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ОглавлениеCuando volvemos a casa, son las seis y media de la tarde. Mis pies ya no pueden más y mi falta de ejercicio es evidente; no aguanto nada. En cuanto regrese a Madrid y encuentre un trabajo, me apunto al gimnasio. Eso dependiendo de cuánto sea mi presupuesto. Aun así, le diré a Lucía que se venga conmigo a correr los días que no tenga que trabajar; aunque es capaz de mandarme a freír espárragos, con lo que le cuesta salir de casa en sus días libres. Si no hay cervecita de por medio, no hay quien la mueva del sillón.
Oliver está en el comedor, tumbado en el sofá viendo la televisión. Lo saludo con una sonrisa y me encamino escaleras arriba a darme una buena ducha. Se me había olvidado el calor que hace en Barcelona en pleno julio.
Después, me pongo unos pantalones cortos vaqueros y una camiseta suelta de tirantes. Me tumbo en la cama y saco el teléfono. Lucía va a pensar que la he tenido abandonada durante todo el día.
En ese momento, mi madre llama a la puerta y se asoma.
—Oye, Victoria, vamos a ir a casa de Pablo y María a cenar. ¿Te vienes o te quedas?
Pablo y María son otros amigos de mis padres. Pongo cara de fastidio antes de preguntar:
—¿Oliver va?
—No. Se queda aquí.
—Yo también, entonces. No puedo con mi alma.
—Vale, se lo digo a Oliver.
Asiento y se marcha.
¿Y si a Oliver no le apetece quedarse a solas conmigo?
A lo mejor tiene planes o quiere invitar a alguien, vete tú a saber. Llamo a Lucía.
—Me tienes olvidada.
—He estado de turismo por Barcelona, por eso no he podido mandarte nada. Y te he comprado un detallito —añado con una sonrisa.
—Entonces, quedas perdonada. ¿Qué es lo que me has comprado?
—Ya lo verás. No seas ansiosa.
—Vaaale. Por cierto, ¿dónde está esa foto que me debes?
—¿Qué foto? —Me hago la despistada.
—La de tu apagafuegos, chica, que me tienes en ascuas.
—Ya te he dicho que no voy a echarle una foto, Lucía.
—No seas puñetera, Victoria. Hazlo por mí.
No puedo verla, pero me la imagino poniendo morritos.
—Pero si tú tienes a tu médico, ¿qué más quieres?
—Uf, mi médico, qué bien suena. Lo del bombero es solo mera curiosidad. Venga, mujer —me insiste.
—¿Cómo narices voy a sacarle una foto sin que se dé cuenta?
—Pues háztela con él.
—Claro. Tenemos esa confianza de superamigos.
—¿Y a qué esperas para que volváis a serlo?
—A que las ranas críen pelos. ¡Yo qué sé! No solo tengo que poner de mi parte yo. Y todavía no hemos estado a solas. Aunque esta noche nuestros padres no van a estar.
—Ponte algo sexi y lígatelo —me anima Lucía.
—No voy a ligármelo.
—Entonces, tú te lo pierdes.
—Anda, déjalo ya y háblame de Jaime. ¿Qué tal vas con él? —le pregunto cambiando de tema.
—Estamos hablando de ti. —La escucho gruñir.
—Sí, hemos hablado de mí y ahora te toca a ti. Cuéntame, mañana tenéis la cita, ¿no?
—Sí, y estoy muerta de miedo. Encima, estás lejos y no puedes aconsejarme sobre el modelito.
—Pruébate las opciones, me pasas fotos y listo. Y en el hospital con él, ¿todo bien?
—Sí, es muy profesional. Aunque anoche… —Se queda callada.
—Anoche, ¿qué?
—Coincidimos los dos solos en los vestuarios y… nos liamos. Mucho.
—Hala, hala. ¡Qué morboso!
—El ambiente empezó a caldearse y tuvimos que parar. No era plan de que nos pillaran.
—¿Y después?
—Después él se quedó trabajando, todavía le quedaban un par de horas, y yo me fui a casa.
—Cuando llegue el momento, vais a cogeros con ganas.
—Es que me hace sentir tan especial que me apetece ir paso a paso.
Continuamos unos minutos más hablando hasta que escucho a mis padres y a los de Oliver despedirse de él y la puerta de la entrada cerrándose.
—Oliver y yo acabamos de quedarnos solos —le susurro con un pinchacito en el estómago.
—Uuuuh, pues aprovecha. Te dejo, que voy a cenar y a la cama; mañana de nuevo a las siete estoy en planta. Suerte, y no te olvides de la foto.
Me despido de ella y cuelgo.
Después, me miro una última vez en el espejo y salgo de la habitación. Bajo las escaleras sintiéndome un poco cohibida y con una sensación extraña de incertidumbre.
Oliver sigue donde estaba cuando llegamos: medio tumbado en el sofá, con el teléfono en la mano y la televisión encendida.
—Hola —lo saludo.
Se sobresalta un poco y levanta la cabeza.
—Qué susto me has dado. No has perdido tu vena de espía —bromea con una sonrisa.
Mi pecho se agita extrañamente y suspiro. Cuando era pequeña, me quedaba embobada viéndolo sonreír, porque tenía…, tiene dos pequeños hoyuelos en las mejillas que… «Victoria, stop».
—Ya sabes que siempre me ha fascinado esa profesión. Es tan de película —le respondo devolviéndole la sonrisa e ignorando el hormigueo en mi estómago.
—Lo sé. Disfrutabas cuando jugamos a buscar pistas, ¿te acuerdas?
Y me dan ganas de decirle que recuerdo cada momento que pasamos juntos, pero termino contestándole un escueto «sí». Me hace ilusión que él también recuerde eso.
—Bueno…, ¿y qué plan hay para la cena? —le pregunto sentándome en el otro extremo del sofá, para no invadir su espacio personal.
—Mi madre dice que hay comida en el frigo, pero podemos pedir una pizza si te apetece.
—Como quieras. —Asiente con una sonrisa, después deja de mirarme y se vuelve hacia la televisión—. ¿Qué estás viendo? —le pregunto con la intención de seguir con la conversación.
Se encoge de hombros.
—Una peli de esas malas que echan siempre en este canal. —Me centro en la televisión, donde un pulpo enorme y un tiburón descomunal están enzarzados en una pelea—. ¿Tienes hambre? —me pregunta unos minutos después.
—Un poco, la verdad. Pero si para ti todavía es temprano…
—No, no —me interrumpe—. Por mí, genial. Tengo hambre también. Entonces, pizza, ¿no?
—Claro, soy fan de la comida basura.
—Yo no debería, pero bueno, no tendré más remedio que quemarlo mañana en el gimnasio.
Me daba miedo llegar aquí y encontrarme con un Oliver completamente diferente. Ya había cambiado cuando me fui, pero que mi examigo se hubiera vuelto un tipo chulo, prepotente o desagradable me producía un desasosiego terrible. Todavía no puedo asegurar que debajo de esa amabilidad que aparenta no se encuentre un ogro, aunque la verdad es que me está sorprendiendo.
Cuando pasas mucho tiempo sin ver a una persona con la que has compartido tanto, la nostalgia que sientes es abrumadora. Oliver está presente en casi todos los recuerdos de mi infancia y fue el protagonista de mi primer beso. Está claro que ya no somos unos críos y que hemos cambiado, la esencia de lo que fuimos también puede ayudarnos a retomar esa amistad. Y creo que los dos seguimos siendo, en el fondo, esos chiquillos que correteaban y se picaban el uno al otro. Tenemos ese «algo pendiente», una conversación que llevo años planeando en mi cabeza, palabras que no le dije en su momento o la oportunidad de quitarme, de una vez por todas, esa espinita que parece no permitirme pasar página.
Oliver se levanta y vuelve un segundo después con el portátil. Lo deja encima de la mesa y se sienta junto a mí. La página de una pizzería está abierta en la pantalla. Su cercanía me pone un tanto nerviosa, sobre todo cuando, sin querer, nuestros muslos se rozan. Su aspecto no está ayudando nada a mis hormonas y no consigo pensar con la cabeza cuando lo tengo pegado a mi cuerpo.
No tardamos mucho en ponernos de acuerdo con las pizzas; parece ser que nuestras favoritas coinciden —barbacoa y queso—, por lo que pedimos dos medianas. Yo con una pequeña suelo llenarme, pero él dice que su cuerpo necesita un buen chute de carbohidratos, y no me extraña con tanto músculo.
Durante los veinte minutos aproximados que tardan las pizzas en llegar, seguimos viendo la televisión enfrascados en un extraño silencio que no me resulta incómodo. Tal vez porque el final apoteósico de la película nos tiene un poco enganchados a los dos. Y mira que no puede ser más mala. Ya que la trama es penosa, no habría estado mal que se hubiesen currado un poquito los efectos especiales.
Oliver sigue a mi lado, con nuestros muslos casi rozándose, y siento el olor de su colonia impregnando mis fosas nasales. Qué bien huele el jodío.
Cuando el timbre suena y se levanta para abrir la puerta, aprovecho para tomar aire. No puedo evitar deslizar la mirada por su cuerpo —sobre todo, por su trasero— y preguntarme cómo se verá con el traje de bombero. Mi vientre palpita y me remuevo en el sofá, nerviosa. ¿Tendrá alguna foto por ahí que pueda curiosear? «Para, Victoria, que esto está yéndosete de las manos». Oliver se da la vuelta y me levanto dispuesta a ayudarlo.
—¿Saco los vasos y cojo las servilletas? —le pregunto.
—Claro. Están ahí —me contesta señalándome unos cajones. Deja las pizzas encima de la mesa, y me acompaña a la cocina.
Mientras preparo la mesa, él coge dos latas de refrescos, me las enseña y yo asiento.
Comemos viendo la televisión, esta vez, un programa de entretenimiento. Intercambiamos algunas palabras, pero nada importante. Cuando recogemos y nos sentamos de nuevo en el sofá, me pregunta:
—¿Te apetece ver alguna peli?
—Si encuentras algo mejor que la del pulpo gigante… —le respondo.
Suelta una carcajada, y mi estómago se retuerce. Durante unos segundos, veo en él a aquel chico de doce años, y siento nostalgia y miedo a partes iguales. Nostalgia por la amistad que perdimos y miedo porque estaba muy pillada por él.
Ahora mismo el dicho ese de «donde hubo fuego, cenizas quedan» me da pavor.
—Tú dime género y yo me encargo —me dice.
—¿Qué tal terror o suspense?
Asiente, conforme, y se levanta.
—Vale, enseguida vuelvo.
Lo veo alejarse por el pasillo. La pierna derecha le tira un poco al caminar, pero apenas se nota. Tengo una necesidad enorme de hacerle muchas preguntas; sobre el trabajo, por ejemplo. Me sorprendí cuando me enteré de a qué se dedicaba. Me siento un poco desilusionada porque Oliver ni siquiera se ha interesado por mi vida en Madrid y creo que lo más normal, después de estar tantos años sin ver a alguien, es ponerte al día con esa persona. Quizá solo es cuestión de tiempo, no lo sé.
Cuando regresa con unos cuantos DVD en la mano, decido dejar de comerme la cabeza y disfrutar de la sesión de cine. Total, es el primer día, mejor esto a no hablarnos en absoluto.
Al final, terminamos viendo Sinister. Yo no la había visto, pero él sí y le gustó mucho. La verdad es que no está mal, y mira que yo soy bastante exigente con el género de terror.
Nuestros padres llegan pasadas las doce de la noche, se despiden de nosotros y se van a la cama. Diez minutos después, somos los siguientes. Cada uno a la suya, quiero decir.
Oliver se despide de mí con un «buenas noches», y yo subo a mi habitación.
Ya acostada, no puedo evitar el pequeño resumen mental del día de hoy mientras voy cogiendo el sueño.