Читать книгу Cartas boca arriba - Antonio Buero Vallejo - Страница 29
ОглавлениеEl lustro que abarca este tramo comportó varias formas de deshielo para los dos amigos, que al fin pudieron reunirse, y reconocimientos inequívocos de su labor creativa, pero no faltaron disgustos ni pesares, como la muerte de la madre de Buero en marzo de 1964 o su forzado alejamiento de las carteleras durante cuatro años, consecuencia de la protesta contra el trato ignominioso que dio la policía a los mineros asturianos. La sombra de Goya, de algún modo yendo y viniendo entre Londres y Madrid, presidió la etapa: Buero celebra el 1 de enero que la exposición «Goya and his Times», en The Royal Academy of Arts, esté causando furor entre los ingleses, sin poder sospechar que desde Londres Vicente Soto le iba a traer un par de años después la semilla de su Goya, es decir del Sueño de la razón.
La posibilidad de salir al extranjero, ya recuperado su pasaporte, permitió a Buero, pese a su desagrado por los viajes, escaparse un par de veces a París, donde se encontró con el lisboeta José Corrales Egea, visitar Italia, aceptar un tour de conferencias en universidades norteamericanas en 1966 y, sobre todo, atender por fin la invitación de Vicente, después de catorce años, de pasar con él unos días en Londres. La visita tuvo una excusa inmejorable: la inauguración, en noviembre de 1968, de una sala teatral, el Gateway Theatre, en la ciudad de Chester, en el condado de Cheshire, ni más ni menos que con una obra de Buero que había sido prohibida en España: La doble historia del doctor Valmy. Además, después de cuatro años de hibernación, su versión de Madre Coraje de Bertolt Brecht, por fin es autorizada en 1964, aunque habrá de prolongar la espera hasta octubre de 1966 para ser llevada a las tablas por Tamayo en el Teatro Bellas Artes. Y un año y un día después, el 7 de octubre de 1967, tuvo lugar el regreso de Buero a los escenarios con uno de los estrenos más resonantes de toda su carrera: el del Tragaluz. Con este «experimento en dos partes» se cerraba el ostracismo que había tenido que soportar cuatro interminables años. Varias temporadas de silencio durante las que escribió la «inestrenable» Valmy y El tragaluz, ambas con poderosas raíces autobiográficas, se planteó la necesidad de una renovación formal, se enfrascó en la composición de una ópera, Mito (que había de llevar música de Cristóbal Halffter), y empezó a dar forma a una sugerencia de Vicente para un drama sobre un Goya atormentado y obstinado en crear contra la conspiración de las circunstancias.
La chispa la hizo brotar Soto una noche en Madrid, adonde había vuelto por un motivo feliz: la promoción de su novela La zancada. Con ella había ganado, la noche de Reyes de 1967, el Premio Nadal. Era esa la novela en la que había estado abocando todas sus pocas horas libres desde hacía un montón de años, desde su llegada a Londres. Habían sido diez años de escritura sincopada y frustrante, de «calvario […] trabajando como un demente». En octubre de 1964, Soto la había dado por acabada y aún necesitó dos años más para resolverse a presentarla a algún premio, que fue el Nadal después de descartar el Planeta. La concesión del premio fue un terremoto en su vida ordenada y también el comienzo de incertidumbres y amarguras que hasta entonces desconocía. Convertido en escritor visible, Soto tuvo que someterse a entrevistas de prensa y televisión, venciendo su timidez y cierta inclinación misantrópica. Por primera vez conoció la tergiversación de sus palabras en los periódicos y la carcoma de una crítica reticente o fría. Y, pese a todo, Vicente Soto había conseguido al fin un triunfo, había roto su aislamiento y además por una vía que implicaba el reconocimiento de su valor literario.
Mientras tanto, el mundo se mueve y no en una dirección tranquilizadora. Buero habla de tiempos «de dureza, átomos y crueldad», mientras siente que hay una secreta unión entre la muerte del escritor Aldous Huxley en Los Ángeles y el magnicidio del presidente John Fitzgerald Kennedy, ocurridos el mismo día (22 de noviembre de 1963). No menos unidos estarán, en la primavera de 1968, los asesinatos de Martin Luther King (el 4 de abril) y el del presidente Robert Kennedy (5 de junio), atrocidades que producen a Vicente Soto tanto estupor como vergüenza. Tres días después de la muerte de Luther King, Massiel triunfa en Eurovisión y Buero no reprime un acerbo comentario: «Mientras la masonería de la frivolidad envuelve así en ficticia dulzura el mundo de asesinos en que vivimos, Lutero King se pudre y todos nos pudrimos con él». Bastante antes, en 1964, Soto se había consternado ante el fenómeno de masas —el «más extraño que yo he presenciado en mi vida»— que representaban The Beatles, «cuatro cretinos con flequillo» que, sin saber cantar, vendían por billones sus discos e histerizaban a las jovencitas.
Pero los sesenta literarios también afloran en las cartas, y no únicamente por las obras propias a las que me refiero más adelante sino por las lecturas hechas, los consejos mutuos y las preferencias. Soto compara a dos de sus autores favoritos, Thomas Mann —cuyo Doktor Faustus le enstusiasma— con James Joyce, y se queda con el primero por su potencia creadora. Buero confiesa admirar a Kafka por encima de Mann y subraya la excepcionalidad de Jorge Luis Borges, «a quien cualquier año le darán el Premio Nobel». Pero no es a Borges a quien le conceden el Nobel en 1967 —ni más tarde—, sino a Miguel Ángel Asturias, lo que da pie a Buero a comentar la existencia, dentro de la turbamulta de nombres latinoamericanos del «boom», de grandes escritores como Vargas Llosa, Cortázar, Carpentier, Guimarães Rosa o Rulfo, aunque algunos de estos pertenezcan a una generación anterior. De hecho, la admiración de Buero Vallejo por Borges es antigua y ya en junio de 1956 le había escrito a Guillermo de Torre: «Tengo entendido que Borges es su cuñado. No sé si su amigo —ni lo pregunto, claro—. […] Creo que es uno de nuestros más grandes escritores. Si hubiera nacido en Europa sería otro Kafka, otro Hesse, otro Wells. Lo es ya. Me tiene, literalmente, embotado». Y Soto, que lee La casa verde de Vargas Llosa, opina que es «un río de escritor», al tiempo que Buero le recomienda que no se pierda Cinco horas con Mario de Miguel Delibes.
Aquí y allá aparecen referencias a la misma correspondencia que mantienen y a la amistad que la sostiene, una amistad de palabras y por la palabra que se diría más intensa o menos inhibida en su expresión en Vicente Soto, cuyas largas cartas (o «testamentos»), cargadas de afectos y confidencias, fueron ganando sin duda la voluntad de Buero, definitivamente rendido a la calurosa generosidad de Soto cuando este se vuelca, a finales de 1968, con motivo del estreno del Valmy en Chester: lo acoge en su casa, le sirve de intérprete y de cicerone en Londres, le organiza la estancia en casi todos los detalles, incluida una recepción en el Instituto de España, y procura hacerle la estancia lo más fácil y grata posible. Buero había sabido a primeros de septiembre que la agencia Hope Leresche, que desde hacía poco tiempo representaba sus derechos en Gran Bretaña, había conseguido que la inauguración del Gateway Theater de Chester se realizara con una obra suya. La buenísima noticia intimida al escritor y pide ayuda a Soto, que se la va a prestar a manos llenas, desde los consejos indumentarios hasta la traducción al inglés de la nota «Al espectador no español», interesantísimo texto que él le sugerirá corregir con buenos argumentos. Será Soto quien haga la crónica y reseña para el programa internacional de la BBC, quien recopile luego las críticas aparecidas y quien serene a Buero aclarándole el sentido, menos agresivo de lo que parece, de alguna de ellas.
En octubre de 1964, más o menos cuando Buero había puesto el punto final a La doble historia del doctor Valmy, Vicente Soto viajó a Buenos Aires. Allí vivía su hermano menor, Pepe, con el que había estado a punto de emigrar. A la emoción del reencuentro después de catorce años se sumó la de volver a ver a un viejo amigo, el pintor y escritor Ricardo Bastid, exiliado en Argentina desde 1956. Bastid, que había sido militante de la FUE como Soto, había salido de España para evitar un consejo de guerra (el segundo que habría sufrido), pero la enajenación de su tierra se le había hecho insufrible y deseaba volver de algún modo (no pudo repatriarse porque hubiera tenido que saldar cuentas por estar declarado en rebeldía), aunque fuera a Europa. Las semanas americanas fueron un oasis de felicidad para Soto, que viajó a Río de Janeiro, Santiago de Chile y Montevideo. Lo que no sabía es que aquella estancia estaba incubando una pasmosa cadena de desdichas. El 11 de junio de 1966, Vicente escribe una carta dirigida a la vez a Buero y a Agustín del Campo en la que les comunica que Pepe, su «hermano-hijo», falleció tres meses atrás. Pero lo que le impulsa a escribirles es otro motivo trágico: hace solo una hora ha sabido que Ricardo Bastid ha muerto atropellado por un autobús en una calle de Buenos Aires y cree que, en realidad, se ha suicidado. Entiende que la muerte de Pepe y la imposibilidad de regresar a España, o cuando menos a Europa, han extremado la desesperación de Bastid hasta empujarlo al suicidio. Soto se siente directamente golpeado: había hecho gestiones en Londres para conseguirle un empleo y, una vez logrado, no había llegado a decírselo a Bastid, siguiendo el consejo de un médico amigo de este, quien le había escrito pidiéndole que descartara la idea debido al estado de agitación mental de Bastid. La respuesta confortadora de Antonio marca el territorio de la amistad. También Agustín le escribe, con retraso, pero que le haya escrito es un hecho descomunal en alguien que parece haber decidido romper relaciones con el mundo. El retrato que Buero traza de su cuñado Agustín del Campo lo sitúa entre el anacoreta y el misántropo: es «un oso» que rehúye el trato humano, un hombre de unas condiciones intelectuales sobresalientes, uno de los más brillantes discípulos de Dámaso Alonso, que se ha apeado de la vida en una oficina gris y en un trabajo gris (en la editorial Gredos): «Agustín está muerto desde hace años», sentencia.
Buero Vallejo se había encontrado con la demoledora carta de Soto al poco de regresar de Estados Unidos, donde había pasado los meses de abril y mayo. Aparte de sus conferencias universitarias, había aprovechado su paso por Nueva York para acudir a los teatros de Broadway y asistir a una clase de Lee Strasberg en el Actors’ Studio. Quizá había podido hablar sobre Strasberg un año antes con Orson Welles, con quien Strasberg había colaborado en El tercer hombre en 1949. Welles rodaba en España Campanadas a medianoche y necesitaba a un dialoguista en español de primer rango, y por entonces no parecía haber otro más indiscutible que Buero Vallejo. En marzo de 1965, Buero ha aceptado y trabaja contra reloj escribiendo «los diálogos castellanos de una importantísima película shakespeariana en inglés», le cuenta a Soto a las seis de la mañana después de pasar la noche en la tarea. Debía concluir esta en tres meses, la acabó en dos y recibió una retribución sustanciosa (200.000 pesetas), pero los diálogos no casaban bien con la vocalización de los actores y hubo que adaptarlos. Aquella falta de respeto a su trabajo enojó a Buero, que prohibió que se utilizara su nombre en los créditos de la película; el productor Emiliano Piedra, «con profundo disgusto» —como le comunica al dramaturgo en noviembre—, se aviene a suprimir su nombre.
Otras experiencias cinematográficas fueron, de fijo, menos frustrantes que esta, en especial aquellas en las que Buero participó como actor. En 1964 había hecho de alguacil en el primer film en color de Carlos Saura, Llanto por un bandido, donde Luis Buñuel también actuaba en el papel de verdugo; en 1965 se puso ante las cámaras de nuevo en El arte de vivir, de Julio Diamante; y en 1967 volvería a hacer un papelito en Oscuros sueños de agosto de Miguel Picazo.
Esta etapa, ensombrecida por la pérdida de seres queridos, por la imposibilidad de estrenar durante varias temporadas, culminó para los amigos con dos magníficas compensaciones: el éxito de taquilla y crítica de El tragaluz y el Premio Nadal concedido a La zancada, que Soto comunica a Buero muy pocos días después de que este acabe de escribir la pieza teatral y se lamente de haber cumplido cincuenta años, con la sensación de que se le está yendo la vida. Aún tendrá Buero que peinar y recortar el texto, aún habrá de esperar el dictamen de la censura y resolver la difícil escenografía hasta llegar al estreno apoteósico del 7 de octubre y recoger los frutos de taquilla y los laureles (Premio Leopoldo Cano y Premio El Espectador y la Crítica). En los meses intermedios, Soto por fin pudo conocer a la familia de Antonio, a su esposa Victoria y a sus hijos Carlos y Enrique. Había tenido que viajar a Madrid y Valencia para la promoción de La zancada y se había encontrado con la paradójica situación de verse en el papel de triunfador ante un Buero que acusaba en su ánimo fatigado los cuatro años de veto y el miedo a la inseguridad económica. En otoño ese miedo se disiparía, no así el cansancio que Soto había percibido y que le movió a proponerle a Buero el plan de pasar seis meses en Londres para desintoxicarse de España.
El desánimo de Buero Vallejo tenía múltiples raíces, y una de ellas procedió seguramente del descubrimiento, en marzo de 1967, de que el Congreso por la Libertad de la Cultura, de cuyo Comité Español formaba parte desde 1964, estaba financiado por la CIA a través de fundaciones norteamericanas como la Ford. Destapó la trama de financiación anticomunista la revista francesa Ramparts, en febrero, y el 4 de marzo la revista Triunfo destapaba el escándalo. El día 7 se reunió el comité, en el que estaban Dionisio Ridruejo, Pablo Martí Zaro, José Luis Cano y Fernando Chueca entre otros, ante el que Buero tomó la palabra para señalar que habían sido burlados y desacreditados y que, para los desinformados (la mayoría) podía «pasar por dogma de fe que no somos más que un elemento de la guerra fría y podemos quedar clasificados definitiva e irremediablemente como un apéndice de la CIA». Y aunque Ridruejo intervino para apaciguar la inquietud, Buero rompió su relación con el Congreso mediante una comunicación formal. La ilusión de ser un «voluntario y difícil participante de un magno congreso de libertad de la cultura sin sedes ni fronteras», como le había escrito a Guillermo de Torre en fecha tan temprana como el 4 de noviembre de 1952, se había hecho trizas.
Nada de todo esto le puede contar a Soto, quien desde el Nadal recibió un suplemento de ánimos que le estimuló a presentarse al Premio Lope de Vega (sin éxito) y al Gabriel Miró de cuentos. Aún con el viento a favor, ganó con el cuento «La prueba», aunque el que a él más le satisfacía era el otro que había presentado, «Lou», también finalista. Ambos cuentos pertenecían a la «novela en abanico» cuyo título iría cambiando desde No lejos del Támesis hasta Topotón, y de ahí a Casicuentos de Londres, como se verá, y que estaba compuesta por una serie de narraciones independientes enlazadas por el tema del desarraigo y algunos personajes recurrentes. Esta etapa de fecundidad le permitió también acabar una pieza teatral, Cardos para mi funeral, que, junto a otra, Cuando vuelva la luz, enviaría al Premio Lope de Vega en 1968 sin suerte. Soto rescataría en 1974 ese mismo título —que a Buero no le convencía, como en otras ocasiones— para un cuento que vería la luz en la revista Ínsula.
El vía crucis editorial de Topotón se inicia con el rechazo del libro por parte de Josep Vergés, el editor de Destino. Un hecho insólito, el de que un Premio Nadal vea rechazado su siguiente libro, que descoloca a Soto y con toda la razón, puesto que Vergés ni siquiera podía alegar un pinchazo en las ventas de La zancada: había sido el libro más vendido en España en 1967, detrás de Tres días de julio de Luis Romero. No obstante, Vergés tenía otras preocupaciones más acuciantes entonces: la revista Destino venía acumulando desde 1966 varios expedientes administrativos, pero en diciembre de 1967 ese acoso oficial se materializó en una sanción de 250.000 pesetas, una suspensión de dos meses y el procesamiento del director de la publicación, Néstor Luján. Fueran las que fueran las razones, lo cierto es que Topotón se quedó de pronto sin editor y eso hizo salir a escena a algunos de los antiguos contertulios del Café Lisboa: Francisco García Pavón, José Corrales Egea, Jorge Campos y Arturo del Hoyo.
En junio de 1968, Buero Vallejo envía Topotón a García Pavón, que entonces trabajaba en la editorial Taurus, con una nota en la que señalaba: «Me ha gustado una barbaridad». Las primeras noticias conducen a una previsión optimista: «Dalo por publicado», escribe Buero. Por los mismos días, preparando ya el veraneo en Navacerrada, adonde acude la familia puntualmente todos los años, Buero ha urdido los mimbres de su Goya a partir de la idea que le regaló Soto y prevé una travesía borrascosa: «Menuda me espera […] con el baturro». Mientras se pelea con el «sordo» (como lo llama), ya en las postrimerías del año, Buero tiene noticia de que el Topotón de Soto ha viajado hasta Barcelona, a las manos de Enrique Badosa, que dirige Plaza y Janés, y, sin decírselo al amigo, escribe a este poeta «no malo, y quizá bueno», que le acaba de enviar como obsequio navideño su libro Arte poética. Le cuenta que estuvo en Londres («y vi Hair, la famosa comedia musical hippy. Me pareció una Danza de la Muerte») con «mi entrañable amigo Vicente Soto, cuyo Topotón conozco y que sé que ahora tiene Vd. en estudio», para luego añadir: «A mí el libro me gusta muchísimo y me parece incomprensible que Vergés no se haya decidido a editarlo, después, sobre todo, del éxito de La zancada». No tiene grandes esperanzas respecto a la gestión, porque en España casi nada tiene remedio. Le irrita y le duele que algún crítico vaya proclamando que el teatro de Peter Weiss ha enviado al siglo XIX lo que hacen algunos dramaturgos españoles, siguiendo la corriente del tradicional menosprecio de la cultura española desde el extranjero, que —entiende— es lo mismo que ocurre con la novela, pues ahora los españoles «son muy malos comparados con los sudamericanos». Por eso exclama el 27 de diciembre: «¡Y tú quieres volver aquí! Valle-Inclán y Galdós nos dirían a los dos que somos idiotas: uno por haberse quedado y el otro por querer volver».
D. R. M.