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Cuando bajo a desayunar la mañana siguiente, me encuentro a mis padres en el salón. Están hablando de llevar el coche al taller y no sé qué más. Les doy los buenos días al pasar, me dirijo a la cocina —que queda frente a ellos— y abro el frigorífico para sacar el zumo; con esto de estar en paro, he dejado de lado incluso el café. Me tenía bastante enganchada, pero es que trabajaba muchas horas y necesitaba mantenerme despierta. Por lo que algunas noches, con tanta cafeína en mi cuerpo, me iba a dormir con los ojos abiertos de par en par como los búhos.

Estoy haciéndome unas tostadas cuando mis padres dejan de murmurar entre ellos y mi madre se aclara la garganta para hablar:

—Oye, Victoria, anoche llamaron Candela y Juan. —Retiro las tostadas del tostador, las pongo en un plato y me siento en la mesa. No contesto, a la espera de que continúe—. Nos han invitado a pasar unos días en Barcelona.

Candela y Juan eran nuestros antiguos vecinos cuando vivíamos allí. Mis padres y ellos se hicieron inseparables casi al instante de mudarnos. Tienen un hijo, Oliver, dos años mayor que yo. Fue mi mejor amigo, al menos durante unos años. Siempre estábamos peleándonos, pero no podíamos pasar más de una hora mosqueados. Solíamos hacer las paces regalándonos algo, sobre todo, cromos de esos que se pegaban en álbumes. A los diez años comencé a tener una especie de enamoramiento por él. No recuerdo por qué dejé de verlo como un simple amigo. Supongo que fue cuando Oliver, con doce años, empezó a hacerse el guay delante de las chicas pero no conmigo, y eso me irritó. ¿Recordáis que mencioné al principio de este libro que mi primer beso fue una tontería de chiquillos? Pues él fue el protagonista. La tontería que hice es para olvidarla y no volver a recordarla jamás. Solo a mí se me ocurrió declararme y darle un beso en mitad de un cumpleaños. Os lo cuento con más detenimiento por si queréis sentir un poquito de lástima por mí, bueno, por mi yo de doce años.

Fue en el cumpleaños de su prima. Vivía también en nuestra calle e iba a mi clase. No éramos las mejores amigas, pero a veces estábamos juntos los tres. Yo tenía doce años, acababan de ponerme aparatos en los dientes y llevaba ya dos años suspirando por Oliver. Seguíamos siendo amigos, pero notaba que no era como antes. Ahora tenía que compartirlo con sus compañeros de clase. Él empezaba a hacerse mayor y, con catorce años, se había convertido en uno de los chicos más guapos del colegio. El caso es que había un par de niñas en el cumple que no paraban de perseguirlo, así que, pensando que podrían quitármelo, me envalentoné y, cuando pude pillarlo a solas —o eso creí yo—, le dije con decisión que me gustaba y le planté un beso en la boca. Así, con un par de ovarios. Me separé, roja como un tomate, y me lo encontré con la boca abierta de par en par, casi más colorado que yo, lo que ya era complicado. Justo en ese momento, unas risitas interrumpieron mi instante mágico. Sus dos amigos estaban riéndose de nosotros a carcajadas. Cuando miré de nuevo a Oliver, su expresión había cambiado por completo. Me miraba molesto, humillado. Se limpió la boca con asco y después me dijo con desprecio: «Buag, Victoria, que eres una cría. ¿Estás tonta o qué?».

Mi corazón se rompió en pedazos allí mismo. Se fue antes de que comenzara a llorar, avergonzado por lo que le había confesado. Llegué a mi casa y le dije a mi madre que me había caído cuando abrió la puerta y vio el tremendo sofocón que llevaba. Me encerré en mi habitación, y la humillación de sus palabras desencadenó en una ira que me duró años. El chico adulto de catorce años llamándome cría. Pero ¿qué se había creído él? Solo lloré ese día y, cuando me tranquilicé, todo ese enamoramiento se transformó en enfado. Así fue como empecé a detestarlo y nuestra relación cambió de forma radical. Oliver no volvió a buscarme ni me pidió perdón y, por supuesto, yo tampoco. Él comenzó a pasar más tiempo con sus amigos y yo, con las mías. Un par de años después, nuestra relación se limitó a simples holas y adiós si nos veíamos por la calle y poco más. Lo eché de menos, muchísimo; pero durante varios meses fui el objeto de burla de sus amigos y él ni siquiera hizo nada para detenerlo.

El día antes de que nos viniéramos a vivir a Madrid estuvo en casa para despedirse de mis padres; a mí solo me deseó que tuviera buena suerte y añadió que ya nos veríamos por Barcelona si regresaba. Fue la conversación más larga que mantuvimos en tres años.

Después de eso, las veces que volví a Barcelona no coincidí con él. Sé que es bombero porque mi madre, de vez en cuando, me pone al tanto sobre algunos aspectos de su vida. Me sorprendió que se dedicara a eso; no lo imaginaba apagando fuegos, la verdad. Pero tampoco es que me hubiese interesado mucho en saber sobre él después de mi vergonzosa declaración o, mejor, me negaba a tener ese interés en él. Quizá porque, como bien me dijo Lucía cuando le conté toda esta historia al principio de conocernos, yo todavía tenía un pequeño resquemor por su rechazo y, muy en el fondo, seguía pillada por él. No coincidí con ella en absoluto, lo mío con Oliver estaba más que superado. Y sí, cada vez que volvía a Barcelona o mis padres me hablaban de él sentía cierta nostalgia. Pero no de un modo romántico, sino más bien amistoso. Incluso me permití buscarlo hace un par de años por Facebook por mera curiosidad, pero no lo encontré.

—Candela y Juan quieren que tú también vayas.

Las palabras de mi madre me devuelven a la conversación. Ni siquiera se me había pasado por la cabeza viajar con ellos. Los miro con la ceja alzada.

—Ah, pero ¿ya habéis decidido que vais a ir?

—Sí. Les hemos dicho que a mediados de julio.

—Pues disfrutad vosotros. Yo tengo que buscar trabajo. Además, ¿qué pinto yo sola con vosotros cuatro?

—Oliver estará allí. —Mi estómago da una sacudida—. Hace tiempo que no os veis. Podríais aprovechar para poneros al día y retomar vuestra amistad. No sé qué pasó entre vosotros para distanciaros tan de repente, pero…

—Mamá, ahora mismo tengo la cabeza en mil temas.

—Te vendría bien un cambio de aires, hija. Oliver está de baja por una lesión en la rodilla y su novia lo dejó hace seis meses por su mejor amigo. No está pasando por un buen momento.

Escuchar eso sobre Oliver me sorprende y apena a la vez, lo de su novia me ha dejado estupefacta. Menuda prenda la muchacha y qué cabrón su supuesto amigo.

—Nuestra relación se enfrió, mamá. Han pasado muchos años, y no sé si a él le gustará que vaya.

—¡No digas tonterías, Victoria! —exclama mi madre irritada—. De pequeños eráis inseparables.

—Tú lo has dicho —la corto—, cuando éramos pequeños. Han pasado muchos años, tenemos nuestras vidas.

—Bueno, hija, al menos podéis poneros al día, y así sales de Madrid.

—No puedo irme de viaje como si tal cosa. Necesito buscar un trabajo —la interrumpo de nuevo, buscando excusas.

Porque sí, es lo que estoy haciendo. Pensar en estar cara a cara con él me provoca retortijones de barriga.

—Solo van a ser… —empieza a decirme otra vez mi madre.

Pero la voz severa de mi padre la interrumpe:

—Déjala, Ana. Si no quiere ir, allá ella. Que siga aquí lamentándose de su vida.

El comentario de mi padre me enfurece.

—¡¿De qué estás hablando?! —exclamo—. No estoy lamentándome de mi vida, estoy agobiada porque me han echado de mi trabajo y de mi piso. Es normal que esté pasándolo mal.

La expresión de mi padre parece suavizarse, pero se mantiene serio.

—Llevas cinco años trabajando. Y en estos tres años que has estado en esa editorial ni siquiera te hemos visto el pelo. Puedes permitirte disfrutar de unas vacaciones, Victoria. —Lo miro con enfado—. Necesitas relajarte. Y ya sabes que para nosotros no es ningún problema tenerte aquí.

Me levanto y dejo el plato vacío del desayuno en el fregadero.

—Ya sé que no vais a echarme de aquí, papá. Pero me gusta mi independencia, y no es fácil volver a casa de tus padres.

—Bueno, hija, no eres la única en este país. Ya sabes cómo está todo. Por suerte, tú tienes un sitio donde vivir.

Resoplo. Esto es lo que yo estaba evitando y lo que me temía de volver a casa: las broncas con mi padre. Su carácter autoritario y su seriedad me sacan de mis casillas. Siempre me he preguntado cómo es que mi madre y él se llevan bien. Un gran misterio. Se conocieron en uno de esos bailes que el ejército solía celebrar los fines de semana y, según mi madre —porque mi padre es un poco seco para eso de los sentimientos—, lo de ellos fue amor a primera vista. Y hasta hoy sigue funcionando.

Sé que mi padre tiene razón. Estas tres semanas he estado vagando por la casa como un alma en pena, me falta ir arrastrando las cadenas.

Por las mañanas estoy en pie a las ocho y media enviando currículos. Pero las tardes se me hacen interminables, no sé estar sin hacer nada. Prácticamente, mi trabajo en la editorial consumía todo mi tiempo. Quizá necesite un cambio de aires, salir de Madrid un poco y despejarme. A lo mejor hasta hago las paces con Oliver y volvemos a ser amigos. Y también echo de menos Barcelona.

Suspiro y miro a mis padres.

—Me pensaré lo del viaje, ¿vale?

A mi madre se le ilumina la cara.

—Lo necesitas, cariño. Disfruta un poco de la vida, que esa editorial te tenía esclavizada.

—No seas exagerada, mamá.

Aunque en el fondo puede que sea un poco verdad. Trabajaba de nueve a tres y de cinco a ocho. También solía ir algunos sábados hasta mediodía y, si tenía tareas pendientes, me encerraba el domingo en casa a trabajar como una loca. Pero es que el trabajo en una editorial es así. Siempre hay manuscritos, historias y documentos para leer y revisar. Y que conste que no estoy quejándome, que el trabajo me gustaba.

La conversación con mis padres se queda ahí. Les he prometido que me pensaré lo de Barcelona y van a darme tiempo para que lo haga.

A eso de la una del mediodía me escribe Lucía.

Lucía:

¡El médico buenorro está aquí! ¡Va a supervisarme hoy y va a darme algo! ¿Cómo coño voy a ser capaz de poner una vía con semejante hombre a mi lado? Va a darme un patatús. Hoy viene… Uf.

Me río a carcajadas cuando termino de leerlo. Mi amiga tiene una especie de enamoramiento platónico con uno de los médicos del hospital donde trabaja. Lleva así desde que entró el año pasado, pero no se atreve a mover ficha. Lucía y yo hemos curioseado su Facebook de vez en cuando y el tipo es bastante guapo, con sus gafitas intelectuales y eso; pero, por desgracia para ella, no es muy activo en las redes sociales.

Es un tipo delgadito, sin llegar a ser un fideo. Pelo rubio ceniza y ojos grises o azul oscuro…, no estoy segura, pero apuesto lo que sea a que mi amiga sí sabe su color exacto. Se llama Jaime y tiene treinta y tres años. Lucía dice que ese es uno de los obstáculos que la frenan para acercarse a él, los cinco años de diferencia. Llevo doce meses insistiéndole para que lo intente. ¿Quién sabe? A lo mejor el muchacho también se ha fijado en ella.

El problema de mi amiga es que espera a que el hombre tome la iniciativa, porque en la primera toma de contacto se corta bastante. Después de que él se acerque, ya no hay quien la pare y deja toda la vergüenza a un lado. Pero, mientras que eso ocurre, ella se vuelve toda indiferente. Así que, si él no sabe interpretar sus señales, va a creer que pasa de él.

La verdad es que no sé de dónde le viene esa especie de vergüenza a la hora de acercarse a los hombres, porque es una chica que se hace notar. Con ella a mi lado casi nunca ligo, eso ha sido así desde siempre. Pelo negro hasta media espalda y ojos grandes verdes. Alta y bien proporcionada; aunque, según ella, la grasa que le falta en el pecho se la pusieron en el culo. Sí, esa parte es la que más atrae a los hombres, pero no tiene un trasero a lo Jennifer López ni nada parecido. A mí me saca casi diez centímetros de estatura. Y yo la verdad es que estoy bien servida de todo. Culo, pecho, piernas…

Tengo los ojos color miel, nada del otro mundo, pero me veo guapa y me siento bien con mi cuerpo. Los quebraderos de cabeza me los provoca mi pelo. Es castaño claro y, en verano, parece que llevo mechas rubias. Tengo demasiada cantidad, y en invierno se me encrespa mucho. Hace unos años cometí una locura; era verano y estaba muriéndome de calor, así que me lo corté a lo garçon. A mi madre y a mi exnovio casi les da un infarto. Siempre lo había tenido a media espalda y, al verme así, mi novio hasta sugirió que me comprara una peluca. ¡Se enfadó y todo por no habérselo consultado, como si él mandara sobre mi cuerpo! Ja. Es verdad que el corte no me favorecía mucho, pero es que Raúl tenía fijación por las chicas de pelo largo. Por eso, cuando me dejó, decidí que no volvería a dejármelo crecer tanto. Ahora suelo llevarlo por encima de los hombros o un poco más abajo, pero se acabó la melena larga.

Miro de nuevo su mensaje y tecleo una respuesta.

Victoria:

Es tu oportunidad, acércate a él. Por lo menos, que note que estás interesada.

Su contestación tarda apenas unos segundos.

Lucía:

Pero qué dices, loca. ¿Quieres que haga el ridículo y que me mande a la mierda? ¡Que voy a tener que seguir trabajando con él!

Tecleo la respuesta rápidamente.

Victoria:

A ver, Lucía, no seas cobarde. ¿No dijiste la otra noche que ya estabas cansada de besar sapos? Quizá sea tu príncipe.

A veces mi amiga me saca de quicio por su falta de confianza en sí misma. Es una mujer impresionante, pero no es capaz de verlo. También es que ha tenido mala suerte con sus novios. Todos han intentado anularla de una manera u otra, siempre la han hecho sentirse inferior a ellos. Le cuesta valorarse a sí misma.

Lucía:

Mi príncipe y el de medio hospital. Que no veas algunas enfermeras lo descaradas que son.

Victoria:

Seguro que tú eres mejor que todas ellas. Así que déjate de excusas y échale ovarios. Ya me cuentas. Suerte.

Su respuesta me hace sonreír.

Lucía:

Gracias, experta en el amor.

Dejo el teléfono sobre la mesa y sigo enviando currículos mientras también le doy vueltas a lo de Barcelona.

Por una parte, me apetece ir. Desde aquel fin de semana en Ávila no he vuelto a viajar a ningún lado y, si no aprovecho ahora que tengo tiempo libre, ¿quién sabe cuándo volveré a tener otra oportunidad? Pero es que realmente me preocupa mi reencuentro con Oliver. No porque vayamos a lanzarnos cuchillos, sé que por su parte fue como si no hubiese pasado nada. Apuesto a que ni se acuerda de mi momento bochornoso. Pero, aunque dicen que el tiempo lo cura todo, es verdad que todavía le guardo un poco de rencor. Sí, éramos niños, y sé que suena un tanto infantil que aún me sienta así, pero lo que ocurrió entre nosotros marcó una etapa de mi vida, una de las peores, y no me resultó fácil pasar página después de aquello.

¿Algo pendiente?

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