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A Antonio Buero Vallejo

13 de marzo de 1964

Querido Tony:

Si no lo hago así, apartando la montaña de papeles y sentándome a la máquina —que me permite correr mucho más—, me tiro otros tres meses sin escribirte. Supongo que sonará a exagerado si te digo que desde hace más de tres meses he querido día tras día escribirte. Día tras día. Un exceso verdaderamente formidable de trabajo, que me tiene en jaque desde noviembre —muchas semanas día y noche, y sin un sábado o domingo libres desde no sé cuánto tiempo—, me ha impedido hacerlo.

Coincidiendo con esa avalancha, una cadena increíble de circunstancias azarosas me han quitado mucha tranquilidad y tiempo. Enumeraré algunas brevemente; son como un ejemplo brillante de cuán inservible para la literatura puede ser la inverosimilitud de la vida. En noviembre operaron a mi chico. Nada: amígdalas; pero aquí se les hospitaliza en el acto, y esa ausencia pesa. Recién operado pescó una varicela de aúpa. Nada tampoco; es fortachón y se recuperó pronto. A los dos días de operar al chico, operaron en Valencia a mi madre. Terrible. Estuvo a la muerte (una cosa muy compleja de hígado) y durante muchos días tuve reservado sitio en el avión. Mi hermana marchó y estuvo allí un mes (todo su trabajo sobre mí, porque está en mi oficina). Poco a poco se rehízo mi madre. Regresó mi hermana, y a la semana de estar aquí la operaban una madrugada, temiendo peritonitis. Solo apendicitis aguda y una extraña infección de colon, de la que quizá no se rehaga nunca. Hasta ayer, después de más de mes y medio, no ha regresado a trabajar. Pero mucho antes de estar ella bien, mi niña agarró una escarlatina de no te menees…

Comprenderás que me da risa. En fin. En fin. Todo se ha ido pasando, y lo cuento ahora a título de curiosidad. No me gusta dar el tabarrón con penas.

Bueno, Tony: tu tarjeta navideña me preocupó. Un año o dos de silencio prevés. Comprenderás que no sé nada y que nada puedo decirte. Esto —tu temor— era lo que más me impulsaba a escribirte. La cosa puede ser terrible desde tu punto de vista profesional. Hago cábalas. Sé que no harías una afirmación precipitada. Sé también de tu serenidad y no puedo recomendarte mejor cosa que que recurras a ella. Estoy a ciegas y esto me cabrea lo indecible. No voy a cometer la idiotez de pedir que me cuentes; ya me contarás tú, si procede. Corto ese tema, con el que podría seguir hasta mañana.

Como la vida es tan rara, exactamente dentro de dieciocho días me voy a Barcelona. Motivo: la Feria Industrial Británica, en la que mi firma editorial ocupará un stand. Estaré allí diez o doce días, y casi con seguridad podré ir a darle un abrazo a mi madre (que vuelve a tenerme muy preocupado: hace muchos días que no sabemos de ella). Millones de veces he maldecido la ocurrencia de estos tíos de no celebrar esa feria en Madrid. ¿Qué se me ha perdido a mí en Barcelona? Es muy, muy, muy difícil que pueda acercarme a Madrid. Una remota posibilidad es que organice mi regreso para tomar el avión de vuelta en Madrid. Esto no me permitiría estar ahí quizá más de dos horas, pero aunque fuese a las seis de la mañana te telefonearía y te haría salir a la calle denostando (a menos que me diese tiempo de ir a tu casa). Absurdo hablar de ello: la combinación por Barcelona es mucho más directa. Bueno, yo lucharé.

Un tema que me gustaría comentar contigo es el de los Beatles. Dada la fama de estos, me parece posible que hayas oído ya de ellos. Créete que es, como reflejo de una personalidad —cuatro personalidades, en este caso— sobre la masa, el más extraño fenómeno que yo he presenciado en mi vida. Estoy harto de ver triunfar al arribista, al incompetente, etc. Estoy harto de ver el entusiasmo de la gente por cosas y tipos deleznables. Pero no se trata de eso. El éxito de esos cuatro muchachos, de los que tres tañen horrísonos guitarrones metálicos, acompañados del cuarto, que golpea la batería, es algo que rebasa todas las exageraciones para convertirse en una monstruosidad difícil de explicar. En menos de un año —datos oficiales, de un boletín de noticias— han desarrollado, entre sus fabulosas ganancias y las participaciones de los promotores, más de 6.250.000 libras (aproximadamente, 1.050.000.000 de pesetas). Sus fotografías, en revistas, periódicos, colecciones de cromos, se multiplican por millones. Hay un peinado Beatle, modelos de vestir ­Beatle y, para que los tenga uno hasta en la sopa, vajillas con las caras de los ­Beatles. Ataco el tema con repugnancia y me dejo fuera muchas manifestaciones. Cuando actúan, del público sale no el clamoreo que oyes en otros espectáculos, sino una masa de chillidos de rata (literalmente). Son chillidos patológicos, y la juventud —sobre todo la femenina— se amotina por millares, desborda a la policía, da un contingente considerable de heridos. Con antelación de días —y noches, claro— hacen cola ante los teatros en que los Beatles van a actuar. La televisión y la prensa gráfica presentan escenas espeluznantes: chicas ensangrentadas (en ocasiones porque golpean la cabezota contra una pared, de fervor, de histerismo), chicas desmayadas. El primer ministro, el príncipe Felipe, la Central Office of Information han hecho referencias públicas a ellos (la tercera, con estadísticas elogiosas; los dos primeros, cordialmente, pero en manera alguna ridiculizando). Y en la prensa ha aparecido ya la petición de que en la próxima List of Honours —en la que la Corona, a fin de año, distingue a los ciudadanos más destacados con títulos y menciones— figuren los Beatles.

Ahora bien, los Beatles, The Beatles, son cuatro cretinos con flequillo. No quito ni añadiría un pelo. No saben cantar, y si el teatro en que actúan es grande o el micro es flojo, suenan menos que cuatro almejas. No son beatniks o existencialistas, no tienen una mota de bohemia de altura (descontado ya que el arte ni lo huelen). Aún no se les ha quitado su aire de asombrada paletez. Te pido que los oigas un día (sus discos se venden por billones y es archiseguro que ahí los hay ya). Sin recurrir a la música clásica —sería demasiado ofensivo para esta—, en música ligera, negra o blanca, hay cosas excelentes, infinitamente superiores, que pasan inadvertidas.

Bueno, ya les he llamado cretinos y almejas; ya he pagado —como diría Ortega— mi tributo al dios de los tópicos. El análisis del fenómeno, muy interesante, me tendría escribiendo bastante tiempo. Abreviando: creo que solo refleja el hambre desesperada de ídolos que azota a este pueblo, el más descreído, el más desvalido de misterio que quepa imaginar. Aparte, claro está, de las ganas de comer unidas a esa hambre: los Beatles son British. No me canso de repetirlo: lo que sea es bueno desde un punto de vista de propaganda. Los he visto mirándose tímidamente unos a otros, acorralados entre la infame calidad del espectáculo que brindan los Beatles y la maravillosa oportunidad de «hacer patria». Un día, un crítico pedante del Times se atrevió a sentar no sé qué diabólico paralelo entre los Beatles y los coros griegos, o gregorianos, o alguna otra maldita, ininteligible falacia (con el mismo fundamento con que, por ejemplo, podría haber dicho que Beethoven ya se sirvió de la misma escala cromática). Te aseguro, sin temor alguno a equivocarme —y sin la menor posibilidad de comprobarlo— que si no viviéramos en la época de los registradores de sonido, del disco, de la cinta magnetofónica, la posteridad se vería forzada a creer que cuatro genios de voz angelical, catalizadora de todas las emociones, vivieron y triunfaron en nuestra época. Yo creo haber detectado la chispa inicial del éxito patológico que los rodea. Se trata de un gorgorito que fabrican y emiten con la boca pegada al micrófono; un gorgorito atiplado que desata el fragor de los ­chillidos y los cabezazos. (¿Has leído El predicador viajero, creo que de [Erskine] Caldwell? La masa de posesos contagiosos de aquellas reuniones es lo que más se parece a este espectáculo.) Eran, hasta la fabricación de ese gorgorito, cuatro malditos entre los infinitos cuartetos, tríos, dúos y gangs de malditos que viven a salto de mata por el mundo de las variedades. De pronto, pero tan de pronto como si ese gorgorito hubiese acertado a desintegrar átomos de otro modo inconmovibles, el estallido. La bomba con hongo. El disparate nacional más colosal de nuestros tiempos. Ya, aunque no hagan el gorgorito, aunque no canten, solo con salir a escena, la policía y las ambulancias han de intervenir (lamento que el pintoresquismo de lo que te cuento te lleve a creer que lo digo por añadir color; desgraciadamente, es verdad a secas).

El año pasado, cierto equipo de fútbol ganó no sé qué campeonato. Como me gusta dar datos, diré que me refiero al Tottenham Hotspur. Hubo protestas, publicadas en periódicos, de sacerdotes horrorizados porque los seguidores del equipo organizaron procesiones haciendo encarnar a ángeles (con alas, con halo) a los jugadores. Mucho antes de eso ya, y, por supuesto, todavía, cada vez que meten un gol, miles de gargantas entonan un «Aleluya». Como lo oyes.

Pienso en las innumerables sociedades, clubs, organizaciones y ligas de los ingleses*. Pienso, no tengo más remedio, que necesitan proteger y organizar humanamente lo que no saben delegar en ninguna divinidad. Pienso, en suma, que los ­Beatles llenan un vacío angustioso: ese es todo el secreto.

Pero, ¡qué tabarrón me ha salido! Ocurre que estoy solo: eso es todo. Tony, corto. Escríbeme. Muchos recuerdos a Victorita. ¿Cómo están los peques? Un fuerte abrazo,

Vicente

* Un día te daré títulos. Hay una para proteger a «los animales de África del Norte». Específicamente. ¿Por qué, Díos mío?

Otro día te contaré cómo perdí y me encontré por los interminables túneles del metro londinense tu Soñador para un pueblo.

Es rara esta carta, ¿no?


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