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3 El terror rojo
ОглавлениеLos bolcheviques dicen abiertamente que sus días están contados, informaba a su Gobierno Karl Helfferich, embajador alemán en Moscú, el 3 de agosto de 1918. Un verdadero pánico se ha apoderado de Moscú… corren los rumores más absurdos acerca de los «traidores» que habrían entrado en la ciudad.
Nunca habían sentido los bolcheviques su poder tan amenazado como en el curso del verano de 1918. Realmente no controlaban ya más que un territorio reducido a la Moscovia histórica, frente a tres frentes antibolcheviques además firmemente establecidos: uno en la región del Don, ocupada por las tropas cosacas del atamán Krasnov y por el Ejército Blanco del general Denikin. El segundo en Ucrania, en manos de los alemanes y de la Rada (gobierno nacional) ucraniano; y el tercero a lo largo del Transiberiano, donde la mayoría de las grandes ciudades habían caído en manos de la Legión checa1, cuya ofensiva era apoyada por el Gobierno socialista-revolucionario de Samara.
Durante el verano de 1918 estallaron cerca de ciento cuarenta revueltas e insurrecciones de gran amplitud en las regiones más o menos controladas por los bolcheviques. Las más frecuentes se debían a comunidades campesinas que se oponían a las requisas realizadas con brutalidad por los destacamentos de suministros, a las limitaciones impuestas al comercio privado y a las nuevas movilizaciones de reclutas llevadas a cabo por el Ejército Rojo2. Los campesinos, encolerizados, se dirigían en masa a la ciudad más próxima y sitiaban el soviet, intentando a veces prenderle fuego. Generalmente, los incidentes degeneraban: la tropa, las milicias encargadas del mantenimiento del orden y, cada vez con mayor frecuencia, los destacamentos de la Cheka no dudaban en disparar sobre los manifestantes. En estos enfrentamientos, cada vez más numerosos a medida que pasaban los días, los dirigentes bolcheviques veían una vasta conspiración contrarrevolucionaria dirigida contra su poder por «kulaks disfrazados de guardias blancos».
«Es evidente que una sublevación de guardias blancos se está preparando en Nizhni-Novgorod, telegrafió Lenin el 9 de agosto de 1918 al presidente del comité ejecutivo del soviet de esta ciudad, que acababa de comunicarle algunos incidentes que implicaban a campesinos que protestaban contra las requisas. Hay que formar inmediatamente una «troika» dictatorial (usted mismo, Markin y otro), implantar el terror de masas, fusilar o deportar a los centenares de prostitutas que incitan a beber a los soldados, a todos los antiguos oficiales, etc. No hay un minuto que perder… Se trata de actuar con resolución: requisas masivas; ejecución por llevar armas; deportaciones masivas de los mencheviques y de otros elementos sospechosos»3. Al día siguiente, 10 de agosto, Lenin envió otro telegrama del mismo tenor al comité ejecutivo del soviet de Penza:
¡Camaradas! La sublevación kulak en vuestros cinco distritos debe ser aplastada sin piedad. Los intereses de la revolución lo exigen, porque en todas partes se ha entablado la «lucha final» contra los kulaks. Es preciso dar un escarmiento. 1. Colgar (y digo colgar de manera que la gente lo vea) al menos a cien kulaks, ricos, y chupasangres conocidos. 2. Publicar sus nombres. 3. Apoderarse de su grano. 4. Identificar a los rehenes como hemos indicado en nuestro telegrama de ayer. Haced esto de manera que en centenares de leguas a la redonda la gente vea, tiemble, sepa y se diga: matan y continuarán matando a los kulaks sedientos de sangre. Telegrafiad que habéis recibido y ejecutado esas instrucciones. Vuestro, Lenin.
PS. Encontrad gente más dura.4
De hecho, como deja de manifiesto una lectura atenta de los informes de la Cheka sobre las revueltas del verano de 1918, solamente estuvieron, al parecer, preparadas con antelación las sublevaciones de Yaroslavl, Rybinsk y Murom, organizadas por la Unión para la defensa de la patria del dirigente socialista-revolucionario Boris Savinkov, y la de los obreros de las fábricas de armamento de Izhevsk, inspiradas por los mencheviques y los socialistas-revolucionarios locales. Todas las demás insurrecciones se desarrollaron de manera espontánea y puntual a partir de incidentes que implicaban a comunidades campesinas que rechazaban las requisas o el reclutamiento. Fueron ferozmente reprimidas en algunos días por destacamentos seguros del Ejército Rojo o de la Cheka. Solo la ciudad de Yaroslavl, en la que destacamentos de Savinkov habían derribado al poder bolchevique local, resistió una quincena de días. Después de la caída de la ciudad, Dzerzhinski envió a Yaroslavl una «comisión especial de investigación» que, en cinco días, del 24 al 28 de julio de 1918, ejecutó a cuatrocientas veintiocho personas5.
Durante todo el mes de agosto de 1918, es decir, antes del desencadenamiento «oficial» del terror rojo el 3 de septiembre, los dirigentes bolcheviques, con Lenin y Dzerzhinski a la cabeza, enviaron un gran número de telegramas a los responsables locales de la Cheka o del partido, pidiéndoles que tomaran «medidas profilácticas» para evitar cualquier intento de insurrección. Entre estas medidas, explicaba Dzerzhinski, «las más eficaces son la captura de rehenes entre la burguesía partiendo de listas que habéis establecido para las contribuciones excepcionales aplicadas a los burgueses (…) el arresto y la reclusión de todos los rehenes y sospechosos en campos de concentración»6. El 8 de agosto, Lenin pidió a Tsuriupa, comisario del pueblo para el suministro, que redactara un decreto en virtud del cual, «en cada distrito productor de cereales, veinticinco rehenes designados entre los habitantes más acomodados responderán con su vida por la no realización del plan de requisa». Dado que Tsuriupa se había hecho el sordo, pretextando que era difícil organizar esa captura de rehenes, Lenin le envió una segunda nota todavía más explícita: «No sugiero que se capture rehenes, sino que sean designados nominalmente en cada distrito. El objeto de esta designación es que los ricos, sujetos a contribución, sean igualmente responsables con su vida de la realización inmediata del plan de requisas en su distrito»7.
Además del sistema de rehenes, los dirigentes bolcheviques experimentaron en agosto de 1918 con otro instrumento de represión aparecido en la Rusia en guerra: el campo de concentración. El 9 de agosto de 1918 Lenin telegrafió al comité ejecutivo de la provincia de Penza para recluir «a los kulaks, a los sacerdotes, a los guardias blancos y a otros elementos dudosos en un campo de concentración»8.
Algunos días antes, Dzerzhinski y Trotski habían igualmente prescrito la reclusión de los rehenes en «campos de concentración». Estos eran campos de internamiento donde debían ser recluidos, en virtud de una simple medida administrativa y sin el menor juicio, los «elementos dudosos». En Rusia existían abundantes campos donde habían sido internados numerosos prisioneros de guerra al igual que sucedía en otros países beligerantes.
Entre los «elementos dudosos» que había que detener de manera preventiva figuraban, en primer lugar, los responsables políticos de los partidos políticos de oposición que todavía se encontraban en libertad. El 15 de agosto de 1918 Lenin y Dzerzhinski firmaron la orden de arresto de los principales dirigentes del partido menchevique —Martov, Dan, Potressov, Goldman—, cuya prensa ya había sido reducida al silencio y cuyos representantes habían sido expulsados de los soviets9.
Para los dirigentes bolcheviques, las fronteras entre las distintas categorías de opositores estaban completamente borradas, en una guerra civil, que, según explicaban ellos, tenía sus propias leyes.
«La guerra civil no conoce leyes escritas», escribía en Izvestia, el 23 de agosto de 1918, Latsis, uno de los principales colaboradores de Dzerzhinski. «La guerra capitalista tiene sus leyes escritas (…) pero la guerra civil tiene sus propias leyes. (…) No solo hay que destruir las fuerzas activas del enemigo sino demostrar que cualquiera que levante la espada contra el sistema de clases que existe perecerá por la espada. Tales son las reglas que la burguesía ha observado siempre en las guerras civiles que ha desencadenado contra el proletariado. (…) Todavía no hemos asimilado de manera suficiente estas reglas. Se mata a los nuestros por centenares y por miles. Ejecutamos a los suyos uno por uno, después de largas deliberaciones ante comisiones y tribunales. En la guerra civil no hay tribunales para el enemigo. Es una lucha a muerte. Si no matas, te matarán. ¡Por lo tanto mata, si no quieres que te maten!»10.
El 30 de agosto de 1918, dos atentados, uno dirigido contra M. S. Uritski, jefe de la cheka de Petrogrado, y el otro contra Lenin, tranquilizaron a los dirigentes bolcheviques en la idea de que una verdadera conjura amenazaba su propia existencia. En realidad, estos dos atentados no tenían ninguna relación entre sí. El primero había sido cometido, dentro de la más pura tradición del terrorismo revolucionario populista, por un joven estudiante deseoso de vengar a un oficial amigo ejecutado algunos días antes por la cheka de Petrogrado. En cuanto al segundo, dirigido contra Lenin, atribuido durante mucho tiempo a Fanny Kaplan, una militante cercana a los medios anarquistas y socialista-revolucionarios, detenida en el momento y ejecutada tres días después de los hechos, parece hoy en día que fue resultado de una provocación organizada por la cheka, que se escapó de las manos de sus instigadores11. El Gobierno bolchevique imputó inmediatamente estos atentados a los «socialistas-revolucionarios de derechas, lacayos del imperialismo francés e inglés». A partir del día siguiente, los artículos de prensa y las declaraciones oficiales llevaron a cabo un llamamiento para incrementar el terror:
«Trabajadores», señalaba Pravda el 31 de agosto de 1918, «ha llegado la hora de aniquilar a la burguesía, de lo contrario seréis aniquilados por ella. Las ciudades deben ser implacablemente limpiadas de toda la putrefacción burguesa. Todos estos señores serán fichados y aquellos que representen un peligro para la causa revolucionaria exterminados. (…) ¡El himno de la clase obrera será un canto de odio y de venganza!»12.
El mismo día, Dzerzhinski y su adjunto Peters redactaron un «llamamiento a la clase obrera» de un tenor semejante: «¡Que la clase obrera aplaste, mediante un terror masivo, a la hidra de la contrarrevolución! ¡Que los enemigos de la clase obrera sepan que todo individuo detenido en posesión ilícita de un arma será ejecutado en el mismo terreno, que todo individuo que se atreva a realizar la menor propaganda contra el régimen soviético será inmediatamente detenido y encerrado en un campo de concentración!».
Impreso en Izvestia el 3 de septiembre, este llamamiento fue seguido, al día siguiente, por la publicación de una instrucción enviada por N. Petrovski, comisario del pueblo para el Interior, a todos los soviets. Petrovski se quejaba del hecho de que a pesar de la «represión de masas» ejercida por los enemigos del régimen contra las «masas laboriosas» el terror rojo tardaba en dejarse sentir:
Ya es hora de poner fin a toda esta blandura y a este sentimentalismo. Todos los socialistas-revolucionarios de derechas deben de ser inmediatamente detenidos. Hay que capturar un número considerable de rehenes entre la burguesía y los oficiales. A la menor resistencia, hay que recurrir a ejecuciones masivas. Los comités ejecutivos de provincias deben demostrar la iniciativa en este terreno. Las chekas y otras milicias, identificar y detener a todos los sospechosos y ejecutar inmediatamente a todos los que se hayan involucrado en actividades contrarrevolucionarias. (…) Los responsables de los comités ejecutivos deben informar inmediatamente al comisariado del pueblo para el Interior de toda blandura e indecisión por parte de los soviets locales. (…) Ninguna debilidad, ninguna duda puede ser tolerada en la realización del terror de masas13.
Este telegrama, señal oficial del terror rojo en gran escala, refuta la argumentación desarrollada a posteriori por Dzerzhinski y Peters según la cual, el terror rojo, expresión de la indignación general y espontánea de las masas contra los atentados del 30 de agosto de 1918, se inició sin la menor directriz del «centro». En verdad, el terror rojo fue el resultado natural de un odio casi abstracto que alimentaban la mayoría de los dirigentes bolcheviques hacia los «opresores» que estaban dispuestos a liquidar, pero no de manera individual, sino «como clase». En sus recuerdos, el dirigente menchevique Rafael Abramovich recuerda una conversación muy reveladora que tuvo en agosto de 1917 con Feliks Dzerzhinski, el futuro jefe de la Cheka:
—Abramovich, ¿te acuerdas del discurso de Lasalle sobre la esencia de una constitución?
—Por supuesto.
—Decía que toda constitución está determinada por la relación de las fuerzas sociales en un país y en un momento dados. Me pregunto cómo podía cambiar esa correlación entre lo político y lo social.
—Pues bien, mediante los diversos procesos de evolución económica y política, mediante la emergencia de nuevas formas económicas, el ascenso de ciertas clases sociales, etc., todas esas cosa que tú conoces perfectamente, Feliks.
—Sí, ¿pero no se podría cambiar radicalmente esa correlación?, ¿por ejemplo, mediante la sumisión o el exterminio de algunas clases de la sociedad?14
Una crueldad de este tipo, fría, calculada, cínica, fruto de una lógica implacable de «guerra de clases», llevada hasta su extremo, era compartida por numerosos bolcheviques. En septiembre de 1918, uno de los principales dirigentes bolcheviques, Grigori Zinoviev, declaró: «Para deshacernos de nuestros enemigos, debemos tener nuestro propio terror socialista. Debemos atraer a nuestro lado digamos a noventa de los cien millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados»15.
El 5 de septiembre, el Gobierno soviético legalizó el terror en virtud del famoso decreto «Sobre el Terror Rojo»: «En la situación actual, resulta absolutamente vital reforzar a la Cheka (…), proteger la República soviética contra sus enemigos de clase aislando a estos en campos de concentración, fusilar en el mismo lugar a todo individuo relacionado con organizaciones de guardias blancos, conjuras, insurrecciones o tumultos, publicar los nombres de los individuos fusilados, dando las razones por las que han sido pasados por las armas»16. Como reconoció a continuación Dzerzhinski, «los textos de los días 3 y 5 de septiembre de 1918 nos atribuían finalmente de manera legal aquello contra lo que incluso algunos camaradas del partido habían protestado hasta entonces, el derecho de acabar sobre el terreno, sin tener que informar a nadie, con la canalla contrarrevolucionaria».
En una circular interna fechada el 17 de septiembre, Dzerzhinski invitó a todas las chekas locales a «acelerar los procedimientos y a terminar, es decir, a liquidar, los asuntos en suspenso»17. Las «liquidaciones» habían, de hecho, empezado el 31 de agosto. El 3 de septiembre Izvestia informó que más de quinientos rehenes habían sido ejecutados por la cheka local de Petrogrado en el curso de los días anteriores. Según una fuente chekista, ochocientas personas había sido ejecutadas en el curso del mes de septiembre de 1918 en Petrogrado. Esta cifra está calculada considerablemente a la baja. Un testigo de los acontecimientos relataba los detalles siguientes: «En Petrogrado, una enumeración superficial da un resultado de mil trescientas ejecuciones. (…) Los bolcheviques no cuentan en sus ‘estadísticas’ los centenares de oficiales y de civiles fusilados en Kronstadt por orden de las autoridades locales. Nada más que en Kronstadt, en una sola noche, fueron fusiladas cuatrocientas personas. Se excavaron en el patio tres fosas grandes, cuatrocientas personas fueron colocadas ante ellas y ejecutadas una detrás de otra»18. En una entrevista concedida el 3 de noviembre de 1918 al periódico Utro Moskvy, el brazo derecho de Dzerzhinski, Peters, reconoció que «en Petrogrado los chequistas sensibleros (sic) terminaron por perder la cabeza y derrocharon celo. Antes del asesinato de Uritski, no se había ejecutado a nadie —créame, a pesar de todo lo que se afirma, no soy tan sanguinario como se dice—, mientras que después hubo demasiadas pocas ejecuciones, y a menudo sin discernimiento. Por su parte, Moscú no respondió al atentado contra Lenin más que con la ejecución de algunos ministros del zar»19. Siempre según Izvestia, «solamente» veintinueve rehenes, que pertenecían al «campo de la contrarrevolución», fueron pasados por las armas en Moscú los días 3 y 4 de septiembre. Entre ellos figuraban dos antiguos ministros de Nicolás II, N. Jvostov (Interior) e I. Shcheglovitov (Justicia). No obstante, numerosos testimonios concordantes hacen referencia a centenares de ejecuciones de rehenes en las prisiones moscovitas durante las «matanzas de septiembre». En estos tiempos de terror rojo, Dzerzhinski hizo publicar un periódico Ezhenedelnik VChK (El semanario de la Cheka) abiertamente encargado de propagar los méritos de la policía política y de estimular el «justo deseo de venganza de las masas». Durante seis semanas y hasta su supresión, por orden del Comité Central, en un momento en que la Cheka era puesta en tela de juicio por bastantes responsables bolcheviques, este semanario relató sin tapujos ni pudor las detenciones de rehenes, los internamientos en campos de concentración, las ejecuciones, etc. Constituye una fuente oficial y como mínimo del terror rojo durante los meses de septiembre y octubre de 1918. En él se lee que en la cheka de Nizhni-Novgorod, particularmente dispuesta a reaccionar bajo las órdenes de Nicolás Bulganin —futuro jefe del Estado soviético de 1954 a 1957— ejecutó, desde el 31 de agosto a ciento cuarenta y un rehenes. En tres días se detuvo a setecientos rehenes en esta ciudad media de Rusia. En Viatka, la cheka regional de los Urales evacuada de Ekaterimburgo informaba de la ejecución de veintitrés «antiguos policías», de ciento cincuenta y cuatro «contrarrevolucionarios», de ocho «monárquicos», de veintiocho «miembros del partido constitucional demócrata», de ciento ochenta y seis «oficiales», de diez «mencheviques y eseristas de derechas», en el espacio de una semana. La cheka de Ivano-Voznessensk anunciaba la captura de ciento ochenta y un rehenes, la ejecución de veinticinco «contrarrevolucionarios» y la creación de un «campo de concentración con capacidad para mil personas». Por lo que se refiere a la cheka de la pequeña ciudad de Sebezhsk, «dieciséis kulaks (habían sido) pasados por las armas y un sacerdote que había celebrado una misa por el sanguinario Nicolás II». En relación con la cheka de Tevr, se informaba de ciento treinta rehenes y treinta y nueve ejecuciones. Por lo que se refiere a la cheka de Perm, habían tenido lugar cincuenta ejecuciones. Se podría prolongar este catálogo macabro, extraído de algunos extractos de los seis números aparecidos de El semanario de la Cheka20.
Otros diarios provinciales señalaron igualmente, durante el otoño de 1918, miles de arrestos y de ejecuciones. Así, por no indicar más que dos ejemplos: el único número aparecido de Izvestia Tsaritsynkoi Gobcheka (Noticias de la cheka provincial de Tsarytsin) hacía referencia a la ejecución de ciento tres personas durante la semana del 3 al 10 de septiembre de 1918. Del 1 al 3 de noviembre de 1918, trescientas setenta y una personas comparecieron ante el tribunal local de la cheka: cincuenta fueron condenadas a muerte, las otras a «la reclusión en un campo de concentración, como medida profiláctica, y en calidad de rehenes, hasta la liquidación completa de todas las insurrecciones contrarrevolucionarias». El único número de Izvestia Penzenskoi Gubcheka (Noticias de la cheka provincial de Penza) informaba sin ningún otro comentario: «Por el asesinato del camarada Egorov, obrero de Petrogrado de misión en un destacamento de requisa, ciento cincuenta y dos guardias blancos han sido ejecutados por la cheka. En el futuro se adoptarán otras medidas aún más rigurosas (sic) contra todos aquellos que se levanten contra el brazo armado del proletariado»21.
Los informes confidenciales (svodki) de las chekas locales enviados a Moscú, confirman, por regla general, la brutalidad con que fueron reprimidos, durante el verano de 1918, los menores incidentes entre las comunidades campesinas y las autoridades locales, que tenían por regla general su origen en el rechazo de las requisas o del reclutamiento y que fueron sistemáticamente catalogados como «disturbios kulaks contrarrevolucionarios» y reprimidos sin piedad.
Resultaría inútil intentar calcular el número de víctimas de esta primera oleada del terror rojo. Uno de los principales dirigentes de la Cheka, Latsis, pretendía que en el segundo trimestre de 1918 la Cheka había ejecutado a cuatro mil quinientas personas, añadiendo, no sin cinismo: «si se puede acusar a la Cheka de algo, no es de exceso de celo en las ejecuciones, sino de insuficiencia en la aplicación de las medidas supremas de castigo, es decir, una mano de hierro disminuye siempre la cantidad de víctimas»22. A finales de octubre de 1918, el dirigente menchevique Yuri Martov estimaba el número de las víctimas directas de la Cheka desde inicios del mes de septiembre, en «más de diez mil»23.
Fuera cual fuera el número exacto de las víctimas del terror rojo del otoño de 1918 —y solamente el recuento de las ejecuciones de las que informó la prensa nos sugiere que no podría ser inferior a diez o quince mil—, este terror consagró definitivamente la práctica bolchevique de tratar cualquier forma de contestación real o potencial en el marco de una guerra civil, sin misericordia, según la expresión de Latsis, de acuerdo con «sus propias leyes». Si los obreros se declaraban en huelga, como fue, por ejemplo, el caso en la fábrica de armamento de Motovilija, en la provincia de Perm, a inicios del mes de noviembre de 1918, para protestar contra el principio bolchevique de racionamiento «en función del origen social» y contra los abusos de la cheka local, la fábrica entera era inmediatamente declarada «en estado de insurrección» por las autoridades. Ninguna negociación con los huelgistas: cierre y despido de todos los obreros, arresto de los «agitadores», búsqueda de los «contrarrevolucionarios» mencheviques sospechosos de haber originado esta huelga24. Estas prácticas habían sido en realidad moneda corriente desde el verano de 1918. Sin embargo, en el otoño, la cheka local, por añadidura bien organizada y «estimulada» por los llamados al homicidio procedentes del centro, fue más lejos en la represión. Hizo ejecutar a más de cien huelguistas, sin ningún tipo de proceso.
De por sí la magnitud de estas órdenes —de diez mil a quince mil ejecuciones sumarias en dos meses— ponía de manifiesto de aquí en adelante un verdadero cambio cuantitativo en relación con el período zarista. Basta recordar que, para el conjunto del período de 1825-1917, el número de sentencias de muerte expresadas por los tribunales zaristas (incluidos los tribunales militares) en todos los asuntos que habían tenido que juzgar «en relación con el orden político» se había elevado, en noventa y dos años, a seis mil trescientas veintiuna, con un máximo de mil trescientas diez condenas a muerte en 1906, año de reacción contra los revolucionarios de 1905. En algunas semanas, la Cheka sola había ejecutado de dos a tres veces más personas que el Imperio zarista había condenado a muerte en noventa y dos años y que, en virtud de procedimientos legales, no habían sido ejecutados en todos los casos, habiendo sido conmutada una buena parte de las sentencias por penas de trabajos forzados25.
Este cambio cuantitativo superaba las cifras desnudas. La introducción de categorías nuevas tales como «sospechoso», «enemigo del pueblo», «rehén», «campo de concentración» o «tribunal revolucionario», de prácticas inéditas como «la reclusión profiláctica» o la ejecución sumaria, sin juicio, de centenares y de miles de personas detenidas por una policía política de nuevo cuño, situada por encima de las leyes, constituía en realidad una verdadera revolución copernicana.
Esta revolución era de tal magnitud que algunos dirigentes bolcheviques no estaban preparados para ella. De ello da testimonio la polémica que se desarrolló en los medios dirigentes bolcheviques entre octubre y diciembre de 1918, en torno al papel de la Cheka. En ausencia de Dzerzhinski —enviado a Suiza de incógnito durante un mes para que recuperara su salud mental y física—, el Comité Central del partido bolchevique discutió, el 25 de octubre de 1918, una nueva condición para la Cheka. Criticando los «plenos poderes otorgados a una organización que pretendía actuar por encima de los soviets y del mismo partido», Bujarin, Olminsky, uno de los veteranos del partido, y Petrovski, comisario del pueblo para el Interior, solicitaron que se adoptaran medidas para limitar los «excesos de celo de una organización repleta de criminales y de sádicos, de elementos degenerados del lumpen-proletariado». Se creó una comisión de control político. Kamenev, que formaba parte de la misma, llegó incluso hasta el punto de proponer la abolición pura y simple de la Cheka26.
Pero el bando de los partidarios incondicionales de esta se salió muy pronto con la suya. En él figuraban, además de Dzerzhinski, eminencias del partido como Sverdlov, Stalin, Trotski y, por supuesto, Lenin. Este adoptó resueltamente la defensa de una institución «injustamente atacada por algunos excesos, por una intelligentsia limitada (…) incapaz de considerar el problema del terror desde una perspectiva más amplia»27. El 19 de diciembre de 1918, a propuesta de Lenin, el Comité Central adoptó una resolución que prohibía a la prensa bolchevique publicar «artículos calumniosos contra las instituciones, fundamentalmente contra la Cheka, que realizaba su trabajo en condiciones particularmente difíciles». Así se cerró el debate. El «brazo armado de la dictadura del proletariado» recibió su marchamo de infalibilidad. Como dijo Lenin, «un buen comunista es igualmente un buen chekista».
A inicios de 1919, Dzerzhinski obtuvo del Comité Central la creación de departamentos especiales de la Cheka responsables además de la seguridad militar. El 16 de marzo de 1919, fue nombrado comisario del pueblo para el Interior y emprendió una reorganización, bajo la égida de la Cheka, del conjunto de milicias, tropas, destacamentos y unidades auxiliares relacionadas hasta entonces con diversas administraciones. En mayo de 1919, todas estas unidades —milicias de ferrocarriles, destacamentos de suministros, guardas fronterizos, batallones de la Cheka— fueron agrupados en un cuerpo especial, las «tropas de defensa interna de la República», que iba a alcanzar los doscientos mil hombres en 1921. Estas tropas estaban encargadas de asegurar la vigilancia de los campos, de las estaciones y de otros puntos estratégicos, de llevar a cabo las operaciones de requisa, pero también, y sobre todo, de reprimir las revueltas campesinas, los disturbios obreros y los amotinamientos del Ejército Rojo. Las unidades especiales de la Cheka y las tropas de defensa interna de la República —es decir, cerca de doscientos mil hombres en total— representaban una formidable fuerza de miedo y represión, un verdadero ejército en el seno de un Ejército Rojo minado por las deserciones, y que no llegó nunca, a pesar de los efectivos teóricamente muy elevados, del orden de tres a cinco millones, a reunir más de quinientos mil soldados equipados28.
Uno de los primeros decretos del nuevo comisario del pueblo para el Interior se ocupó de las modalidades de organización de los campos de reclusión, que existían desde el verano de 1918 sin la menor base legal o reglamentaria. El decreto de 15 de abril de 1919 distinguía dos tipos de campos de reclusión: los «campos de trabajo forzado», donde estaban, en principio, confinados aquellos que habían sido condenados por un tribunal, y los «campos de concentración», que reagrupaban a las personas encarceladas, por regla general en calidad de «rehenes», en virtud de una simple medida administrativa. En realidad, las distinciones entre estos dos tipos de campos de reclusión siguieron siendo fundamentalmente teóricas, como deja de manifiesto la instrucción complementaria de 17 de mayo de 1919, que, además de la creación de «al menos un campo de reclusión en cada provincia, de una capacidad mínima para trescientas personas», preveía una lista tipo de dieciséis categorías de personas a las que había que internar. Entre estas figuraban contingentes tan diversos como «rehenes procedentes de la alta burguesía», funcionarios del antiguo régimen hasta el grado de asesor de colegio, fiscal y sus adjuntos, alcaldes «de las ciudades que tuvieran rango de cabeza de partido», «personas condenadas bajo el régimen soviético a todo tipo de penas por delitos de parasitismo, proxenetismo, prostitución», «desertores ordinarios (no reincidentes) y soldados prisioneros de la guerra civil», etc.29.
El número de personas internadas en los campos de trabajo o de concentración experimentó un aumento constante durante los años 1919-1921, pasando de aproximadamente dieciséis mil en mayo de 1919 a más de setenta mil en septiembre de 192130. Estas cifras no tienen en cuenta númerosos campos de reclusión abiertos en las regiones que se habían sublevado en contra del poder soviético: así, solamente en la provincia de Tambov, se contaba, en el verano de 1921, con al menos cincuenta mil «bandidos» y «miembros de las familias de los bandidos capturados como rehenes» en los siete campos de concentración abiertos por las autoridades encargadas de la represión de la sublevación campesina31.