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Londres en 1954 era otro mundo. Entre Madrid y Londres no mediaban mil trescientos kilómetros sino un tiempo inmensurable que hacía que su sociedad y civilización parecieran al viajero pertenecer al futuro. Vicente Soto llegó a la ciudad a primeros de septiembre, sin permiso de residencia ni empleo, habiéndose dejado en España a Blanca y a su hija Isabel, la jambeta, que solo en febrero de 1955 podrían reunirse con él. A los nueve días de pisar Londres pidió trabajo como friegaplatos en un restaurante, el Majorca, cuyo propietario español llevaba muchos años en la ciudad; la suerte quiso que ese mismo día se despidiera al administrador (el secretary) del negocio y el dueño le ofreciera a Vicente cambiar el estropajo por las facturas y el trato difícil con los proveedores. En Londres —como diría Soto ya en el siglo XXI— «el hambre era menos inmortal, se dejaba matar más».

En la primera carta a Buero, a los tres meses de su autoexilio y solo días después de obtener el permiso de residencia, Vicente hace un resumen de su coyuntura y de sus asombros. El mayor de ellos es que «hay libertad» y la gente, respetuosísima con las normas de convivencia, no tiene que llevar una máscara político-religiosa ni necesita que la policía vaya armada para imponer el orden social. Se puede leer y ver lo que uno desee. Todo es nuevo y mejor, al parecer, aunque asome por el restaurante Camilo José Cela acompañado de Arturo Barea, «sujeto extraño, escritor, inculto y borracho» al que Soto no conoce, un Cela que trae, con su obsesión por lo escatológico y sexual, un aire de grosería española que le disgusta. Soto aún no conoce la trilogía de Barea La forja de un rebelde (primero en inglés y desde 1951 en español), pero sí la razón de esa compañía, y es que unos meses antes Barea había escrito el prólogo a la traducción inglesa de La colmena (The Hive), donde afirma hiperbólicamente que Cela «is the only eminent writer to emerge within Spain after the Civil War».

A pesar de las dificultades de sus primeros pasos como emigrante, Vicente Soto no ha renunciado a escribir; ni siquiera teatro, porque en 1953, aún en Madrid, había presentado dos piezas al Premio Calderón de la Barca para autores noveles. Lo ganó Jaime de Armiñán por Eva sin manzana, pero no por ello puede decirse que Soto fuera derrotado: sus obras quedaron fuera de concurso porque se olvidó de firmarlas.

Uno de los contactos de Vicente en Londres fue Vicente Terrádez, entonces profesor de español y bibliotecario del Instituto Español y militante del PSOE, con el que anduvo en tratos para la traducción de alguna obra de Buero destinada a los estudiantes de español. También conoció pronto al periodista Frederick A. Voigt, que había alertado en los años treinta del ascenso del nazismo en Alemania y se había convertido en un cronista muy reputado. Entonces trabajaba en una continuación de Unto Caesar (1938), el libro en el que analizaba el fascismo y el comunismo como secularizaciones revolucionarias de los mundos promisorios de la religión. Para Voigt, Soto traduce un fragmento de El acierto de la danza española, libro de Vicente Marrero, un ortodoxo tradicionalista que un par de años después fundaría la revista profranquista Punta Europa.

Entre la gerencia del restaurante y algunas clases de español, Soto araña horas para su vocación literaria. Es un tiempo menguante que llegará a ser angustiosamente escaso en pocos años, a medida que vaya acumulando compromisos profesionales como traductor y como colaborador en el Spanish Speaking Service de la BBC, la programación exterior de la radio británica. Desde el principio confía en consagrarse a través de un premio literario, quizá buscando repetir la fortuna de Buero, y por eso le pide las bases de premios como el Lope de Vega o el Calderón, de teatro, o el Café Gijón de novela corta. También desde el principio recibe de Buero las confidencias sobre la recepción de sus estrenos: Irene, o el tesoro recibió críticas tibias o directamente adversas que amargaron al dramaturgo, pero la dura crítica privada que le envía Soto en agosto de 1955 debió de convencerle de que la obra había sido fallida. Para entonces, Buero trabajaba en Hoy es fiesta, «hermoso, triste título», le dice Soto. Con esa obra, Buero regresaba al espacio cotidiano de una escalera de vecinos, ahora en la azotea, para representar formas diversas de esperanza. Pero la pieza, destinada a la temporada 55-56, fue rechazada por el María Guerrero alegando que convenía abrir juego a otros autores.

También desde el principio Buero le confía a Soto su dificultad para encontrar temas «viables que no sean imbéciles», una búsqueda que se repetirá muy a menudo, casi después de toda nueva obra, cuando el desánimo se apodera de él. Pero será asimismo habitual que Buero le refiera a Soto las buenas noticias, las ediciones y traducciones en el extranjero, los montajes de cámara, los encargos y las colaboraciones cinematográficas. Así, ya en 1956 le cuenta que ha vendido Madrugada para el cine y que ha firmado un contrato con la BBC para En la ardiente oscuridad, o, unos meses después, que el actor Alberto Closas, harto de interpretar comedias insulsas, le había encargado un drama que él escribe y titula Una extraña armonía, aunque no llegó a estrenarse y permaneció inédito hasta 1994. Y entre las mejores noticias que salpican la correspondencia están los estrenos triunfales, como el de Hoy es fiesta, al fin, el 20 de septiembre de 1956, por la que obtendrá el Premio Nacional, o el de Las cartas boca abajo en el Reina Victoria el 5 de noviembre de 1957.

Por las cartas discurre la corriente de la vida cotidiana y la vida histórica, envolviendo las vicisitudes profesionales. A Soto le hace una ilusión inmensa que Buero lo visite en Londres y lo invita una y otra vez, sin saber —porque Buero no se lo ha dicho— que tiene prohibido abandonar el país. Por eso, por carecer de pasaporte, Buero no pudo acudir a París cuando a finales de 1957 se estrenó L’Ardente Obscurité en el Nouveau Théâtre de Poche. Resignado a no ver al amigo, Soto le anuncia una escapada a Madrid en el verano de 1957 y se lamenta de que la amistad se enmohezca por falta de comunicación. Le participa el nacimiento de su hijo Vicente y Buero le confiesa la melancolía que, en 1956, le causa el cumplir cuarenta años solo, si bien a los pocos meses le habla de una muchacha que debía de ser ya su futura esposa, la actriz Victoria Rodríguez, a la que ha conocido en los ensayos de Hoy es fiesta. Soto da los primeros signos de añoranza de España, que Buero le frenará cautelarmente pero cuyo crecimiento no podrá impedir en años próximos; Soto se ilusiona con la posibilidad de ser contratado como traductor en la BBC sin que ello empañe su desaforada vocación (lo que «más me interesa: escribir»), en la que le alienta Agustín del Campo, que ya ha entrado a trabajar en la editorial Gredos, desde la que le envía en 1959 un ejemplar de la Antología de cuentistas españoles contemporáneos donde el antiguo contertulio del Lisboa Francisco García Pavón ha tenido la gentileza de incluir un cuento suyo, «Los albaricoques».

En los años cincuenta Buero está volcado en su obra, pero eso no lo aleja del mundo ni, por así decir, de otros mundos. Sigue la actualidad internacional y le preocupa la energía nuclear, sobre la que recomienda a Soto que lea y se informe. Le cautivan las paraciencias y, adelantándose dos décadas a la moda de la ufología de los setenta, ya en 1957 le advierte a Soto que, más «que los satélites, me interesan los platillos volantes. Cada día creo más en que tras ellos hay una impresionante realidad, no precisamente terrestre». Con todo, la actualidad noticiosa la ganaban los satélites desde que, en octubre de 1957, la URSS pone en órbita el Sputnik 1 y, un mes después, el Sputnik 2 con la sufrida perra Laika en su interior, arrancando así la carrera entre soviéticos y nor­teamericanos por llevar al hombre a la Luna, como constata Soto en la televisión inglesa. De los platillos volantes aún se hablaba poco, pero ya eran conocidas en Estados Unidos las investigaciones de la NICAP (National Investigations Commitee on Aerial Phenomena) y el doctor Joseph A. Hynek como ufólogo, término que aún no se había propagado y que designaría a los expertos en el fenómeno de los ovnis. Buero, por otro lado, trata de mantenerse en forma practicando yoga, en el que demuestra haber avanzado notablemente a juzgar por las asanas que le dibuja a Soto ya en 1956 y que no son de las más sencillas.

A finales de ese año confiesa salir de un flirt y entrar en otro, pero la relación importante que comienza en diciembre no es amorosa sino de amistad y por carta con un representante conspicuo del exilio intelectual, el escritor Max Aub. El contacto le llega a través de Arturo del Hoyo, su primo político, que lleva las riendas de la editorial Aguilar (había sustituido a Federico Carlos Sainz de Robles), y enseguida conecta con Aub, al que le dice en enero de 1957 que esas «primeras cartas nuestras, tarde o temprano, eran inevitables». Ahí mismo se extiende Buero en la cuestión palpitante del modo de hacer teatro dentro de las cortapisas de la censura a partir de su convicción de que todo arte —y por ende el teatro— «se crea en función de una circunstancia. A favor o en contra; para enjuiciarla, alabarla o satirizarla —a veces, para eludirla—, pero siempre con pretensión de comunicabilidad. Pretende ser —otra cosa es que lo consiga— posibilista. Podrá llevar dentro las más insobornables e independientes actitudes, pero a condición de que encuentre el lenguaje necesario, siquiera sea indirecto, para transmitirlas». Esa misma posición es la que expone a Miguel Luis Rodríguez en varios números de la revista Índice entre agosto y noviembre de 1958, en un enjundioso «Diálogo con Antonio Buero Vallejo» que fue, de hecho, una serie de cartas en respuesta a las inquisiciones del periodista. Ese mismo año se publicaba su fundamental ensayo sobre «La tragedia», encargo de Guillermo Díaz-Plaja para el volumen colectivo El teatro. Enciclopedia del arte escénico de la editorial Noguer, donde Buero exponía su concepción de una tragedia compatible con la esperanza.

Pero el acontecimiento magno de 1958 es otro, su compromiso matrimonial con la actriz Victoria Rodríguez, a la que había conocido tres años antes en los ensayos de Hoy es fiesta, cuando, a sus cuarenta años, parecía acomodado a una vida de soltería. Desde el verano de 1958 Soto sabe sin demora que Buero se casa y revalida la invitación a visitarlo en Londres, ahora en forma de regalo de boda. Tras el casamiento, a principios de 1959, se instalan en el piso familiar con la madre de Antonio, su hermana Carmen y su cuñado Agustín, pero a mediados de 1960, tras el nacimiento de Carlos, el primogénito de la pareja, la decisión más razonable es que el nuevo matrimonio permanezca en la casa y Carmen y Agustín se muden a otro piso, aunque con ellos se marcha también la abuela. El año había transformado la vida privada de Buero pero también le había agraciado con recompensas espléndidas, como el éxito estruendoso de Un soñador para un pueblo, estrenado por José Tamayo el 18 de diciembre de 1958, que le valió su tercer Premio Nacional, su segundo María Rolland y, sobre todo, el fabuloso premio (300.000 pesetas) de la Fundación Juan March, al que concurría con tres títulos, y que obtuvo por Hoy es fiesta. Soto lo celebra con emocionada y «horrible envidia», desde una empatía profunda —«siempre he participado de tus triunfos —y me he dolido de tus fracasos»— tocada por el orgullo de haber visto «antes que los demás» la valía de Buero. Por otro lado, la prestigiosa editorial Losada de Buenos Aires publicaba, en 1959, el primer volumen de Teatro, que recogía cuatro piezas (En la ardiente oscuridad, Madrugada, Hoy es fiesta y Las cartas boca abajo) y al que en 1962 se agregó el segundo, con otras cuatro (Historia de una escalera, La tejedora de sueños, Irene, o el tesoro y Un soñador para un pueblo).

En paralelo a esas compensaciones, Buero lleva un año dándole vueltas a una fantasía teatral sobre Velázquez en la que reincidía en el teatro histórico de significación contemporánea que había iniciado en Un soñador para un pueblo. Su pasión por la pintura es perceptible en la plasticidad y concreción material de su escritura dramática, pero también en la presencia en ella de motivos y temas artísticos. Velázquez había centrado su admiración desde sus años en la Escuela de Bellas Artes y ahora le va a servir en bandeja trazar un retrato (o autorretrato) del creador y su conflictiva relación con una ­realidad mendaz que le irrita y ante la que se rebela. Se trata de un eficaz método que le permite eludir (o intentarlo) la censura: simular una mirada hacia atrás (al pasado) para ver, y denunciar, las lacras del presente. A Buero le interesa sobremanera ver un boceto de Las Meninas que se conserva en la colección Kingston Lacy, en el condado inglés de Dorset, para verificar en él un «arrepentimiento» de Velázquez, y es Vicente Soto quien hace las pesquisas necesarias para satisfacer su curiosidad. Tras una gestación de dos años, la obra se estrena el 9 de diciembre de 1960 y se convierte en el éxito más clamoroso de Buero hasta ese momento, por el que obtendrá de nuevo el Premio María ­Rolland. El triunfo apareja reacciones hostiles e interpretaciones sesgadas; Buero lo sabe, pero saberlo no disminuye su contrariedad. Aunque el anuncio de un segundo hijo, que nacerá en 1961, tuvo que relativizar la importancia de esas objeciones. Enseguida acepta el encargo de versionar Hamlet, que ejecuta con tres traducciones a la vista más el texto inglés. En un año, en diciembre de 1961, con el recién nacido Enrique ya en casa, verá escenificado su Hamlet en el Teatro Español bajo la dirección de José Tamayo.

Entre tanto, Vicente Soto acusa los siete años de alejamiento de España, sus ímprobos esfuerzos por salir adelante, la frustrante dedicación residual a la literatura, a la que, contra viento y marea, se aferra proyectando un libro de cuentos sobre los exiliados, Lejos del sol (que irá variando su título en los años sucesivos), y una novela que escribe a salto de mata, a veces en los largos trayectos de metro hacia su empleo, angustiado por la falta de tiempo. De eso se queja el 14 de mayo de 1961 —será un bajo continuo en sus cartas—, tras leer Las Meninas, que se le antoja lo más armonioso que ha hecho nunca Buero y que le arranca una expresiva declaración: «Tú estás cada vez más alto, y yo cada vez más bajo». La escritura tenía que refugiarse ahora en las escurriduras del tiempo, como él decía.

Sin razón aparente, en octubre se abrió un paréntesis de silencio entre los corresponsales que se prolongaría todo un año, hasta noviembre de 1962, cuando Soto vuelve a escribirle a Buero con algo de aflicción: «Lo mismo que se olvida a los muertos, se olvida a los vivos», para confesarle que su «deseo de regresar a España se agudiza de manera intolerable», e insiste, en carta posterior, en la tortura que le inflige el hartazgo de Inglaterra, pese a la gratitud que le debe. No fue una buena época para Soto, a diferencia de su amigo. Porque justo ese mes en que se reanuda el carteo, Buero estrena El concierto de San Ovidio, su segunda pieza sobre ciegos. Hasta enero de 1963 no puede leer Soto esta parábola sobre la dignidad y la redención en la que se ponen en juego la libertad, la responsabilidad y la violencia; a Vicente le entusiasma y le inspira un penetrante comentario en el que señala como cima de todo su teatro la escena en que David mata a Valindin.

Sin embargo, Buero no iba a recuperar su plena libertad de movimientos sin antes encajar algunos reveses en su difusión internacional. Que una editorial alemana rechazara traducir El concierto le molesta, que Sir Lawrence Olivier desestime llevar a la escena inglesa En la ardiente oscuridad por «excesiva amargura» le decepciona, que Claude Planson, director del Théâtre des Nations de París, pretexte que no dispone de fechas libres para programar una obra suya le indigna. Especialmente porque Planson sí estrenó a Alfonso Sastre, con el que tres años antes Buero había mantenido una polémica acerca de la posibilidad o imposibilidad de hacer un teatro crítico bajo la dictadura. Desde posiciones ideológicas semejantes, frente a Sastre, que postulaba una escritura sin autolimitaciones, como si no existiera la censura, Buero propugnaba «la necesidad de un teatro difícil y resuelto a expresar con la mayor holgura, pero que no solo debe escribirse, sino estrenarse», es decir, un teatro no iluso respecto a sus condiciones reales de posibilidad, teniendo en cuenta que el objetivo primordial del autor es llegar al público. Es lo que Buero llamó un teatro «“en situación”, lo más arriesgado posible, pero no temerario». Esta disparidad de criterios venía de atrás, como prueba la carta a Guillermo de Torre que he citado más arriba (o sus declaraciones en Índice de 1958), y se había mantenido en un terreno privado, pero en 1960 Alfonso Sastre dio publicidad al debate desde la revista Primer Acto con el artículo «Teatro imposible y pacto social». Buero, directamente aludido como culpable de un «larvado conformismo», respondió en el número siguiente con una «Obligada precisión acerca del imposibilismo». Aquella controversia se enconó y dejó una estela muy duradera en el debate en torno a la libertad intelectual y la ética del escritor bajo la vigilancia coercitiva y punitiva de la censura.

Un irónico azar quiso que, en la protesta que ciento dos intelectuales firmaron en octubre de 1963 contra la represión policial sufrida por los mineros asturianos, Buero y Sastre figuraran uno detrás del otro, entre José Bergamín (a quien dirigió el ministro Manuel Fraga su respuesta) y Gabriel Celaya por delante y el editor Fernando Baeza y el crítico José María Castellet por detrás. Suscribir aquella protesta no le iba a salir gratis a Buero ni a nadie.

D. R. M.

Cartas boca arriba

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