levantado bastante afectada. La idea de Lucía de la aventurilla de verano con él cada vez me va seduciendo más, y no debería; nuestras familias son muy cercanas. Si pasara algo… Ya me imagino a Candela y a mi madre preparando el bodorrio.

Miedo, pánico, terror.

No conozco a este nuevo Oliver, pero, no sé por qué, no me lo imagino siendo el típico tío que solo quiere un polvo y hasta luego.

Se ha convertido en alguien bastante reservado y un poco apático. A ver, no es que sean cualidades negativas, pero yo estoy acostumbrada a fijarme en otro tipo de hombres. De esos que llaman la atención no solo por su físico, sino porque tienen la habilidad de camelarte con cuatro palabritas. Me gusta que ellos lleven la iniciativa aunque yo también tenga dotes de mando. Pero tampoco me han dado buenos frutos los hombres así. Mi ex era uno de esos. Con ese porte chulesco, siempre tan bien arreglado, pero tan corriente en la cama. Oliver parece lo opuesto. Pero supongo que el hecho de que fuera mi primer beso y mi primer amor está influyendo en mi cabeza.

Tengo que dejar a un lado todo esto si quiero arreglar las cosas con él y que volvamos a ser amigos. Nunca he sido de las que piensan que sexo y amistad sean una buena combinación. Al menos, cuando no quieres que llegue a nada serio.

Mi madre, Candela y yo paseamos y miramos los impresionantes escaparates del paseo de Gracia. Y digo «miramos» porque no podemos permitirnos comprar ni un monedero. No soy muy fan de venir a esta calle porque, si no puedo comprarme nada, ¿por qué voy a mirar y sufrir inútilmente? Gucci, Tiffany, LV, Armani… Tengo la cara pegada al cristal de La Perla cuando mi teléfono vibra.

Es un wasap de Lucía.

Lucía:

Amiga, ¿estás ahí?

Ya no te acuerdas de mí, me has cambiado por el bombero buenorro.

Leo los mensajes de WhatsApp con una sonrisa. Le hago una foto con el teléfono a la calle y se la envío.

Victoria:

Qué idiota eres.

Estoy de compras por Barcelona. Con mi madre y Candela.

Lucía:

¡Hala!, menuda callecita. ¿Te ha tocado la lotería y no me lo has contado? Porque aquí no quieres ni pasar por la calle Serrano.

Victoria:

Solo estamos mirando y poniéndonos los dientes largos.

¿Y tú qué? ¿Ya has acabado el turno?

—Niña, mira por dónde andas, que vas a darte un batacazo —me regaña mi madre.

Y tiene toda la razón. Andar y escribir en el teléfono al mismo tiempo no se compaginan bien.

Aprovecho que dejamos el paseo de Gracia atrás, y me siento en un banco a esperar a que mi madre y Candela salgan de una mercería. Mi madre y su ganchillo. O el punto de cruz. Mi casa está repleta de mantelerías, toallas y colchas. Le tengo advertido que cualquier día me pongo a venderlo todo por Wallapop.

Lucía:

Uf, ahora mismo. Acabo de llegar a casa. Voy a desayunar, y me voy a la cama.

Victoria:

Muy bien. Yo seguiré echando un ojo y comprando poco. Que mis ahorros empiezan a resentirse.

Lucía:

Cómo te gusta sufrir. Yo, si no puedo gastar, no voy ni a mirar.

Victoria:

Soy masoquista.

Lucía:

Por cierto. Mañana tengo el día libre y… ¿sabes con quién voy a pasarlo?

Como si fuera tan complicado adivinarlo…

Victoria:

¿Con tu médico sexi?

Lucía:

Me abruma tu inteligencia.

Suelto una pequeña carcajada.

Victoria:

Y a mí, tus acertijos demasiado evidentes. Entonces, lo vuestro va viento en popa, ¿no?

Lucía:

Uf, qué hombre, Victoria. No es como los niñatos esos que he tenido la mala suerte de conocer. Este tiene las ideas claras, y le gusto de verdad. Es un hombre hecho y derecho.

Victoria:

¿Es de esos que quieren llegar vírgenes al matrimonio?

Lucía:

No, idiota. A ver, que no nos hemos acostado todavía, pero sí que hemos guarreado. Mañana vamos a pasar el día en una casa que tiene a las afueras de Madrid.

Victoria:

Coño, qué bien te lo has montado. Con casita en el campo y todo.

Lucía:

Ya ves. Y como hasta pasado mañana por la noche no tenemos guardia ninguno de los dos, pues pasaremos la noche allí.

Victoria:

Supongo que esta vez sí que vais a consumar.

Lucía:

Sí, sí. Cabrona. Como conejos. Ja, ja, ja.

Seguimos caminando y entramos de vez en cuando en alguna tienda. Las baratas.

Mientras, sigo hablando un ratito con Luci, que me pregunta por Oliver y mis avances.

Victoria:

Tía, que esté cañón está distrayéndome demasiado, y no es bueno.

Lucía:

¡Coño! ¿Y desde cuándo eso es malo?

Victoria:

¿Quizá desde que es un examigo de mi infancia, estoy en su casa y con nuestros padres?

Lucía:

Excusas baratas.

¿Todavía no habéis tenido la temida «conversación pendiente»?

Victoria:

Qué va. Anoche empezamos a hablar un poco de eso, pero lo llamaron unos amigos y se fue.

Lucía:

Hija, pues dale caña, que te queda una semana. En fin, perraca, me voy a dormir, que me duele todo el cuerpo. Ya hablamos.

Victoria:

Sí, sí. Ya me cuentas sobre tu escapada. Suerte.

Me despido de ella con unos cuantos iconitos sonrientes y de besitos, y continúo con mi jornada de compras.

¿Algo pendiente?

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