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ОглавлениеA Vicente Soto
Madrid, 7 de julio de 1963
Querido Vicente:
Tus revistas no han llegado todavía, pero tu carta merece respuesta. Aunque no sea más que para decirte que esta vez sí nos encontrarás en Madrid, pues, por diversas razones, no saldremos este verano de Madrid. Bueno: pero la carta merece también respuesta por otros motivos.
Esta vez, de la manera menos inglesa posible en la forma y más inglesa en el fondo, comenzaré por mí. Aquí me tienes, en el mal momento: tengo que escribir otra obra. Y no tengo nada en la cabeza que merezca la pena y que, además, satisfaga las diversas condiciones a tener presentes. Tan cierto es que no se escribe lo que se quiere; no creo que lo hayan hecho ni los hombres más geniales. Pero aquí la complicación del problema se multiplica. Y más, en el teatro. A menudo me digo lo del cuento: «Quisiera saber quién me empujó». Ojalá cuando vengas pueda decirte: Sí. La cosa ya está en marcha. Y aun así, seguiré estando en la etapa inicial, que es durísima, amarguísima; llena de absoluta desconfianza en uno mismo. Por lo demás, ¡las compensaciones son tan pocas! Y no es que me preocupen demasiado a estas alturas: a mi edad se sabe ya lo que es la fama; lo que no es, sobre todo. Pero calcula tú si yo no tendré encima una experiencia, similar a la tuya pero más rica aún, del ningún caso que nos hacen. El jovencito treintañero —dramaturgo, claro— que asesora a cierta «Verlag» alemana ha desestimado la versión alemana de El concierto. Las razones que da son risibles; la razón verdadera es que es obra española, o que no es alemana, o que no es suya. Sir Lawrence Olivier y dos o tres más de esa talla han desestimado la versión inglesa de Oscuridad alegando excesiva amargura y otras lindezas, y recomendando que la lleven a TV, cosa que es hoy el gran recurso para rechazos. Dirás que, por lo menos, mis cosas llegan a ciertas alturas. Sí; pero también de ese modo la repulsa es aún más humillante. Lo de París, ya que me lo preguntas… Pues se fue al cuerno, claro. ¿Causas? Probablemente nunca las conoceré con exactitud. Aquí se acordó, pero después hubo lentitudes, demoras de trámite; poco interés, en fin. Y finalmente, el flamante director del Teatro de las Naciones, Mr. [Claude] Planson, contestó lamentando, debido a esta tardanza, no disponer ya de fechas. Creo haberte dicho en alguna otra ocasión lo muy bien que me conoce y lo muy poco que me estima este señor, cabezota amigo de Sastre y de los sastristas a pesar de ser en el rumor público —¡paradojas de las «amistades»!— un OAS o poco menos. Él vio El Concierto aquí, como había visto antes Las Meninas y todo lo anterior. Pero a la vuelta pidió un auto sacramental —aparte del cuadro flamenco, que él llevaba por su cuenta—. Que los parisienses me desconozcan por los siglos de los siglos, por él no quedará. A Sastre, en cambio, le estrenó Ana Kleiber, que es quizá lo peor que ha escrito, y ya es decir.
De tan lindo modo va uno aprendiendo «el arte de crearse enemigos» y lo caro que cuestan la honestidad y la independencia. Pues es muy cierto que los caminos del escritor se allanan asombrosamente cuando entra en capillas y otros medios de propaganda. Cuando vende su alma al diablo, en una palabra. Algunos españoles aprovechados podrían decir mucho de eso; y digo aprovechados, porque en la sinceridad de sus adhesiones creo muy poco.
Ahora bien: aun para estos la cuestión es gorda —si viven en España—. Pues somos nosotros mismos quienes nos desacreditamos ferozmente. Creo que en Juan de Mairena tiene Machado un párrafo donde habla del que «silba al aplauso» tras la gran faena, en los toros. Y lo recomienda para nuestra cultura como la gran ascesis que nos puede hacer realmente valiosos. En mi opinión, el gran don Antonio yerra en eso: recomienda y alaba nuestro vicio más destructor. Quién sabe si porque, a pesar de lo buena persona que era, lo escribió bajo la amargura de justísimos —en su caso— resentimientos. Pero, claro, cierta revista juvenil ya desaparecida, no mala pero agresiva y petulante, encabezó aquí un primer número con el famoso párrafo del silbidito, que le venía al pelo como argumento de autoridad, y se dedicó luego a no dejar títere con cabeza ni entre quienes no lo merecían, y a elogiar o magnificar sandeces adolescentes en literatura, pintura o música. Sus amigos, vamos. Todo esto me lleva a tu carta; a la comprensible irritación ibérica de tu carta. Pero para decirte que, a mi juicio, no eres objetivo. El orgullo nacional inglés es insoportable —como el francés, el alemán, el ruso y algunos otros—. Pero ojalá nosotros actuáramos de manera parecida, olvidándonos de lo del «silbido», y no solo para nuestros amigos adolescentes. Los ingleses magnifican un librito mediocre, como los otros países, pero, más que atacarnos, nos ignoran. No debieran ignorarnos, cierto, pero siempre podrán alegar que no se van a interesar por cosas de las que nosotros mismos hablamos mal. En pura moral, la cosa puede ser recusable; pero en nuestro tiempo, y si se admite la necesidad de tácticas derivadas de la competencia de las culturas, hacen bien, y nosotros, al no hacer lo mismo, somos tontos rematados.
Perdónales, pues, a los ingleses, tanta soberbia; al fin y al cabo, no carecen de serias razones para ejercerla. Tú has ido allí y has resuelto dignamente tu vida y la de los tuyos; acuérdate del puñado de cacahuetes que aquí te ha servido, más de una noche, de cena. Claro que España es, pese a todo, maravillosa; pero es un asco.
Lo lamentable de todo esto es lo poco que podremos hablar, en un día, de estas cosas, que requieren extensas charlas y sabrosos y amargos ejemplos que no caben en una carta. Nos diremos: «Estás más gordo. Estás más viejo. Los niños, monísimos. Etc.». Pero menos es nada.
Ya que vienes, me voy a permitir hacerte un encargo. Allí tiene que haber unos alfileres de acero para colgar cuadros en la pared —en lugar del bárbaro clavo o escarpia— de esta forma: . Los acompaña el gancho de metal: ; pero eso es lo de menos. Lo importante son los alfileres, aquí también los hay, pero son nacionales y no son de acero ni de nada. Tráeme, si puedes, una docenita. Ya ves; los inventores de tuercas de Birmingham no son tan desdeñables…
Nuestros saludos a Blanquita y para ti un abrazo, con la alegría de dártelo pronto de verdad.
Toni