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1965 [28]
ОглавлениеA Antonio Buero Vallejo
29 de enero de 1965
Querido Tony:
Por fin. No tengo ocasión aún de escaparme a casa, pero hago un alto en la oficina y te escribo. A máquina, para que me cunda más.
Tiene que haber sido la primera vez en más de diez años que dejé de mandarte noticias mías por Navidad. (No, me parece que ya el año pasado, coincidiendo con la enfermedad de mi madre, no te escribí tampoco). No es que no tuviese los dos minutos para poner cuatro letras en una tarjeta. Fue, creo —así lo veo ahora—, mi rebelión contra esta intolerable, agresiva manía inglesa de las felicitaciones navideñas. No mandé más que dos o tres indispensabilísimas. Créeme que es algo insufrible. Recibes tarjetas de desconocidos y, lo que es peor, de gente a la que ves diariamente muchas horas. ¿Cordialidad, espíritu fraterno? Nada de eso; el inglés es insolidario (lo cual, ciertamente, tiene encantos). Simplemente, deseo de batir cada año un récord. Lo general es recibir más de 200 tarjetas, muchas más. Se cuelgan de hilos en el cuarto de estar, el vecino las ve, el vecino dice al vecino: «Doce más este año que el pasado». Todas horribles, por supuesto: pajaritos con plumas reales, abalorios, purpurinas, nevadas de tarta. Todos los años experimento algo así como una verdadera indigestión física. [Añadido a mano: No casi todas las tarjetas. Todas son cursis.]
Corto. Te iba a hablar de muebles y de trajes. ¿Para qué?
Toni, Toni: me afectó tu carta. La vida es un asco. ¿Qué pasa realmente en tu caso? Es difícil de analizar. Temo, en vista de que en tu carta no lo citabas, que no recibiste la tarjeta que desde Buenos Aires te mandamos Ricardo Bastid y yo. [Añadido a mano: (Mandamos otra a Agustín. Naturalmente, ni pío. Comienzo a preguntarme por qué.)]
Inciso. Parece que no tenga nada que ver con el tema tuyo —quiero decir, de tu vida literaria—, pero verás cómo vengo a parar a él. Sí, estuve en Buenos Aires, y en Río de Janeiro, Montevideo, Santiago de Chile. Viaje corto, pero inolvidable. Fui en octubre, invitado con un grupo de periodistas. A cuerpo de emperador, ya puedes figurarte. En fin, una experiencia tan fabulosa que —lo he dicho varias veces— doy por buenos los diez u once años que ya llevo aquí, si de ellos salió esa oportunidad. No me detendré mucho en esto. Fue como un aerolito que me cayese del cielo. Entre otras cosas tuve ocasión de ver en Buenos Aires a mi hermano Pepe; a mi hijo-hermano, a quien no veía desde hacía catorce años. Descontando la emoción de ese encuentro —aunque solo pudimos estar juntos tres días—, y también la emoción de ver a Ricardo Bastid, lo más extraordinario —más que las playas del Pacífico, más que Copacabana, más que volar sobre los Andes— fue algo bien sencillo: entrar en una tienda de Santiago o de Buenos Aires o de Montevideo y hablar como si estuviese en Madrid, y oír a la gente como si estuviese en Madrid. No te lo puedo describir, pero te daré un hint para que me entiendas: iba desde aquí. Es un fenómeno que aún no he acabado de interpretar. Se me pone carne de gallina.
Bueno. Hablando con Ricardo —estuvimos juntos muchas, muchas horas: vino a esperarme al aeropuerto, vino a despedirme—, le pregunté cuál era la valoración que por aquellas tierras se daba a tu teatro. Debería haberme esperado la respuesta, porque conozco a los argentinos: no eres bastante «vanguardista» (seguro que me entiendes: no es que Bastid te acusara de eso; él no hacía más que darme la opinión de los demás). Tu teatro tiene una textura demasiado cuerda, se entiende demasiado. Deduzco que les llega una pieza de un adolescente francés y que, contando con que sea ininteligible y les dé ocasión para hacer experimentos de cámara y de esquemas y de mariconadas, éxito seguro y etiqueta de genio. Sé que estoy exagerando, pero tú me entiendes.
Me pareció que Bastid daba en el clavo. Y me recordó algo extraño que, en relación contigo, me ocurrió leyendo la Génesis de una novela, de Tomás Mann. ¿Conoces la obra? Quizá no; hay alguna mínima razón que acaso le haya vedado la entrada en España. No sé siquiera si está traducida al castellano. Bueno. Obra extraordinaria. El problema de la creación literaria abordado por un coloso, ajustándose a un caso muy concreto (su Doctor Fausto). Con ramalazos de chochez —escrita cuando ya Mann se metía en los setenta— y de un aristocratismo que, bien pensado, no debería haberme sorprendido. Pero quizá la hayas leído.
(Imposible terminar el 29 de enero; sigo hoy, 1 de febrero.)
Trato de recuperar el hilo. Hay un momento en esa obra —vuelvo a suponer que no la has leído— en que Mann se queja con cierta amargura del caso omiso que, al parecer, hacen de su creación ciertos críticos de James Joyce. No tengo la obra a mano y lo fío todo a la memoria. Es uno de los infinitos momentos de esa «génesis», entreverada con quehaceres cotidianos, compromisos sociales y, claro, la labor de escribir el Dr. Fausto. No es, pues, un ensayo detenido de la cuestión. Señala Mann su propia «tradición» o su técnica tradicional frente al «vanguardismo» de Joyce (una oposición en que, sin embargo, advierte proximidades y aun afinidades). Y en un punto dado recuerda la cita de un crítico, quien viene a decir que lo que cuenta literariamente en nuestra época no es la creación, sino la evocación teñida de vivencias personales. Le impresionó a Mann esa idea, aunque corta de raíz el tema y sigue con otras cosas.
Para mí Mann es el escritor más grande de nuestra época, o, ajustándome al distingo de ese crítico (Levin, creo), el creador más grande. Creo conocer bastante bien a los dos, a él y a Joyce —a quien también admiro hasta decir basta—, y no vacilo en preferir y en respetar más a Mann. (Cuando pienso en que Los Buddenbrook estaba ya publicada a sus veinticinco años —esto es, dadas las largas gestaciones de este tranquilo teutón, que probablemente estaba escribiéndola a los veinte—, me entra una especie de atontamiento que solo experimento en dos o tres casos más. Iba a citarlos, pero esto no terminaría nunca.) Ya ves: hasta el prestigio universal de Mann puede resentirse de enfoques literarios dentro de su campo.
Entonces, no sé por qué —probablemente porque venía a actualizar o a concretar mi valoración de tu obra—, pensé en ti y me dije que, en síntesis, ese era tu problema: el de un creador en una era de evocadores. Evocadores en teatro, en poesía, en pintura, en música. No es una era clásica, es una era que prefiere sentirse a sí misma y que aún no ha tenido tiempo de digerir a Proust y a Freud y, por supuesto, a Kafkha (o como se escriba).
Porque no nos engañemos, Toni. Durante todos estos años he esperado a ver tu triunfo en el extranjero. Y la falta de ese pleno triunfo tiene poco que ver, desde un punto de vista «de mercado», con los obstáculos que puedes hallar en España. Te digo esto con dolor. Yo soy muy parcial, a Dios gracias, y hace mucho tiempo que, como dicen los ingleses —frase de embarazosa traducción—, puse «todos mis huevos en un cesto»: el tuyo. No sé. Lo que me dijo Bastid en América confirmó en mí, dentro de mí, lo que vi leyendo ese «casi resentimiento» de Mann. Lo dramático aquí es que, teniendo ya comprado tu puesto para la posteridad —un puesto concreto y definido, de esto estoy seguro—, tengas que luchar año tras año por volver a hacértelo en el presente. Yo he asistido a algunos de tus más aplastantes estrenos. Detectando aquellos éxitos difíciles tuvo que nacerme la fe de que te hablo en tu triunfo universal. Pero…
Se abre aquí la puerta —porque se abre ella sola— a un tema delicado. No es hora de decir lo que debiste hacer; en primer lugar porque es muy fácil decir después lo que uno debió hacer antes. Ya sé que te has aferrado siempre a la tesis de que donde hay que estar y escribir es en España. Veo tan bien todas tus razones que alguna vez me han convencido. No sé si será por consolarme, pero creo firmemente que si hubieras salido habrías triunfado (y ya me molesta hablar tanto de triunfos, como si fueras un torero; es que no encuentro otra palabra). Lo creo, disecando esto escuetamente, por dos razones:
En primer lugar, porque no habrías tenido que volar siempre temiendo rozar en un aletazo el techo de la censura. Ah, no, no: nada de truculencias políticas; no voy por ahí. Es simplemente un hecho físico: el hecho de que esté o de que no esté ahí ese techo, para todas las ideas, para las del candor y las del pecado por igual, para todas las palabras y todas las estructuras, sin más límite que el cielo. El problema es más de actitud y de salud mentales que de rebelión. Dicho de otro modo: estoy convencido de que muchas de las obras extranjeras estrenadas en España no habrían podido ser escritas en España; sin que entrañen un ataque político, sin que entrañen siquiera una cuestión de moral al uso. Aparte de que cualquiera puede decir, por ejemplo, la palabra «París»; pero hay un abismo entre decir «París» habiendo estado en París y decirlo sin haber estado allí. (Pero esta es otra idea, con toda su importancia relativa, que no tiene nada que ver con la anterior.)
La segunda, poderosísima y pragmática razón es una que apuntaba Larra. No recuerdo exactamente si en relación con el dramaturgo; en todo caso, con el hombre que vive de la pluma. Decía Larra, que se las sabía todas, que ese hombre ha de tener una doble aptitud: la de saber escribir, ante todo, pero también la de saber colocar lo escrito. El mundo del editor y del empresario no vive exactamente del talento de los demás, sino más bien de la inteligente habilidad de los demás (hablo siempre de contemporáneos). No sé por qué pienso ahora en mi buen amigo Pavón, con quien hace mil años que no tengo contacto, pero de quien no vacilaría en afirmar que, teniendo la primera aptitud, tiene una riqueza fabulosa en cuanto a la segunda. Bueno. Dos veces he tenido que atender ahora el teléfono, para ventilar consultas estúpidas. Bueno. Ya no sé qué te quería decir. [Añadido a mano: (Sin duda, que tu contacto personal con el mundo teatral exterior te habría allanado montañas.)]
Te confiesas melancólico al borde de los cincuenta. Esto me cabrea (te advierto que antes de un mes he cumplido yo los cuarenta y seis). ¿No se puede hacer nada? ¿Has de estar ahí hasta que te mueras, tejiendo lo que los demás te destejen? No ya por ti, sino por tu obra, me parece una barbaridad. Cincuenta años no es nada como edad de escritor; es casi edad de empezar. Ya lo sé: dos hijos, mujer, familia en marcha; aparte de todas tus razones de enraizamiento en España. ¿No se puede hacer nada? Pero no me atrevo a seguir. Esto es demasiado personal ya. Pero piensa una cosa. No está en tu mano cambiar el mundo que te rodea. El tipo más gigantesco se hunde también en un pantano. Hay una ley de la proporción y una ley de la desproporción, y la obstinación frente a las dos esteriliza a cualquiera.
Dirás que me he pasado de rosca, que lo desproporcionado es esta lamentación ante un éxito que ya quisieran otros para sí, etc. Lo terrible es que yo no creo haberme pasado de rosca, que en mi opinión deberías estar hace varios años por encima de todas estas situaciones y valores relativos.
Pero prefiero hablarte un poco de mí, seguramente porque no sabía cómo terminar lo anterior. Se me ocurre una frase: aquí me tienes para todo lo que necesites. Es como una frase comercial o de campesino, pero son poquísimas las personas a quienes me ofrecería así, sin duda porque serían poquísimas las que me entenderían bien.
Ahora yo. Te habrás asombrado alguna vez de mis protestas de trabajo excesivo. Lo cierto es que es excesivo. En un gráfico de evolución sorprendentemente lógica veo la serie de mis años en Londres, desde que daba clases hasta hoy, pasando por un restaurante, una agencia de traducciones, distintas secciones de la BBC, la Central Office of Information, más agencias de traducciones o de información periodística, como una línea de consolidación. Ya lo he dicho: sorprendentemente lógica, sin que ni un año haya dejado de superar —financieramente— al anterior. Poco a poco y con pies de plomo he ido soltando cosas y tomando otras, y ni una sola vez me ha salido mal. Esto es lo malo: demasiado bien, dicho sin vanidad y sin ironía, cargando más el acento en el demasiado que en el bien. Acabo de dejar la menor de mis dos revistas (Argentina). Sigo con Industria Británica y todos los días estoy a las seis en casa. Ay, a traducir. Pues soltando y soltando más cosas me he quedado solo con una de esas organizaciones apabullantes de información. Engineering in Britain, se llama. Es el eterno problema: la mitad, por lo menos, de los trabajos que les hago (soy su único traductor al castellano) no necesitaría, económicamente, hacerlos; pero ¿quién corta esa relación? Esa o la que sea: ¿quién corta la relación que permite proyectar el futuro —el de los hijos, sobre todo— sin minar el presente?
Muchas veces me he dicho con amargura que soy como un hombre con vocación de matemático que hubiese de trabajar como contable. Con vocación de escritor, dedicado a escribir cosas que muy rara vez me interesan. Si ese símil fuera absolutamente cierto me habría muerto. Lo creo. Afortunadamente escribo mis cosas también, y espero darte una o dos sorpresas dentro de no demasiado tiempo. Ocurre, además, que aunque los temas traducidos no me atraigan, me encanta escribir. Me hace feliz. Aquí está el secreto de mi éxito como traductor (ya que no te lo dice nadie, te lo diré yo). Éxito nada difícil, por otra parte. Londres, que es más un pequeño país superpoblado que una gran ciudad —gracia especialísima que estos cretinos no ven, para estrellarse siempre en una comparación urbanística con grandes ciudades; no hace falta pensar en París: Madrid (bueno, Madrid es demasiado, créeme), media docena de núcleos sudamericanos y norteamericanos…; en fin, otro tema archivado—, Londres está lleno de «traductores». Hay ahí un fenómeno ingenuo, absolutamente honesto y del que, sin embargo, mana una falacia constante. Se trata de gente que, porque sabe español —o el idioma que sea— e inglés, cree que puede traducir de uno a otro idioma. El cliente lo cree también. Solo el lector, estupefacto, ve luego millares de palabras pertenecientes a su idioma, pero curiosamente ensambladas, giros que no trasladan nada, significados desplazados del contexto. Tengo guardadas verdaderas joyas. Claro, el cliente termina por enterarse, pero no importa: siempre hay más y más clientes, más agencias, más productores de películas, más editores, más industriales.
Bueno, a hacer gárgaras. Lo que pasa —otra vez— es que pienso cada vez más en mi regreso a España. Tú serás una de las personas a las que, a punto de dar el salto, preguntaré qué debo hacer. «Tengo esto y aquello, y espero tener esto otro —te diré—: ¿debo dar el salto?» De manera que no temas que me precipite. En todo caso no veo ese día antes de unos cuatro años.
Ya no se trata de que esto sea mejor, peor o equivalente. Es simplemente que me muero de ganas de volver a España. Experimento —creo que te lo decía una vez— como un olivo o un naranjo transplantado a Suecia. Eso es todo. He aprendido inglés, me gusta el té y recordaré estos años con verdadera emoción y con gratitud; pero me siento tan extranjero como al día siguiente de llegar, el 30 de agosto de 1954. No entro en si tengo o no la culpa. Ese es el hecho. Y de pronto, mirando a mi hija el otro día, me quedé frío: tiene ya casi trece años y es probabilísimo que si no nos movemos pronto se me case aquí. Lo que me dejó frío, porque nunca se me había ocurrido, es esto: si ella se casa y se queda aquí, yo me tengo que quedar. Porque yo quiero a mis hijos de una manera intolerable, absorbente, absolutamente desquiciada; y cualquier cosa, antes que separarme de ellos. Eso es todo.
Ya termino, claro está. La longitud de esta carta te dirá también cuán difícil me era ponerme a escribirla sin tiempo abundante mío.
¿Cómo se te ocurrió que podía pensar haberte ofendido con mi crítica de Aventura en lo gris? No, jamás. ¡Pero si, además, me gustó bastante: ¿no te lo dije? Mucho más que la primera versión. (Y aquí empezaría otra vez: en torno al hecho de que inconscientemente hay que pedirte a ti más que a otros, y de que lo que viniendo de otros se aceptaría como bastante bueno, viniendo de ti —es decir, comparado con otras cosas tuyas— se queda corto; y también al hecho de la creación y de la evocación, enmarcando Aventura en la segunda para probar en cierto modo que tu camino es el otro. Claro, con salvedades esenciales. Pero esto es horrible. ¿Nunca más nos veremos para hablar y hablar? No, nunca.)
Un fuerte abrazo,
Vicente
Escríbeme, que te vea yo animado.
Bastid me ha pedido venirse. Cierto, ya lo hablamos allí. Qué raro es aquel país y cuán erróneamente situado allí vi a Ricardo [Bastid]. Si todo sale bien, antes de año y medio habrá cruzado el charco.