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A Antonio Buero Vallejo

22 de diciembre de 1965

Querido Tony:

Un año más, una Navidad más. Muchas felicidades, a ti, a Victorita y a tus chicos.

¿Qué tal? Yo, eso: un año más. Aquí. Cabreao. A veces contento. Mis hijos, Blanca, la chimenea a estallar. Hace frío. Pienso en el frío que hace por ahí, o lo siento al pasar de una habitación a otra, y doy un grito. Un grito corto y profundo. Algo muy raro, que no podría hacer deliberadamente y que describo a mis hijos como «gritos de rico». Eso, la chimenea en marcha, la casa en marcha, traguito, ¡brrr!, cerremos los ojos al caos de la vida.

Ni rico ni ná, por supuesto. Pero se está tan bien en este silencio de Londres. No es imposible ver en los árboles de mi calle alguna ardilla, y todas las noches oímos los gritos de una lechuza extraordinariamente simpática (me doy cuenta ahora de que mis gritos se parecen bastante a los suyos). Blanca sigue llamándome «¡Bonito!» y también «Mi hombre», y mis hijos «pande» o simplemente «este».

Creí que te iba a escribir una carta malhumorada. La verdad es que estoy «desarrollando», como dicen por aquí, una misantropía que ha llegado a preocuparme. Vivo absolutamente aislado, y si se me descuelga un visitante —quizá un buen amigo de España— la complicación de la entrevista me aterra, el esfuerzo por sostener un interés que en general no me interesa me agota, y el malestar posterior puede durar varios días. Ya sé que esto le ocurre a mucha gente, pero en mi caso la cosa se convierte en intolerable. Trato de analizarlo (me he hecho todas las reflexiones imaginables) y de corregirlo. En vano. Me encuentro demasiado bien a solas con mi familieta. Mi chico tiene un tren eléctrico. La maquinita se va, hala, hala, hala.

Fuera el tema. Con una aclaración, quizá necesaria. Si un día fueses tú quien apareciese por aquí, me llevaría un alegrón. El hecho de que te esté escribiendo en este tono prueba lo que digo. No lo dudes.

Mucho trabajo, pero no en la cantidad enloquecedora de hace un año. Sin que yo haya hecho nada por modificar la situación. De pronto llegará la avalancha otra vez.

Tengo, pues, algún tiempo para escribir. Esto —enseguida te digo qué— no me preocupa, pero me tiene asombrado. No me interesa apenas publicar y quizá no me interesa nada que nadie lea lo que escribo. Sinceridad absoluta, aunque no es imposible que un día publique. Siento —me lo digo a menudo— más la necesidad de un pintor que la de un escritor. Es peligroso decir eso, pero así es. Yo, el más torpe del mundo para pintar o dibujar (incapacidad absoluta). Sí, así es. Angustia de un motivo —rarísima vez un argumento—, fuera. Otro motivo, fuera. Al cajón. Lo paso maravillosamente —sufriendo, qué duda cabe—, me quedo más tranquilo, vuelta a empezar.

Junto a eso, en una coincidencia que me hace bastante feliz —sufriendo, claro—, cada vez me interesa más la pintura. Veo cuanto puedo, compro librejos, me quedo atónito descubriendo lo que vergonzosamente aún no había descubierto.

Todo esto está dicho frívolamente —premura— y no recoge más que un fragmento de las cosas que me pasan.

Una y otra vez trato de cortarme para decirte: «Pero hablemos de ti». Claro, ¿cómo hablar? No sé nada. Viene alguien de España, pregunto. «No, creo que no ha estrenado últimamente». Me hablan de la muerte de Casona y del indignante fortunón que gana Paso. Los más enterados no pasan de saber eso.

El caso es que yo quisiera saber de ti. Lo repito a Blanca. Pero si no te apetece escribirme, no me escribas. Créete que lo comprendo muy bien.

¿Cuántos años hace que no nos vemos? Nos veremos un día, seguro. Viejos y renegantes. Pero también nos reiremos algo. ¿O no? Se va la vida, la maldita y adorada vida.

Enseguida se pone uno triste. Fuera.

Un minúsculo favor. Conoces, estoy casi seguro, a Jorge Campos. Leí hace meses sus Conversaciones con Azorín. Me encantó el libro. Limpio, espontáneo e impersonal. Siempre teme uno, en obras de este tipo, aprender más sobre el autor o sobre el objeto del título. Lo que ha hecho Jorge Campos ahí, desde ese ángulo, no lo mejora un espejo. Bueno. Si lo ves un día —en un café, en la calle—, ¿quieres decirle eso, darle mi enhorabuena? Le habría escrito cuando leí el libro, de haber tenido su dirección. Y si nunca le dices eso a J. Campos, porque no te lo encuentres o por lo que sea, tampoco pasa ná.

¿Qué es de Agustín? He ahí un tío al que quiero, a través de memorias y desmemorias. No nos escribimos. Un día lo hago. Qué extraordinariamente rara, qué fascinante es la vida.

Y no te he hablado de las ganas que tengo de volver por ahí. Pero para meterme en un rincón, para mirar y mirar inadvertido.

Queridísimo amigo Buero: que 1966 te traiga todo lo mejor. Yo creo que no es pedir mucho. Un fuerte abrazo,

Vicente


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