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ОглавлениеA Vicente Soto
Madrid, 12 de febrero de 1965
Querido Vicente:
Me conmueve realmente la extensión y la cordialidad de tu carta, pues sé lo difícil que te resulta encontrar tiempo para escribirlas de ese tipo. Gracias. No creas que yo no he pensado muy a fondo, también, y a menudo, en todo cuanto en ella me dices. Solo haré una observación, que, en rigor, corrobora tus palabras: entre la presión ambiental sobre la mentalidad propia, y la habilidad o suerte para colocar la propia obra fuera de fronteras, creo mucho más determinante la segunda que la primera. El mundo es capaz de tragarse todo —bueno y malo, pero también universal y provinciano—; cuando la obra es universal, por serlo; cuando provinciana, por serlo también. Cuando es una mezcla de ambas cosas, lo mismo. Las imputaciones de provincianismo o de vanguardismo insuficiente carecen de importancia o se olvidan en otros casos; pero se recuerdan siempre, incluso de buena fe, ante el escritor español —sin que yo quiera incurrir en esta afirmación en manía persecutoria—. Son hechos: escritores muy grandes —que no yo—, cuya universalidad real es innegable, se murieron sin que el mundo se enterase —o apenas— de su existencia, porque eran nuestros. Galdós, Valle-Inclán, Unamuno, Gómez de la Serna —a quien cito porque, como literato vanguardista, ya lo hubieran querido los franceses para sí— continúan prácticamente desconocidos: citados pero no leídos, a lo más. Y dentro del mundo hispanohablante, un hombre tan excepcional como Borges, a quien cualquier año le darán el Premio Nobel, solo ahora, a sus sesenta años o más, empieza a ser aceptado en Europa… por pequeñas minorías. Y eso que, en su caso, y en el de Ramón, y en algunos otros, tampoco han faltado serias —y quién sabe si no del todo dignas— habilidades para darse a conocer en el mundo y colocar en él su literatura. No me quejo. Constato con melancolía que la partida se pierde, pero sé que es un hecho lógico —las causas generales serían largas de explicar ahora—. Me pasa lo que les pasó a otros más grandes: al fin y al cabo, yo he estrenado en Francia, en Alemania, en Noruega, en Japón; y la crítica ha reconocido a menudo «universalidad». Tengo dos ediciones escolares en Inglaterra, tres en USA, que van camino de seis; he sido radiado en Italia, representado por los Alpes austriacos; estos años me van a traer seguramente más cosas de esas… Todo ello es muy poco, ya lo sé. Pero es mi tranquilidad de conciencia. La forma natural de que un autor español que no mendiga, ni se mueve, ni se adscribe a unos u otros grupos de «propulsión», vaya siendo, sin embargo, reconocido lentamente.
Que si yo hubiese salido, otro gallo, a efectos prácticos, me cantara, lo sé muy bien. Y aun así no sería exactamente el mismo gallo, por ejemplo, de Goytisolo, porque seguramente su manera de ser y la mía son muy diferentes. Ni el de Arrabal —a quien admiro— porque mi teatro, aunque viviese fuera, no sería tan «vanguardista» como el suyo.
Pero sí, tal vez, algo más «vanguardista». Eso sí me preocupa, y sin salir de aquí; para hacerlo aquí, a cuerpo limpio frente a nuestro espantoso público, si fuera posible. Tus reflexiones sobre Mann y los «creadores» y evocadores tocan de cerca mis preocupaciones actuales; llevo tiempo afirmando en casi cada encuesta o entrevista que la integración entre —para entendernos— el polo Brecht y el polo Beckett es necesaria, pese a su aparente beligerancia. Traducido a mi propio teatro, significa que me están tentando —aunque bien ponderada siempre— las renovaciones formales. Porque el «creador» puede volverse externo, tópico, en su forma; pero el «evocador» alcanza, quizá, hallazgos que al otro le están vedados. Creo que intentaré algo, no nuevo, pero refrescado; en cierto sentido, algunos detalles técnicos (¿técnicos?) de mis últimas obras lo esbozan. Pues es curioso que a un escritor como a mí, de estilo más bien tradicional —aunque en su día y nunca anticuado, creo—, lo que realmente más le gusta es otra literatura: Kafka, por ejemplo, mucho más que Mann. Quizá quiero unir lo inconciliable, pero no lo creo: hay considerables ejemplos de ello, como —en novela— El Simplón guiña un ojo al Frejus, de Vittorini. Mas si algo llego a hacer en ese sentido no será por el deseo de que el mundo me reconozca, sino por una interior necesidad de evolución que me hace considerar con disgusto casi todo lo que hasta ahora he escrito —incluyendo mi última obra inestrenada, que no lleva camino de serlo.
He estado en París ya dos veces: la última, hace pocos días. Ningún motivo concreto: en ambas ocasiones, la generosa invitación de un buen amigo español que vive en Biarritz y que me quiere un poco paternalmente, y que tiene dinero. La primera vez no vi, literalmente, a nadie; la segunda, a casi nadie. Yo no iba a ver gente, sino a la ciudad y sus gentes, y sus museos y sus monumentos y sus teatros. Ninguna gestión, nada; lo que venga, tiene que venir a este despacho desde donde te escribo. Pero este último viaje me ha serenado mucho. Trataré de explicártelo. Desde aquí, la idea del triunfo en París era obsesiva: representaba el triunfo en el mundo. Pero sucede que, si bien reconoces siempre el alto grado de cultura del francés y de su capital, lo importante y vivo de su ambiente artístico, etc., cuando los tienes al lado, y ves al camarero, a la chica de pantalones, al conserje del hotel, al financiero prepotente, al profesor atareado, a la señorita del strip-tease, etc., etc. [nota en el margen: O cuando lees a sus críticos…], adviertes que ya los conocías: seres humanos. Y que, en rigor, no te importa demasiado que la ciudad te desconozca, pues también encierra mucha falacia, mucha trivialidad, mucho valor falso. Tu difusión te sigue interesando a efectos prácticos; pero te aseguro que no mucho a otros efectos. Esto ya me había sucedido en España; un segundo viaje, como persona perfectamente anónima, a la llamada capital del mundo me hace ya considerar con frialdad la falta de fama, y también la hipotética fama futura, si a ella llegase.
En este último viaje —no en el primero— vi al Brujo. Un mes atrás había estado él en Madrid, y al saber que yo había estado una vez en París sin verle, me dijo que eso no se debería volver a repetir. Tuve que verlo: unas horas en un café, de conversación cuidadosa y casi aséptica. En el fondo, es un chico protocolario.
En Madrid hablamos de ti algo. Me dijo —dolido y extrañado— que, no sé bien desde qué remota fecha, había dejado de recibir noticias tuyas, pese a insistirte él en carta. Se le notaba más disgustado por ello de lo que quería aparentar; me preguntó si yo tenía alguna idea del caso. Me brindé a inquirir de ti algo, como cosa mía. Todo salió de mi referencia a nuestra más o menos distanciada pero nunca interrumpida correspondencia; juraría que el hecho de que no me hubieras dejado de escribir, no escribiéndole a él, no fue de su agrado.
Sí que recibí la postal de [Ricardo] Bastid y tuya; olvidé citártela en mi anterior carta.
En fin, querido Vicente, puedes tranquilizarte, pues más tranquilo sí que estoy. Y eso que estoy pasando, aquí, por uno de mis más inciertos momentos. Pero una secreta tenacidad me sostiene y seguiré corriendo el riesgo de que resulte esterilizadora; porque algo me dice que, pese a todo, será mi manera de ir hacia delante. Te asombraría, quizá, a lo que me lleva a veces: yo he rechazado, por ejemplo, una representación de cámara en Londres de la versión de [Cecil] Madden de Oscuridad, ya planeada con el grupo de alumnos del teatro de la Sirena, porque era de cámara y en mala fecha. Como he rechazado, ahí y en París, radiaciones. A lo mejor, el resultado es la nada; pero quizá sea propiciar más adelante estrenos más normales.
Y si así no sucede, recordaremos con don Antonio Machado «que el arte es largo y, además, no importa».
¡Qué iguales somos todos, en el fondo! Ese amor intolerable, absorbente, absolutamente desquiciado, por tus hijos, es el mío por los míos. Uno experimenta cierta melancólica —pero también diabólica— satisfacción al comprobar hasta qué punto es un ser corriente; hasta qué punto acumulaba, para desarrollarlas después, las más comunes y normales pasiones. Porque en lo que no somos iguales al hombre medio es en la consideración de las mismas: en eso somos seres privilegiados y excepcionales.
Recuerdos muy cariñosos para Blanquita y para ti el cordial —y agradecido— abrazo de tu viejo amigo,
Toni