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soy una mujer supersticiosa, aunque tengo que reconocer que derramar sal, pasar bajo una escalera o romper un espejo me ponen un tanto nerviosa. Pero eso del martes trece me resulta indiferente.

Mi padre siempre dice que los que creen en esas «chorradas» son personas inseguras. Yo soy de las que piensan que cada uno tiene derecho a creer en lo que quiere, pero lo de la mala suerte no me obsesiona demasiado.

Sin embargo, aquel dichoso martes trece me pilló desprevenida y con ganas de haberme quedado en la cama.

Creo que mi día de mierda comenzó al darme cuenta de que me había olvidado de pasar por el súper la tarde de antes y no tenía café. Para mí, era algo esencial para ponerme en marcha por las mañanas, pero no tuve más remedio que respirar hondo y optar por un zumo de naranja, al que estuve tentada de echarle Red Bull, pero tampoco tenía. Después de eso, los acontecimientos negativos se fueron sucediendo uno detrás de otro. Las tostadas quemadas, la escasez de mantequilla, la pasta de dientes desaparecida o la media hora que tardé en encontrar las llaves. Salí de casa con el tiempo justo para llegar, algo extraño en mí cuando soy de las que, prácticamente, abren la oficina.

Por el camino me llegó un mensaje de Lucía, mi mejor amiga, que me dejó en shock.

Lucía:

Tía, acabo de enterarme de que Raúl va a casarse. Muy fuerte.

Tuve que leerlo un par de veces hasta comprenderlo. Y sí, pensaréis que, si no pillo esas doce palabras, es que soy algo cortita, pero no. Lo escabroso del mensaje es que Raúl era mi ex, un tío al que le asustaba la palabra «compromiso»; al menos, mientras estuvo conmigo. Y no, por si llegáis a preguntároslo, no sigo enamorada de él. Si es que alguna vez lo estuve. Lo que me molestó fue que hacía apenas un año que había salido huyendo de mi casa. Literalmente.

Nuestra relación siempre fue un tanto… tortuosa. Nos conocimos hace unos siete años por unos amigos en común. Al principio todo fue genial. Raúl era un hombre bastante divertido, coqueto, tenía una presencia que atraía. Los primeros años fueron intensos, estaba loca por él. O quizá ahora me doy cuenta de que estaba un poquito obsesionada. Me sentía tan afortunada de que un alguien tan vistoso como él se hubiese fijado en mí… Y no es que yo me menosprecie, que no estoy nada mal, pero no era de las que ligaban mucho.

Respiraba por y para él.

Trabajaba en un concesionario, por lo que siempre iba de punta en blanco, y su don de palabra era infinito. Le encantaba la moda, y en algunas ocasiones ir de tiendas con él era apoteósico. Su afán por ser el centro de atención en las reuniones a veces era algo martirizante, pues era de esos que entendían de todo pero, en realidad, no sabían de nada. En la cama cumplía, pero no llegaba al notable; muy tradicional y con pocas ganas de probar experiencias nuevas, tan modernillo como aparentaba ser. Pero yo no había probado a otro y no tenía con quién compararlo, así que me conformé. Y eso es lo peor que se puede hacer, conformarse.

Según mi amiga Luci —a la que casi dejé de ver por culpa de él, que no la soportaba—, yo siempre estaba a la sombra de Raúl, de ese carácter tan arrollador y de sus cambios drásticos de humor, que yo terminaba consintiéndole. Las broncas entre los dos se tornaban bastantes desagradables, con muchos insultos por su parte y demasiados silencios por la mía.

Después de cuatro años juntos, lo convencí para que compartiéramos piso. Yo necesitaba salir de mi casa y a él, que con su familia no se llevaba nada bien, le vino de perlas. Me di cuenta con el tiempo de que nos convertimos en meros compañeros de piso. Incluso lo veía menos que cuando vivíamos separados.

Una noche vinieron a cenar los amigos que nos presentaron. Nos dieron la noticia de que se casaban y celebramos con ellos su momento feliz. Cuando se marcharon, y mientras metía los platos y vasos en el lavavajillas, se me ocurrió decir que el día que nos casáramos pasaba de hacer una fiesta multitudinaria y pija. Él no me contestó y yo seguí con mi tarea. Dos días después, llegué de trabajar y me lo encontré sentado en el sofá y con las maletas hechas. Me dijo que no estaba preparado para llevar la relación a otros niveles más formales y que ya no le llenaba. Me quedé a cuadros, con la boca abierta y con la puerta de la calle todavía sin cerrar.

Se levantó, agarró sus pertenencias y se fue del piso sin decir nada más. Unos segundos después me asomé por la ventana y lo insulté de todas las maneras posibles mientras se subía a su coche.

Y un año después de aquella huida grotesca me encontré con este mensaje. Por supuesto, llamé a Luci para saber más; simple curiosidad. Sabía que estaba viendo a alguien porque, aunque perdí un poco la relación con Alejandra y Alberto, nuestros amigos comunes, estos iban dejando comentarios aquí y allá las contadas veces que nos veíamos. Después de cortar, solo lo vi una vez, en la boda de ellos, cuatro meses atrás, pero iba solo y, prácticamente, nos ignoramos. Lo primero que pensé fue que la había dejado preñada, pero no era así. Tan solo, como me informó mi amiga, su amor por ella era tan intenso y profundo que no quería esperar para hacerla su mujer y así poder pasar el resto de sus vidas juntos.

Jodido cabrón, gilipollas y picha floja.

Por su culpa, ahora la que no quiere ni oír de hablar de relaciones formales y compromisos soy yo. Pero bueno, no quiero gastar más tinta hablando de él sin ni tan siquiera haberme presentado, ¿no?

Me llamo Victoria. No Vicky, Vic o Tori. Victoria. Parece que hay cierta obsesión por acortar los nombres largos. Pues el mío me gusta así, enterito. Si hubiese querido otro, habría ido al registro civil a cambiármelo. Trabajo…, ejem, trabajaba aquí en Madrid en una pequeña editorial. Leer siempre ha sido una de mis aficiones favoritas y tengo en tareas pendientes escribir un libro, aunque de imaginación ande algo escasa. Así que, por así decirlo, he tenido más o menos claro a lo que quería dedicarme desde que descubrí el mundo de la lectura. Tenía un trabajo bonito, me sentía genial y estaba a gusto allí. Hasta ese día, que se convirtió en una jodida mierda. Pero a eso volveré cuando termine de presentarme, que me desvío.

Como he mencionado antes, vivo en Madrid, pero no soy de aquí. Nací en Sevilla, a los cuatro años me fui a vivir a Barcelona hasta los quince y después nos mudamos a la capital. Y os preguntaréis ¿por qué tanto cambio? Simple: mi padre es militar. Así que destino al que lo enviaban, allá que nos íbamos mi madre y yo con él. Lo más duro fue llegar aquí a Madrid a una edad muy complicada y dejar en Barcelona a mis amigos y mi vida. Mi padre ya está jubilado, y nos hemos asentado aquí. Es una ciudad que me gusta, pero no me fascina. Añoro Barcelona. Desde que nos mudamos, solo he vuelto en contadas ocasiones, y mis padres no descartan instalarse otra vez allí algún día. Llevan diciendo eso desde hace tres años, pero creo que no se atreven por todo el lío que conlleva una mudanza.

Al principio de llegar aquí incluso amenacé con fugarme, pero entonces hice amigos y me colé por un chico. El dueño de mi primer beso, bueno, segundo. Sobre el primero ya os contaré, una tontería de chiquillos. Así que dejémoslo en mi primer beso adulto. Fue en uno de esos juegos de beso, verdad o atrevimiento, y el muchacho era uno de los más guapos de mi clase. Estuvimos saliendo dos meses hasta que me di cuenta de que era demasiado amigable con las chicas, ya sabéis.

Después de este breve resumen de mi pasado, volvemos de nuevo al asunto importante aquí. El puñetero martes trece, y lo que siguió después del mensajito tocapelotas sobre mi ex.

Llegué a mi trabajo con el tiempo justo y la lengua fuera de tanto correr. Y con tacones, que tiene más mérito. Nada más traspasar las puertas, el ambiente en la editorial me resultó extraño. Faltaba gente, muchos cuchicheaban… y otros me miraban con pena. ¿Qué leches estaba pasando? Dejé el bolso en la mesa y me dispuse a encender el ordenador, pero ni siquiera me dio tiempo cuando la voz de mi jefa me detuvo. Me dijo que necesitaba hablar conmigo, de una manera suave y demasiado amable, cuando siempre era un manojo de nervios. Eso me alertó, pero sin llegar a pensar en el despido, por supuesto. Aunque fue lo que hizo. Sus razones fueron que la editorial estaba sufriendo pérdidas y que no podían permitirse tanto personal. Así que los relativamente nuevos, de hace cuatro años hasta ahora, tenían que irse. Y me tocó. Mis compañeros vinieron a animarme, tanto los que se quedaban como los que también se marchaban. Y salí de allí con los ojos tan rojos que parecía que me había restregado una cebolla por la cara. En media hora volví a coger el metro de regreso, con una bolsa llena de trastos que había ido acumulando en mi despacho.

Llamé a mi amiga Luci para contarle todo el asunto y, aunque intentó animarme, yo lo veía todo negro.

Llegué a mi piso enfadada, irritada y con ganas de meterme en la cama. Cuál fue mi sorpresa al encontrarme allí a una pareja, que rondaría los cuarenta, y a tres niños; el mayor tendría unos once o doce años, y el más pequeño no llegaba a los dos años. Después de que se fuera Raúl, no seguí viviendo en el mismo lugar que había compartido con él —por eso de cerrar etapas y curar heridas—, así que busqué algo más céntrico, pero por consiguiente más caro. Como mi sueldo tampoco era para tirar cohetes, decidí alquilar una habitación y compartir piso.

La propietaria del piso/compañera vino hacia mí con cara de preocupación y me dijo que sus tíos se habían quedado en paro y que iba a meterlos en casa porque ahora mismo no tenían dónde vivir. Que sentía mucho tener que pedirme que me fuera, pero que sabía que mis padres me acogerían mientras la situación se arreglaba. Me sentí mal, por supuesto. Esa era mi casa, la había sido durante un año, y me estaba poniendo de patitas en la calle. La muchacha prometió devolverme el dinero de los meses que tenía pagados y llamarme cuando se fueran por si quería volver a mudarme allí. Como no soy una insensible ni una mala persona, y menos después de ver las caras avergonzadas y descompuestas de aquel matrimonio, asentí sin decir nada y, rápidamente, me fui a buscar mis cosas.

Llamé a mis padres, les conté lo sucedido —tanto lo del trabajo como lo del piso— y les pregunté si podía quedarme en casa hasta que encontrara un nuevo trabajo que me permitiese alquilar algo. Me contestaron enseguida que sí…, y allí que me fui de nuevo con papá y mamá. Adiós, independencia; hola, oficina de empleo.

¿Algo pendiente?

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