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2. NECESIDAD DE UNA REGULACIÓN CONVENCIONAL

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La regulación legal resulta, sin embargo, fragmentaria e insuficiente, por lo que es imprescindible completarla con una adecuada regulación convencional que atienda sobre todo a las relaciones internas entre el partícipe y el gestor, previendo con suficiente claridad aspectos tan importantes como puedan ser, entre otros, los relativos a la participación en pérdidas y ganancias, derecho de información del partícipe, duración, liquidaciones y rendiciones de cuentas periódicas, causas de extinción, etcétera.

Esta regulación convencional admite una gran flexibilidad en base al principio de autonomía de la voluntad de las partes (art. 1255 CC), pero en ningún caso debe llegar a alterar las características básicas del contrato que seguidamente se expondrán, pues en caso contrario éste quedaría desvirtuado, convirtiéndose en un contrato distinto (v. gr., sociedad oculta, sociedad irregular o préstamo participativo), pudiendo incluso devenir nulo.

La regulación debe ser, pues, lo suficientemente completa para evitar ulteriores discrepancias entre los contratantes en sus relaciones internas; y lo suficientemente precisa para evitar cualquier posible equívoco o duda sobre la naturaleza del contrato que realmente se pretende concertar.

No hay que olvidar que, en la práctica, los principales problemas que suelen llegar a plantearse son, precisamente, los relacionados con la calificación de estos contratos, ya que –a la vista de su propio contenido– no siempre resulta fácil precisar si lo convenido por las partes es realmente un auténtico contrato de cuentas en participación, aunque las partes así lo hayan denominado.

Estos problemas de calificación no constituyen una cuestión meramente dogmática, sino que tienen evidente transcendencia práctica, ya que la calificación que se otorgue al contrato va a ser, en definitiva, la que determine el régimen jurídico aplicable al mismo.

Piénsese que, si el contrato llegara a calificarse como «sociedad» –oculta o irregular– (v. gr. por desprenderse del contrato la posible existencia de un fondo o patrimonio común), el partícipe podría llegar a ser considerado ilimitadamente responsable frente a terceros de las deudas del negocio, en los mismos términos que si se tratara de un socio colectivo. O que, si el contrato llegara a calificarse como «préstamo participativo» (v. gr. por quedar excluida la participación en pérdidas del partícipe), el «gestor» quedaría siempre obligado a la restitución íntegra de la aportación realizada por el «partícipe», en los términos propios de los contratos de préstamo.

Como fácilmente habrá podido deducirse de lo expuesto, el problema apuntado significa, además, que si el contrato ofrece dudas sobre su calificación y llegaran a surgir desavenencias entre las partes o con terceros conocedores de esa relación, existiría un auténtico conflicto de intereses, ya que a cada uno le interesaría que el contrato se calificara de forma diferente.

Por ello, siempre es recomendable, por no decir imprescindible, evitar cualquier expresión que pueda prestarse a equívocos sobre la naturaleza del contrato realizado (en especial, las relacionadas con el término «sociedad» y sus derivados); y, sobre todo, recoger expresamente en el propio contrato los datos básicos tipificadores de las cuentas en participación, especificando de forma inequívoca que la aportación realizada por el «partícipe» no genera la creación de ningún fondo o patrimonio común; que el «gestor» es y sigue siendo el único titular del negocio y que, como tal, desarrollará su actividad y lo dirigirá actuando siempre en su propio nombre y bajo su exclusiva responsabilidad, sin que el partícipe pueda intervenir ni inmiscuirse en su gestión; y que el «partícipe» participa tanto en los resultados prósperos como en los adversos, si bien su participación en las pérdidas queda limitada a lo que aportó o se comprometió a aportar.

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