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Parece que, en vez de irnos diez días a Barcelona, nos fuésemos un mes.

—¿De verdad hace falta llevar tanta comida? —les pregunto el domingo por la tarde, después de ayudar a mi madre a cargar una nevera con chacina, latas y pasteles caseros.

—Cariño, son dulces que he hecho y cosillas que he comprado aquí para que las prueben.

—Pero si cada vez que habéis ido les habéis llevado cosas típicas de aquí. Seguro que no les queda nada más que probar.

—Sabes que no me gusta ir con las manos vacías a casa de nadie.

Mi madre me lanza una mirada severa y dejo de hablar. Total, siempre termina llevando la razón.

El lunes comemos tempranito y, sobre las dos de la tarde, ponemos rumbo a Barcelona. La verdad es que me hace mucha ilusión ir, aunque el hecho de pensar en mi reencuentro con Oliver me dé retortijones de estómago. Estoy escribiendo a Lucía porque hoy tiene el turno de noche y quiero hablar con ella antes de que comience a trabajar.

Su noche con Jaime fue de película, y mira que ni se acostaron; solo compartieron unos besos y estuvieron charlando hasta altas horas de la madrugada. Él le confesó que hacía un par de meses que se había fijado en ella, pero que con las chicas con las que le apetecía más que un polvo se volvía un poco tímido. Así que habían optado por hacerlo bien y tener primero una cita. La han planeado para mañana martes, aprovechando que coinciden sus noches libres.

Llevamos casi cinco horas de viaje. Mi padre y yos nos hemos ido turnando al volante y, por suerte, solo nos queda una media hora para llegar. Mi estómago se retuerce cada vez más conforme el tiempo pasa. No sé si es que tengo hambre o es que no me ha sentado bien el almuerzo, pero tengo un malestar raro.

El hecho de pensar en Oliver me pone peor, así que no quiero ni hacerlo; al menos, hasta que lo tenga frente a mí y no me quede más remedio.

—Cariño, tienes que seguir hasta Sant Cugat del Vallès —me anuncia mi madre desde el asiento de atrás, pues soy yo la que conduce.

La miro un segundo por el espejo retrovisor.

—¿Sant Cugat? —le pregunto con extrañeza.

Mi madre esboza una amplia sonrisa.

—¿No te dije que íbamos a quedarnos en casa de Oliver?

Mi estómago da una sacudida.

—¿Qué? ¡No!

—Ah, pues eso. Se ha comprado una casa allí y tiene más espacio. Candela y Juan también se quedarán.

—Joder, mamá, esas cosas se avisan.

Chasqueo la lengua contra el paladar y me centro de nuevo en la carretera. Lo que me faltaba, que nos alojemos en su casa. Y yo que pensaba evitarlo todo lo que pudiera.

No conozco mucho este sitio, pero vamos siguiendo las indicaciones de Candela, al teléfono. Nos conduce hasta las afueras de Sant Cugat, a una calle repleta de casas adosadas, todas diferentes; unas de construcción más moderna, otras más tradicionales, pero bastante grandes.

Aparco frente a una vivienda muy chula de dos plantas. Pues sí que cobran bien los bomberos. Desde fuera no se ve excesivamente grande, al menos, no como las que la rodean. Mi madre llama al timbre de una puerta enorme de roble y, a los pocos segundos, Candela y Juan aparecen sonrientes. Me acerco a ellos, que me abrazan con fuerza y me piropean: que mira lo guapa que estoy, que si estoy más delgada… Mi autoestima empieza a irse un poco por las nubes.

Los padres de Oliver entran con los míos mientras yo cierro el coche y cojo mi mochila. Lo demás lo llevan entre todos. Cierro el portalón de entrada a mis espaldas y me encamino hasta la casa por un pequeño caminito de madera. A mi alrededor hay un jardín muy bien cuidado. Al fondo parece haber una piscina, y eso me emociona, porque hace un calor horrible aquí.

Dejo de cotillear todo y dirijo la vista hacia la puerta de la casa.

Oh, joder.

Me detengo en seco. Hay un hombre espectacular en la puerta mirándome con una tímida sonrisa. ¿Oliver? No puedo evitar escanearlo de arriba abajo. Sigue teniendo la misma cara de pillo que a los diecisiete, con sus ojos negros y su pelo castaño oscuro desordenado, como siempre. Pero ahora es el doble de Oliver en tamaño, repleto de músculos y una barba de tres días. Lleva un pantalón vaquero desteñido y roto por algunos sitios, y una camiseta blanca que se le ajusta de un modo indescriptible. En serio, ¿cuándo se ha puesto tan bueno? Me obligo a acercarme a él.

—Hola, Victoria —me saluda con una voz grave, muy masculina y varonil.

—Hola, Oliver —le sonrío.

Estoy nerviosa. Nunca he sido una persona demasiado tímida, pero ahora mismo me vienen tantos recuerdos a la mente que me siento un tanto cohibida.

Después de unos extraños segundos sin decir nada, se acerca a mí y, para mi sorpresa, me da dos besos. El olor de su colonia se cuela por mis fosas nasales e inspiro un poco atolondrada. Qué bien huele.

—Estás muy guapa —añade antes de darse la vuelta y volver dentro.

Respiro profundamente antes de seguirlo, recordándome que solo es Oliver: el que rompió mi dulce e inocente corazón, terminó con nuestra amistad y no me defendió de sus crueles amigos. Creo que, cuanto más feroces sean mis pensamientos, mejor, porque con tremendo macizorro a mi lado estos días se me van a hacer muy largos.

La casa es preciosa, moderna pero acogedora. Y la decoración es chula. A sus padres les falta tiempo para hacernos de guías y mostrárnosla.

Tiene dos pisos y un garaje. En la planta principal hay un salón-comedor con vistas al jardín, una gran cocina abierta, con una isla central, un baño y una habitación doble. Desde lo de la rodilla, Oliver se queda en ella para no tener que estar subiendo y bajando las escaleras.

En la planta superior hay tres habitaciones más, todas con su cuarto de baño. Y flipo con los baños. La bañera es enorme, y también la ducha. Mi habitación está al final del pasillo, es la más alejada. Me gusta eso; por lo menos, tengo algo más de privacidad. Candela y Juan van a quedarse en la habitación de su hijo, y este, aunque está mejor, seguirá durmiendo abajo. Me quedo patidifusa cuando veo la pequeña buhardilla con estanterías repletas de libros y películas. Tengo que decirlo, un hombre al que le encanta leer me pone moña, no puedo evitarlo.

Volvemos a bajar, esta vez, al sótano. Lo ha convertido en un pequeño gimnasio. Hay una cinta de correr, aparatos para hacer piernas, pesas, un saco de boxeo que cuelga del techo y otra máquina, que supongo que será para trabajar los brazos. Así tiene ese tremendo cuerpo el muchacho.

—¿Haces deporte? —me pregunta mientras paseo la mirada por las máquinas.

—La verdad es que no mucho. Cuando trabajaba, casi no tenía tiempo. Lo único que podía permitirme era salir a caminar o a correr un domingo.

—Si te apetece estos días, puedes utilizarlas —me ofrece con una sonrisa amable.

—Eh, gracias. Aunque lo que más puedo utilizar es la cinta. No estoy muy relacionada con todo lo demás.

—Lo que quieras. —Y sonríe antes de dirigirse a mi padre, que está señalando hacia las pesas.

Lo miro un poco absorta y me regaño a mí misma cuando me doy cuenta. El hombre está de toma pan y moja, para mojar muchísimo; parece recién salido de una fantasía erótica o un catálogo de esos de modelos. No puedo creer que sea el mismo Oliver que dejé aquí hace trece años. Ahora lo del rollito de verano no me parece tan mala idea; aunque, claro, supongo que para eso se necesitan dos personas, y a él no lo veo muy por la labor. La amabilidad es una cosa, y el deseo, otra.

Cuando volvemos a subir las escaleras y el impresionante culo de Oliver queda frente a mis ojos, pienso en que debo llamar a Lucía cuanto antes y contarle sobre el cachas de mi examigo. Si unos vaqueros le sientan así de bien, ¿cómo le quedará el traje de bombero? Uf, no quiero ni pensarlo; más bien, no debería.

En cuanto dejo las maletas en mi habitación, me voy directamente a la ducha. La imagen de Oliver cruza por mi cabeza, pero me obligo a apartarla. No puedo ser tan descarada con él. Pero, aunque esté bueno, no puedo pasar por alto que tenemos una conversación pendiente. Sin embargo, parece que por su parte el que dejáramos de ser amigos y todo aquello que pasó le tiene sin cuidado. Supongo que yo soy de esas personas que sienten demasiado y les cuesta pasar página.

Cuando bajo a cenar, están todos en el jardín. Hay focos y lucecitas iluminando el lugar. Este hombre sí que sabe de decoración y no los de Divinity.

Me pregunto si la ex habrá tenido algo que ver en eso. No sé cómo será el tío con el que engañó a Oliver, pero yo, con tremendo monumento a mi lado, no tendría ojos para nadie más.

—Hombre, Victoria, ya era hora —me saluda Juan con una amplia sonrisa.

—Siento la tardanza —me disculpo—, pero es que necesitaba una ducha. —De agua muy fría y una minicharla con Lucía.

En cuanto le he mencionado lo impresionante que está Oliver, me ha recalcado bien lo de la foto. Yo le he contestado que puede esperar sentada, que como no me cuele de noche en su habitación… Uf, eso me lleva a pensar… No, mejor no pienses nada, que tu mente calenturienta ya sabe hacia dónde van a ir encaminados esos pensamientos.

—Sírvete lo que quieras. Hay pollo, cerdo y ternera —me informa Candela señalando la barbacoa en la pared, a unos pocos pasos.

El protagonista de mis tórridos pensamientos está allí parado, dándole vueltas a la carne con las pinzas y con una cerveza en la mano. Cojo un plato, respiro fuertemente e intento serenarme antes de encaminarme hacia allí.

—Ey —lo saludo.

Oliver levanta la cabeza y me responde con una sonrisa.

—¿Qué quieres?

Ahora mismo se me ocurren muchas respuestas, y ninguna acorde con el entorno en el que estamos, pero me las guardo para mí y, en su lugar, contesto:

—Dos filetes de pollo.

—¿Solo? ¿Estás a dieta o qué? —me pregunta divertido, agarrando mi plato y sirviéndome.

—No, es que no me gustan el cerdo ni la ternera. —Él asiente—. Y las dietas y yo no nos llevamos nada bien.

—Y no te hacen falta. —Cuando se da cuenta de lo que ha dicho, me mira algo cortado—. Estás buena, quiero decir, bien. Que estás bien.

Su comentario infla mi ego y me dan ganas de ponerme a reír al notar lo avergonzado que está. Oliver aparta su mirada de la mía rápidamente y vuelve a centrar su atención en la barbacoa.

—Gracias —le susurro divertida—, por la comida y por el halago. —Y me vuelvo a la mesa dejando a Oliver allí plantado con la cara roja.

Vaya, vaya. Puede que estas vacaciones no estén del todo mal. Quizá poner nervioso a mi examigo se vuelva uno de mis pasatiempos favoritos.

¿Algo pendiente?

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