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A Antonio Buero Vallejo
16 de septiembre de 1962
Querido Tony:
Hace muchos meses que vengo diciéndome que lo mismo que se olvida a los muertos, se olvida a los vivos. Es terrible. Se desvanece el mundo del amigo, suplantado por un mundo sin amigos, pero acuciante. A qué seguir.
Bueno, ¿cómo estás? ¿Qué fue tu segundo hijo, chico o chica? ¿Cómo está Victorita? (No hay remedio: hasta preguntas tan tremendamente importantes como estas suenan a fórmula.)
Hace un año largo que no nos escribimos (no cuenta la lacónica tarjeta que te envié desde Ginebra, adonde fui en viaje rápido). Todo se ha desenvuelto durante ese tiempo con abrumadora normalidad: tengo más canas, más cansancio, las cosas —medidas por el rasero de un comerciante— no me van mal [Añadido al margen: Frase rebuscadísima, que parece ocultar y mostrar el amasar de una fortunilla. No hay nada de eso. Holgura sin montones de dinero. El Income Tax y mi insensatez se lo llevan todo.] y mi deseo de regresar a España se agudiza de manera intolerable. Hasta estuve ahí de vacaciones hace cosa de un mes (no, no en Madrid: precisamente la decepción de no haberte visto el año pasado, y de no haber visto a otras personas, y la seguridad de que en agosto no se puede ver a casi nadie en Madrid, me hicieron pasar de largo, hacia mi pueblecito del Mediterráneo, muy cerca de Valencia).
En tu última y lejana carta me hablabas de tu adaptación o traducción del Hamlet. Estoy seguro, sin cumplidos, y solo pensando en el tema y en ti, estoy seguro de que te salió algo bueno, que a lo mejor conoceré yo un día. (Probablemente te suena a vieja ya esa obra tuya, y has hecho otras cosas, de las que yo no tengo ni noticia: el mundo del amigo desactualizado, etc., etc.)
El futuro puede estar lleno de sorpresas, y no es imposible que un día haga yo un viaje relámpago a Madrid. Entonces te hablaré de muchas cosas.
¿Ves a Agustín? Voy a escribirle también. También se interrumpió nuestra correspondencia desde hace cosa de un año. Culpa mía, seguramente. Pero, ¿qué puede uno contra la distancia, el tiempo, la falta de este, el cansancio que le hunde a uno cuando piensa en las innumerables cosas que no ha contado a los amigos y en la irrealidad de todo lo que diga, despegado del pasado? Todo esto es muy raro. Llueve. Londres. Es domingo, domingo vacío y triste, que entristece hasta a los ingleses; solo que a ellos les gusta. Bueno, me voy con Blanca y los niños a un bosque que tiene gnomos, mosquitos, hadas y setas venenosas.
Abrazos, míos y de Blanca. A ver si robas un rato al Café Gijón y me dices «Hola». Que haga esta suya Victorita. Y a ver si una foto o dibujo hecho por el padre me trae un destello de lo que son tus jambets.
Abrazos,
Vicente
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A Antonio Buero Vallejo
30 de septiembre de 1962
Querido Tony:
Tu carta me alegró mucho. No es fácil dar idea exacta de todo lo que le trae a uno la cordialidad y la claridad de visión de un buen amigo español.
Veo que te mantienes firme. Te veo con tu mujer y tus chicos, solitario y honesto, trabajando y aguantando el tipo. La caterva que invade el mundo de los artistas no sabe vivir en soledad y no tolera fácilmente ese fenómeno. Es como un reflejo de la obra que no saben hacer. ¡Habría tanto que hablar! Me gustaría —repitámoslo hasta la saciedad—, me gustaría estar ahí y oírte hablar de intrigas, ventas y disparates. Conforta.
Cuidado con la nueva obra que preparas. He estado con la pluma en alto, preguntándome qué derecho tengo a darte un consejo así. Pero es que no se trata de falta de fe en ti: se trata de temor a la caterva. Los experimentos más inmaturos y vacilantes de un Sastre, por ejemplo, provocan delirios (también habría mucho que hablar aquí). Como tú no les des no ya algo bueno, sino incontestable, estás apañao. Creo que no me equivoco. Y lo siento de veras, porque no sé si esto es bueno o malo. A ver si les largas otra como Las Meninas y descansas un año o dos. (Qué fácil, ¿eh?)
Yo creo que uno de los más terribles peligros de ahí —y de aquí, consuélate— es la pedantería. Dios te libre de un crítico pedante.
Bueno, espero con apetito ese Hamlet.
En cuanto a mí, todo igual. Me tortura constantemente una cosa: estoy harto de este país, con el cual tengo una deuda importante de gratitud. De ese contrasentido nacen otros. Como este, que me consume: no me decido a marchar por mis hijos, pero por mis hijos debería hacer las maletas mañana mismo. Que sean españoles, que mis nietos y mis tataranietos sean españoles, con pobreza y picardía españolas. Que Dios me conceda esto, solo esto. Es horrible la muerte organizada de aquí, las viejas y los clubs de viejas de aquí, los salmos puritanos y las latas de carne vitaminada para los gatos, las herencias que se dejan a gatos, el monóculo de antropólogo que el inglés se pone para juzgar a pueblos que le dan sopas con honda, Bertrand Russell haciendo el idiota y sentándose en las aceras, la propaganda martilleante para forjar todo lo que no tienen (comenzando por la idea de la familia y terminando por la de democracia). ¡Oh, qué British, qué re-British son! El español envidia al español, triste e inexorablemente. El inglés no envidia al inglés, ni sabe de autoaniquilamientos: el inglés envidia al extranjero, con una envidia que alimenta la inquina de otros pueblos. Estaría dispuesto a razonar esto.
Bueno, aparte de esta palabrería, ¿qué hago con mis hijos, que están ya muy, muy cerca de avergonzarse de mi acento extranjero cuando hablo inglés?
Calma. Salud y serenidad es todo lo que necesito para decidir (pero con cierta prisa: mi niña tiene ya cerca de once años, y apenas me descuide se me enamora de un pasmao de Oxford). Todo lo tengo bastante bien preparado. Es improbable, pero no es imposible que me vaya a otro país. En este caso tardaría unos cinco años en regresar a España. Si me quedo ahora aquí, dentro de tres años y medio o cuatro estoy ahí. En ninguno de los casos llegaré hecho un ricachón, pero sí con cierta cobertura renal y, probablemente, la representación de un par de buenas compañías. Anclaré, por deseo y por necesidad, en Madrid, en cuyas afueras edificaré mi casa (pero con bodega, con una bodeguilla subterránea, fresca y con telarañas, que me convenza de que vale la pena vivir el largo final de la vida).
Debo tener fiebre. En serio. Estoy exaltado y nervioso, y si mis hijos no se hubiesen acostado ya les reñiría estentóreamente. Por pura chulería. (Con Blanca no puedo: siempre me dice «¡Mira, pues, este!». Es una frase demoledora.)
Tony, te contaría más cosas. Pero hay que cortar. Te hablaría de cosas fenomenales. Como esta: voy a nadar todos los días. ¡En Londres! (Es la lógica de la desesperación.)
Ahora sí que corto. Me duele esa distancia —que yo trataría de acortar, seguramente con los efectos más inesperados— interpuesta entre tú y Agustín. Pero estoy seguro de que ninguno de los dos querríais que yo hablase de esto.
¡Ahora sí que corto! Figúrate que ya no puedo ni decirte «A ver si venís», etc. No sirve de ná. Abrazos, Tony. Muchos saludos a Victorita. Y a los peques, achuchones. Más abrazos.
Vicente
En mi próxima te hablaré de tu lumbago y del mío.