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III. Vulnerabilidad de las personas con discapacidad

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La noción de vulnerabilidad se basa en el valor de la igualdad y en el principio de protección de aquel que es más débil y está en una posición de desventaja y/o desigualdad20. El colectivo de personas con discapacidad presenta una situación de máxima vulnerabilidad, no sólo en su vida cotidiana al tener que enfrentarse a barreras físicas, arquitectónicas, educativas, laborales, culturales, económicas y sociales, sino también al tener que lidiar con una serie de prejuicios y estereotipos históricamente preservados y perpetuados, un estigma negativo que provoca su aislamiento y exclusión social21.

Aunque los prejuicios y los estereotipos estén íntimamente o estrechamente relacionados con la discriminación y la sustenten22, es conveniente distinguir el significado de estas dos categorías. Los estereotipos son definidos como una “imagen o idea aceptada comúnmente por un grupo o sociedad con carácter inmutable”, sin implicar, en principio, una imagen o idea negativa o desfavorable23. Los estereotipos actúan como una simplificación o deformación de la realidad, al referirse a generalizaciones o imágenes mentales simplificadas que recaen sobre los miembros de un grupo, asumiendo que todos los individuos que lo componen tienen las mismas características. La creación de estereotipos borra o difumina las características individuales de los miembros del grupo, presentando una narración unilateral sobre todo el grupo a partir de un rasgo común, en este caso la discapacidad. Tan pronto como se establecen los límites que demarcan al otro grupo basándose en su discapacidad, se percibe a sus miembros individuales como intercambiables. Este tipo de división entre los de un grupo y los de otro es el origen del pensamiento distorsionado, actitudes negativas y de los prejuicios24. Los prejuicios suponen la “acción y efecto de prejuzgar”, o más exactamente, una “opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal”. Implican un juicio a priori o previo hacia una persona o grupo, por lo general desfavorable, que se emite sin fundamento, sin tener conocimientos sobre dicha persona o grupo.

Por supuesto que tener prejuicios no implica necesariamente discriminar a otros, sin embargo, al predisponernos negativamente hacia otras personas, los prejuicios pueden llegar a convertirse en actitudes o comportamientos discriminatorios, hasta el punto que se suele afirmar que los estereotipos y prejuicios sustentan la base de los comportamientos discriminatorios, es decir, que originan, fortalecen y justifican las prácticas discriminatorias, surgiendo la exclusión social y la deshumanización25.

Aunque en los últimos años se ha avanzado enormemente en el reconocimiento de sus derechos y en su protección e inclusión social26, para situar a las personas con discapacidad en estándares de plena ciudadanía, lo cierto es que las personas con discapacidad, aunque cada vez menos, todavía siguen siendo consideradas y definidas recurriendo a un lenguaje peyorativo, despectivo e insultante (en muchos casos aceptado y reconocido por la RAE) como: subnormales, anormales, deficientes mentales, retrasados o minusválidos, entre otros calificativos27, que exteriorizan como la percepción social de la discapacidad continúa mostrando una actitud negativa hacia este colectivo al considerarlo en una situación de inferioridad respecto de un hipotético estándar de normalidad28, pudiendo sostenerse que la discriminación de las personas con discapacidad está profundamente arraigada, institucionalizada y generalizada en la sociedad29. Las personas con discapacidad son objeto de bajas expectativas, estigmatización, estereotipos y prejuicios, lo que conduce a la discriminación y la violencia30. Por ello, del mismo modo que los poderes públicos deben implementar medidas de discriminación positiva y programas de concienciación y sensibilización centrados en modificar las actitudes negativas que eliminen o reduzcan esas barreras que les impiden o dificultan su plena participación en la vida pública, las personas con discapacidad deben, en primer lugar, ser objeto de una protección penal reforzada en atención a su especial vulnerabilidad, que incrementa la facilidad que los miembros de este colectivo tienen para ser victimizados, ante la ausencia de recursos y medios para decidir libremente y oponerse, constituyendo una manifiesta desventaja e imposibilidad de hacer frente al agresor31; y en segundo lugar, una vez han sido víctimas de un delito, deben recibir el máximo apoyo y protección por parte de las instituciones públicas.

Diversos estudios e investigaciones han puesto de relieve la mayor prevalencia de las personas con discapacidad intelectual entre las víctimas de maltrato y abuso32, reconociendo además que una característica del maltrato a las personas con discapacidad intelectual es su permanencia en el tiempo33, ya que suelen ser conductas muy repetidas y que se inician de forma leve para ir creciendo en intensidad. Además, nos alertan que el riesgo de una persona con discapacidad intelectual a ser víctima de algún delito contra la libertad sexual es, sobre todo en las mujeres y las niñas, mucho mayor que el de las personas sin discapacidad34, destacando también la mayor vulnerabilidad de las mujeres con discapacidad ante la violencia física, psicológica, social y económica35 y la grave situación de desigualdad y exclusión social que padece la infancia con discapacidad36, lo que coloca a este colectivo en una situación de especial vulnerabilidad y discriminación, que incrementa las posibilidades de ser víctima de violencia, malos tratos, abusos, agresiones sexuales y acoso escolar37.

Entre las causas de esta mayor vulnerabilidad de las personas con discapacidad, así como de una elevada cifra negra en episodios de abusos, malos tratos o delitos contra la libertad sexual, los expertos destacan: las relaciones de poder desiguales a las que están acostumbrados; su dependencia en muchos ámbitos de su vida cotidiana de terceras personas, que les sustituyen en la adopción y toma de decisiones; el desconocimiento y la falta de información sobre sus derechos; la pasividad o indiferencia con que la sociedad responde muchas veces a las manifestaciones de violencia hacia ellos; su falta de información en educación sexual, así como los impedimentos para tener una vida sexual plena; y sus dificultades para identificar y detectar una situación potencialmente discriminatoria o abusiva, para oponerse y enfrentarse a ella, para describirla o expresarla verbalmente, y para denunciarla38. En las personas con discapacidad intelectual sobresale o destaca la dificultad para entender y comprender lo que les está sucediendo y para explicar o comunicar esos sucesos tanto a sus familias como a las autoridades competentes39. En palabras de GUTIÉRREZ-BERMEJO, “Las personas con discapacidad intelectual, ante sus dificultades comunicativas y de entendimiento de lo que les está ocurriendo en una situación de maltrato y especialmente de abuso sexual, expresan su malestar mediante cambios en su conducta habitual”40. Su limitación intelectual unida a una falta de educación en el ámbito de la sexualidad, debido a una tendencia a la infantilización de este colectivo que les priva de su sexualidad, generalizando la creencia de que las personas con discapacidad no tienen derecho a disfrutar de su sexualidad41, así como la ausencia de estrategias para hacer frente a los hechos que les ocurren, dificulta que comprendan los sucesos traumáticos que les suceden llegando a pensar que “lo que me ocurre es normal”42.

Sociedad, justicia y discapacidad

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