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INTRODUCCIÓN

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Tengo a mis amigos

en mi soledad.

Cuando estoy con ellos,

¡qué lejos están!

Antonio Machado

«Dale esta carta a Vicente para que la guarde él en nuestra histórica correspondencia», le pide Antonio Buero Vallejo a su hijo Carlos Buero, que está en Londres, el 22 de septiembre de 1977. Vicente es el escritor Vicente Soto, y esa «histórica correspondencia» se había iniciado casi un cuarto de siglo atrás y aún se prolongaría otro cuarto de siglo más. Entre 1954 y 2000, de manera ininterrumpida, por etapas en un intercambio intenso, en otros momentos más espaciado, Buero Vallejo y Soto, uno en España, el otro en Inglaterra, mantuvieron una profusa y fascinante correspondencia epistolar. Fue casi medio siglo de cartas mensajeras en las que quedó registrada la vida familiar y profesional de ambos, sus logros y decepciones, y con ellos el fluir del acontecer colectivo, la posguerra terrible, los ciclos del franquismo y la plomiza atmósfera cultural que engendró, el final biológico de la dictadura, las convulsiones de la Transición y la consolidación de la democracia, el parsimonioso avance del olvido, en fin, el río de la Historia. Pero también quedó inscrita en ese extenso cuerpo epistolar la huella profunda de una amistad cuyas raíces se hundían en los lúgubres años cuarenta y que fue ensanchándose y robusteciéndose, año tras año, como un árbol formidable que estirara su ramaje amparándolos a los dos y, con ellos, a las respectivas familias conforme crecían, a Victoria Rodríguez, Carlos y Enrique Buero, y a Blanca García, Isabel y Vincent Soto.

La amplitud temporal del epistolario es en sí misma excepcional, pero más lo es el valor testimonial de las cartas que lo componen, las reflexiones, análisis y confidencias que encierran y la altura literaria de muchas de ellas. En las cartas hablan los corresponsales a través de lo que dicen y de lo que pasan en silencio, sujetos a una ineluctable contención respecto a las opiniones y actividades políticas que pudieran acarrearles problemas de caer en manos equivocadas. No se registra, por ejemplo, el backstage del compromiso de Buero Vallejo con la resistencia intelectual antifranquista, su vinculación, por poner un caso, con el comité español del Congreso por la Libertad de la Cultura o su indignada estupefacción al descubrir que estaba financiado por la CIA (lo que ocasionó su rotundo rechazo), pero sí la ansiedad y desazón que la situación política le produce.

La veta principal de estas cartas procede del fuero interno de cada uno de los amigos, allí donde los sinsabores y regocijos de la batalla literaria se refuerzan con la sismografía afectiva de su vida familiar, con los estímulos del consumo cultural (el cine, la televisión, la radio, siempre los libros) y los sobresaltos y excitaciones de la actualidad, sea el asesinato de John Fitzgerald Kennedy o el referéndum de 1976 para la reforma política. Las misivas, yendo y viniendo, narran dos intimidades expuestas la una a la otra, y su filigrana visible no es otra que la línea ondulante del transcurso de los años, el inexorable marchitarse de las ilusiones y de los cuerpos, la decantación de los afanes y la llegada de la vejez con sus achaques y pérdidas, con sus nostalgias y su recuento de bajas.

A través de esas intimidades se delinean con toda claridad dos carreras literarias bien distintas, la de un dramaturgo consagrado en 1949 por el éxito descomunal de Historia de una escalera, a pesar de que todo estaba en su contra (su biografía de vencido, sus casi siete años de cárcel, el entorno hostil), y la de un narrador que hubo de exiliarse y al que el imperativo de la subsistencia privó de las mínimas condiciones adecuadas para cultivar su vocación. Pero afirmar que Buero Vallejo triunfó y que Soto fracasó sería una doble inexactitud, al menos si entendemos el triunfo y el fracaso en términos absolutos. Es obvio que Buero Vallejo recibió un sinfín de galardones y distinciones, entre ellos el Premio Nacional de las Letras y el Cervantes, pero también lo es que Soto ganó el prestigioso Premio Nadal con La zancada, una novela que fue un éxito rotundo, tras el que vinieron otros como el Hucha de Oro y el Gabriel Miró, los dos de cuentos, o, ya en 2002, el Premio Lluís Guarner o el de las Artes y las Ciencias de la Comunidad Valenciana. De igual modo, es ciertamente abrumadora la mala suerte que se ensaña con Vicente Soto, entorpeciéndole la publicación una y otra vez —incluso después de que La zancada fuera un best-­seller en 1967— de las obras que laboriosamente ha arrancado a sus insomnios; sin embargo, también Buero Vallejo tuvo que sufrir impedimentos, zancadillas y tergiversaciones, si bien de signo distinto: a la censura, que le prohibió alguna obra, impuso cortes en la mayoría y dio largas a la aprobación de bastantes títulos, y al ostracismo oficial en los años sesenta —en represalia por su actitud ética frente a los desmanes de la policía franquista—, que llegó a tenerlo en el dique seco cuatro años, se añadieron quienes le acusaron de conformista con la dictadura o de pesimista sin esperanza, y quienes le recriminaban tibieza o falta de beligerancia, y con los años se unieron quienes, desde el otro extremo político, le amenazaban por rojo, desempolvando su antigua militancia comunista, o lo desdeñaban como autor anacrónicamente clásico y realista o, en fin, porque pertenecía a la vieja guardia intelectual y había llegado la hora de la renovación. Ninguno de los dos amigos recorrió un camino de rosas, aunque hoy Antonio Buero Vallejo figure inamoviblemente en la historia del mejor teatro español contemporáneo y Vicente Soto continúe en el purgatorio de quienes aguardan su restitución al lugar que les corresponde.

Un bordoneo doble se entrelaza a través de décadas y décadas, el de Soto clamando por un tiempo para escribir del que carece y contra un infortunio que no entiende y el de Buero deplorando la incomprensión, las embestidas y los ninguneos que sufre sin que sus quejas fueran, vistas desde hoy, gratuitas ni lastimeras. Desde ambas perspectivas se atisba un campo literario, el de la España de 1950 a 2000, cambiante en apariencia pero en esencia sujeto a unas permanentes leyes gregarias y tribales, donde la adscripción a un grupo ideológico o generacional (y, por lo tanto, a una red de intereses) podía determinar la suerte o desdicha de una carrera intelectual. Soto no estuvo «en la rueda» y eso lo dejó fuera de juego en su autoexilio londinense, siendo «el extraordinario escritor que fue y que debiera ser por siempre en este país tan duro con sus vivos y sus muertos», como escribió Luis Suñén a su muerte el 12 de septiembre de 2011. Buero no pudo sustraerse de jugar en un tablero fuertemente politizado y sus dramas e intervenciones públicas siempre frontalmente en contra de la dictadura y la represión de las libertades fueron juzgados de acuerdo con la posición que —a veces mezquina o especiosamente— se le atribuía.

Como las voces que se cruzan aquí son confidenciales y hasta ahora inaudibles, el retrato que configuran es también inédito. Las personalidades que se infieren de las cartas modifican la imagen pública de Buero y, hasta donde la tuvo, de Soto. El Buero Vallejo que se refleja aquí confirma su talante reflexivo, su propensión al enfoque intelectual de los problemas y un cierto pesimismo realista sostenido siempre en la esperanza, pero en conjunto difiere de la máscara adusta que lo acompañó en vida. Este Buero no carece de humor y está atento a los signos del mundo en que vive, es lúcido —hasta la crudeza si es preciso— en el análisis de la conducta de amigos y parientes y meticuloso con cuanto le interesa o le apasiona, que no parece ser la escritura en sí misma. Porque Buero escribe casi por deber, pugnando contra su pereza, padeciendo el texto desde su génesis, poseído en los primeros compases de cada nueva obra por la inseguridad, y asediado por el desaliento. Vicente le manda ánimos sin cesar, razonándole los motivos para seguir adelante (el primordial, su talento incuestionable) y sugiriéndole ideas para nuevos dramas, que van desde El curioso impertinente de Cervantes hasta las amenazas de muerte que recibió Buero en 1976, que le aconseja exorcizar llevándolas hasta las tablas. El Vicente Soto que ­revelan las cartas apenas guarda relación con la imagen de hombre reservado y comedido que ofrecieron la prensa y la televisión desde 1967, cuando ganó el Premio Nadal. Este Soto es un hombre sensible y vital, una mezcla perfecta de estoico y epicúreo que traduce su capacidad de resistencia y su hedonismo levantino en un estilo jugoso, lleno de ocurrencias chispeantes y giros coloquiales, cuando no escribe a matacaballo en un vagón de metro o en la oficina. Su ingenio es verbal (también de situaciones), está adherido a la vivencia cotidiana y al habla oral («estoy cabreao», «mecauendiez»), y a veces le arranca a Buero una exclamación admirativa y hasta le contagia algunas de sus peculiares acuñaciones, como la de «fuera» para expresar el descarte de lo que no tiene o no merece explicación, o la de «testamentos» para las cartas largas y circunstanciadas.

Tanto Buero Vallejo como Soto fueron conscientes pronto del carácter extraordinario del epistolario que iban construyendo, algo así como una autobiografía doble y fortuita, avanzando a trompicones y saltos. En esta memoria misiva quedaba retratado el devenir de una amistad nacida en el trato personal a finales de los años cuarenta y alimentada desde la lejanía geográfica durante decenios. Por las cartas se ven, cruzando los años, dos vidas, las de dos escritores españoles con suertes dispares, las de dos perdedores de la guerra que confiaron en que algún día volverían las luces democráticas. Dos vidas que ilustran el vivir y sinvivir de la España de la segunda mitad del siglo xx, las vicisitudes de los intelectuales progresistas bajo la dictadura, dentro y fuera de España, y las de esos mismos intelectuales después, cuando se recuperaron las libertades y empezó la era de los desencantos. Pero me parece que, además de esa lectura en clave española, los destinos capturados en este medio siglo de cartas, en sus elevaciones y caídas, en sus avances y retrocesos, representan también —y puede que principalmente— el itinerario de cualquier vida humana.

A estas cartas que han permanecido boca abajo tanto tiempo, custodiadas por las familias que las recibieron, les damos ahora la vuelta para que sus figuras y colores salgan a la luz y prosiga, ya sin fecha, el diálogo, ahora con los lectores, como tal vez pensaron que podría suceder algún día quienes las escribieron.


Cofrades lisboetas (1946-1954)

Buero y Soto se conocieron en una tertulia literaria, la que desde 1945 se venía reuniendo los sábados por la noche en el Café Lisboa, situado en el arranque de la calle Mayor de Madrid, cerca de la Puerta del Sol. Era una tertulia de escritores y artistas jóvenes, muchos egresados de la Facultad de Filosofía y Letras, la mayoría de los cuales engrosaban, en mayor o menor grado, el difuso contingente de los vencidos en la guerra. Ejercía de mantenedor el coruñés José Ares Montes, y entre los habituales se encontraban Francisco García Pavón, José Corrales Egea, Agustín del Campo y Arturo del Hoyo, todos ellos actores que entran y salen de la escena de este epistolario. También eran «lisboetas», como se llamaban a sí mismos los tertulianos, el veterano Luis Ruiz Contreras —segundón de la generación del 98—, Juan Eduardo Zúñiga, Ezequiel González Más, Emilio Alarcos Llorach, Antonio Rodríguez Huéscar, Flora Prieto e Isabel Gil de Ramales. Fue esta, casada con Arturo del Hoyo, quien probablemente llevó una noche a su primo Antonio Buero Vallejo al Café Lisboa.

Buero acaba de salir del penal de Ocaña en libertad condicional, después de casi siete años de cárcel y haber visto conmutada casi de milagro su pena de muerte. Había sido detenido en junio de 1939, en su casa, tras regresar de Valencia, donde le sorprendió el final de la guerra. Como otros republicanos, fue recluido en el campo de concentración de Soneja, cerca de Sagunto, y tras casi un mes de penalidades y frío mortal —al que no sucumbió gracias a otro recluso que compartió su manta con él—, las insostenibles condiciones del hacinamiento obligaron a liberar a muchos de aquellos soldados y él pudo volver a Madrid a finales de marzo. Pese al riesgo que ello comportaba, Buero había reanudado sus actividades clandestinas a las órdenes del Partido Comunista, en el que había ingresado en 1938, pero la delación de un camarada, obtenida mediante tortura, puso a la policía sobre su pista y acabó con él en la cárcel de Conde de Toreno. Allí se reencontró con Miguel Hernández —lo había conocido durante la guerra, en el hospital de campaña de Benicasim—, allí dibujó en 1940 el célebre retrato del poeta y allí se le notificó la condena a muerte tras un juicio sumarísimo. Pasó casi siete años encerrado, de prisión en prisión, de Conde de Toreno a Yeserías, de ahí al Dueso, en Santoña, donde estuvo tres años, luego Santa Rita y por fin el penal de Ocaña, en Toledo. Vio fusilar a cuatro de los camaradas que habían sido detenidos con él y salvó su vida gracias a las gestiones de la esposa de otro preso de cuyo expediente dependía el suyo, de modo que la conmutación de la pena de muerte del otro comportó también la suya. En 1946 se le comunicó, casi de un día para otro, que sería puesto en libertad condicional pero que se le desterraba de la capital. Eligió como lugar de destierro Carabanchel Bajo (entonces un municipio independiente), lo que le iba a permitir pasar el día en Madrid aunque tuviera que pernoctar allí.

Durante aquellos años, su vocación pictórica, afianzada con sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando antes de la guerra, convivió con otra vocación que venía también de lejos, la de escritor y, en particular, dramaturgo. A sus treinta años de edad, Buero recuperaba una libertad relativa, sujeta a vigilancia y limitada al territorio español, porque le había sido retirado el pasaporte y no podía salir al extranjero.

Buero se presentó en el piso familiar donde vivían su madre y su hermana Carmen y donde él mismo había vivido toda su vida. Durante unos meses realizó ciertos encargos pictóricos que le confirmaron que su vocación era ya irrenunciablemente literaria. El primer drama que escribió, aún en 1946, fue uno de los que más apreció, En la ardiente oscuridad, en parte inspirado por un preso que le habló del colegio donde se había educado un hermano suyo ciego, y en él pretendió abordar «la diferencia entre los motivos por los que creemos actuar y aquellos por los que ­realmente actuamos», como él mismo señaló en 1950 en el diario ABC.

Fue seguramente durante la escritura de En la ardiente oscuridad cuando su prima Isabel Gil de Ramales le invitó a acompañarla a la tertulia del Café Lisboa. Buero recordaría en varias ocasiones aquella reunión de amigos como un foco de fermento intelectual para todos y un semillero de talento. Siendo aún asistente, en 1951, se refirió a ella en el prólogo al primer libro, El tiempo, de una contertulia, la doctora Flora Prieto Huesca:

«Una oscura tertulia, de fervorosos amantes de la literatura que toman su café los sábados por la noche en la capilla del fondo del viejo “Lisboa”, de Madrid, y que conserva su misteriosa solera aglutinante a pesar de la intermitente asistencia, llena de ausencias prolongadas, de casi todos sus componentes. Los períodos brillantes de trabajo, lecturas y concursos literarios se alternan en ella con etapas de languidez aparente, en la que late, no obstante, la tenacidad y el orgullo tremendo de todos nosotros, aprendices de escritores».

Buero añadía que el primer premio teatral de su vida, por una pieza en un acto, lo había recibido en el Lisboa, en los concursos privados que organizaban los contertulios. En realidad, en 1948 Buero había arrasado con casi todos los premios del concurso, que habían convocado en tres modalidades: teatro, narrativa y poesía. Ganó el de teatro con Las palabras en la arena, el de narrativa con el cuento «Diana» (que permaneció inédito hasta 1981), y fue segundo en el de poesía. Al dar a la luz «Diana» treinta y tantos años después, Buero evocaría brevemente «los privadísimos concursos literarios celebrados en la inolvidable tertulia del Café Lisboa, donde unos cuantos escritores en agraz aprendíamos a tener paciencia».

Uno de esos escritores en agraz era Vicente Soto, que el mismo año 1948 acababa de estrenarse como narrador con el librito Vidas humildes, cuentos humildes, un modesto volumen de 132 páginas ilustrado por el artista alicantino Benjamín Mustieles y prologado por Agustín del Campo, casado con Carmen Buero Vallejo.

Casi cincuenta años después, Soto rememoraba la primera aparición de Buero en la tertulia, en 1946, y repetía la impresión que otros testimonios han dado sobre el dramaturgo en sus años jóvenes: la de asombrar con la claridad y pertinencia de su serena exposición.

«Los más de los reunidos, creo, no le conocíamos aún. El contertulio que le acompañaba nos lo presentó. Seguimos con nuestro debate y, sin duda porque se le pidió que lo hiciera, poco después Buero intervino en este. Es lo que necesito fijar, no el asunto debatido […] sino la impresión que Buero nos produjo: “Era asombroso…”. […] Buero no discurseó. Yo no le he oído discursear nunca. Charló. Magistralmente. Fumando, callándose en largas pausas. Y modelando palabras con las manos. Tranquilo (pero no sin pasión, ¿eh?). Esto, su madurez, su oficio (un oficio como innato, cosa que probablemente tampoco se puede decir), fue lo que nos ganó. Sin necesidad de ganar ni de perder, él no había tomado partido en la discusión, él no había hecho otra cosa que aclarar y ordenar conceptos. Ayudar.»

Desde aquella noche Buero fue uno más de la tertulia, pero no uno cualquiera. Su buen criterio, la ponderación de sus juicios, la autoridad de sus conocimientos hicieron que se distinguiera de manera natural en el grupo.

Vicente Soto era «lisboeta» nativo, por así decir. Acudía a la tertulia desde los primeros pasos de la misma en 1945. Él había llegado desde su Valencia natal en busca de medios de vida, pero su condición de excombatiente republicano no era entonces el mejor aval. Había hecho la guerra como soldado raso en Madrid, en el frente del Pardo, y al terminar la contienda había regresado a la querida tierra valenciana de su infancia y juventud, donde había militado en la FUE, el sindicato estudiantil de izquierdas, y donde había hecho sus primeros pinitos en el mundo del teatro, dentro del grupo El Búho. En Valencia estudió Derecho —carrera que acabó pero no ejerció—, pero el riesgo que entrañaba su notoria condición de republicano le aconsejó —aunque el consejo se lo dio un compañero de estudios que pertenecía a una familia de vencedores— marcharse a Madrid buscando un mayor anonimato. Debió de ser en 1944 y los primeros días le dio cobijo otro valenciano, el poeta —y pianista— Fernando Gaos, hermano del también poeta Vicente Gaos, del filósofo José Gaos y de la actriz Lola Gaos, en su propio cuarto de la pensión donde era inquilino. Gaos, además, le animó a presentarse a las oposiciones de auxiliar de segunda que había convocado la compañía aseguradora en la que él trabajaba, La Española, filial de la General Española de Seguros. Soto obtuvo el número 1 y fue contratado, lo que le permitió dedicar su tiempo libre a escribir, que es lo que venía haciendo desde tiempo atrás. De hecho, a comienzos de 1943 había terminado una comedia infantil titulada Rosalinda, con la que ganó el Premio Lope de Rueda, que se estrenó en el Teatro María Guerrero el 4 de marzo y de la que se hicieron cinco funciones hasta el 4 de abril. El diario ABC anunciaba así la obra: «¡Niños! ¡Niños! Al fin Rosalinda, la bella niña que tras de los malos actos de la perversa madrastra y de los engaños de la bruja voladora, llega a princesa. Hoy, jueves, en el Teatro María Guerrero». A pesar de que insistió en la comedia infantil con otra pieza, Leonor, no iba a ser el teatro para niños —ni siquiera el teatro, como veremos— el terreno donde fructificaran sus esfuerzos creativos.

Debió de ser en 1947 cuando Fernando Gaos, en un baile, propició el acercamiento de Vicente a Blanca García, una jovencísima compañera de trabajo a la que ya conocía —y en la que al parecer se había fijado—, que, con el paso de los meses, se convertiría en su novia y luego en su compañera de toda la vida.

Por esas fechas Soto ya conocía a Buero, desde finales de 1946. Fueron contertulios del Lisboa hasta 1954, cuando Vicente tuvo que abandonar España camino de un exilio económico ineludible. Casado ya con Blanca, padre de una niña, la precariedad de su situación se había vuelto insoportable. Como dijo ya en su vejez, él había sido «uno de tantos a los que se les dejaba vivir, a condición de que no vivieran». En aquellos ocho años Buero Vallejo y Soto mantuvieron su lealtad a la reunión de los sábados —a la que se incorporó Blanca—, que el primero simultaneaba con ocasionales visitas a los corrillos literarios del Café Gijón. Mientras Soto escribía los relatos de Vidas humildes, cuentos humildes, Buero hacía lo propio con Historia de una escalera, en 1947. Luego, el dramaturgo continuó añadiendo dramas a su lista de inéditos: Aventura en lo gris, El terror inmóvil. Soto, sin embargo, apenas obtuvo un discreto succès d’estime con su libro de cuentos y el vago prestigio de narrador sensible a las existencias maltratadas de los desheredados. En el prólogo, Agustín del Campo declaraba su cercanía a la génesis de aquellos relatos, señalaba la prioridad en ellos del dibujo psicológico del narrador y protagonista de los nueve textos, Evaristo Lillo, analizaba los rasgos de estilo de Soto y concluía que «es un extraordinario artista de la palabra».

A mediados de 1948 corrió la noticia de que el Ayuntamiento de Madrid iba a restablecer el Premio Lope de Vega de teatro que había quedado suspendido tras la guerra. La Comisión de Cultura redactó la propuesta el 6 de julio y se puso en marcha la convocatoria meses después. Buero acumulaba ya varias obras y bastó la insistencia de su amigo de infancia Ramón de Garciasol para que se decidiera a presentar dos de ellas: En la ardiente oscuridad e Historia de una escalera. Pero Buero escribía a mano y necesitaba mecanografiar los textos. Vicente no lo dudó y se ofreció a hacerlo él mismo: lo citó en la oficina de La Española, adonde acudió Buero con los textos manuscritos; se sentaron y, mientras Buero, a su derecha, gesticulaba precisando algún aspecto o hacía anotaciones en los papeles apoyado en sus rodillas, Soto empezó a teclear, cosa que siguió haciendo en días sucesivos, ya sin el amigo presente. Los vio Blanca desde su mesa —por ella conocemos la escena—, y Vicente, que ya la cortejaba, le explicó después quién era ese amigo y la índole del trabajo que estaba mecanografiando.

En febrero de 1949 se constituyó el jurado del premio, cuyos miembros representaban distintas instituciones y grupos de interés: el presidente del jurado fue Tomás Gistau (por parte del Ayuntamiento) y los vocales, Juan Ignacio Luca de Tena (de la RAE), Guillermo de Reyna Medina (Ministerio de Educación Nacional), Pedro Mourlane Michelena (Asociación de la Prensa) y Cayetano Luca de Tena (director artístico del Teatro Español). Concurrieron 206 obras y el jurado emitió su fallo, por unanimidad, el 12 de junio, que, como es sabido, recayó en Historia de una escalera. Inmensa alegría para el autor desconocido, inmensa alegría para el anónimo mecanógrafo.

La obra se estrenó el 14 de octubre en el Teatro Español, dirigida por uno de los jurados, Cayetano Luca de Tena. Asistieron los amigos de la tertulia, que debieron de disfrutar con el éxito resonante de la obra: un lisboeta había alcanzado el triunfo. Pero debían de estar divirtiéndose desde antes, quizá desde que el 15 de junio el periodista Raúl Santidrián, del diario Ya, había trabucado su nombre en una entrevista que tituló «Al habla con Antonio Bueno [sic], ganador del Premio Lope de Vega». El periodista Miguel Pérez Ferrero, en su crónica radiofónica «Oiga usted lo que pasó», el 18 de junio en Radio Madrid, celebró casi como un logro colectivo el premio, subrayando la pertenencia de Buero a la tertulia del Lisboa, con la que volvía la vida literaria a su antiguo emplazamiento de la Puerta del Sol.

Pero aquello fue un triunfo individual y apabullante. Buero se erigió de pronto en la esperanza del teatro serio, es decir crítico, en la posguerra, en la encarnación de la dignidad frente a la ominosa ausencia de libertad de expresión bajo la dictadura, pero sobre todo había obrado el milagro de que resucitara el teatro en España. Tanto él como Soto, como muchos de los lisboetas, eran gentes de izquierdas que trataban de sobrevivir en una atmósfera irrespirable. Una noche de 1949, no sé si antes o después de ganar el Lope de Vega —me lo cuenta el único testigo vivo, Juan Eduardo Zúñiga—, apareció hacia las diez por el Café Lisboa una señora que rompió a hablar de literatura muy animosamente, pero el resquemor de los habituales era mucho como para entrar a aquel trapo y todos medían sus palabras recelando de que pudiera ser una informadora de la policía. Hasta que, cansada de la estrategia indirecta, empezó a decirles que ellos no sabían bien qué había ocurrido durante la guerra, que estaban mal informados, por lo que Arturo del Hoyo, que había luchado en una brigada comunista en Aranjuez, decidió tomarle el pelo y poner fin a la pantomima.

El éxito de Historia de una escalera abrió los escenarios a Buero: en diciembre de 1949 estrenaba en el Teatro Español la tragedia en un acto Las palabras en la arena, y un año después veía en cartel, en el Teatro María Guerrero, En la ardiente oscuridad, con la excelente dirección de Luis Escobar y Huberto Pérez de la Ossa. Hasta 1954, fecha en que se inicia este epistolario, Buero estrenó cuatro obras más: La tejedora de sueños en enero de 1952, La señal que espera en mayo, Casi un cuento de hadas en enero de 1953, y Madrugada en diciembre del mismo año. Atrás quedaban dos piezas escritas entre 1948 y 1949 que tardarían tiempo en poder subir a las tablas: Aventura en lo gris, sobre la que volvería el escritor en 1963 para reescribirla, y El terror inmóvil. Esta retahíla de títulos y estrenos da una idea de la aceleración que experimentó la carrera teatral de Buero en solo un lustro. A su predicamento no fue inmune el cine, y a los pocos meses del estreno de Historia de una escalera Buero adaptaba la obra para el cine junto a José Romillo, Francisco Pérez Sánchez y el propio director, Ignacio F. Iquino. Aquella colaboración cinematográfica trajo otras, como el guion de Si yo volviera a nacer, escrito con los dos primeros.

La amistad entre Buero Vallejo y Soto formaba parte, en su inicio, de una red amical de la que participaban también Agustín del Campo y Arturo del Hoyo, emparentados con el primero, pero también Francisco García Pavón y José Corrales Egea o personajes que el correr de los años ha desdibujado, como José Bernal o Poyatos. Un 17 de mayo, seguramente de 1947, Luis Ruiz Contreras, «decano de las letras españolas» —según lo califica pomposamente una nota informativa—, presentó en el Ateneo de Madrid, en una lectura de cuentos, a «los jóvenes novelistas Arturo del Hoyo, Vicente Soto, José Corrales Egea y Francisco García Pavón». El gesto de Ruiz Contreras lo devolvieron los jóvenes con una conferencia de Ezequiel González Más sobre la obra de aquel viejo noventayochista, al que uno de ellos, Del Hoyo, publicaría en 1950 uno de sus últimos libros, Día tras día: correspondencia particular (1908-1922).

El 2 de julio de 1951 Vicente se casó con Blanca en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar de Madrid y Buero fue su testigo de boda. Se instalaron en el barrio madrileño de la Prosperidad, en Ciudad Jardín, donde permanecerían los tres años restantes hasta que Vicente resolviera que la supervivencia pasaba por la emigración. Ya le había tentado la idea tiempo atrás, cuando Fernando Gaos le había propuesto emigrar a México, donde estaban su hermano José y tantos miles de refugiados republicanos, pero, a diferencia de su amigo, que sí se marchó, él prefirió esperar. Al despuntar 1954 esa espera ya carecía de sentido, con su hija Isabel (Belín) recién nacida y, para desesperación suya, habiendo sido degradado en su empleo para favorecer, en un acto de nepotismo, a un familiar del encargado de planta. La rebaja en el salario acentuó las estrecheces y el hambre empezó a ser algo más que un temor. Sus conocimientos de la lengua inglesa pudieron decidirlo a elegir Londres como destino, pero no sin antes pasar por París. En agosto, en compañía de su amigo el fotógrafo Guzmán, viajó en tren hasta París, donde le esperaba José Corrales Egea, que lo exhortó a quedarse en la capital francesa. Soto y Guzmán, no obstante, decidieron probar suerte en Londres, así es que cruzaron el canal de la Mancha. Vicente entró en el país como un turista, sin permiso de trabajo ni residencia, asegurándole al agente del control fronterizo que iba a estudiar inglés. De sus primeras peripecias ya da cuenta a Buero Vallejo en la primera carta, tres meses y pico después, ya como administrativo (secretary) del restaurante donde había entrado como friegaplatos.

Se abría entonces una distancia geográfica insalvable porque Buero no podría salir de España hasta que recuperara el pasaporte en 1963, pero también una distancia profesional en la medida en que Soto iniciaba una interminable y anónima travesía del desierto hasta la obtención del Premio Nadal de 1966, mientras que Buero Vallejo consolidaba ya su posición prominente en el sistema cultural que iban configurando los intelectuales resistentes o disidentes dentro de la dictadura. Para cuando Soto tuvo que marcharse, Buero ya se carteaba con escritores exiliados, como Guillermo de Torre, al que en enero de 1954 le refiere la aparición de otro joven dramaturgo, Alfonso Sastre, y seis años antes de que estalle la polémica sobre el posibilismo plantea nítidamente los términos del problema:

«Algún drama más de interés: Escuadra hacia la muerte de Alfonso Sastre, estrenado en teatro de cámara, y cuyo inconveniente mayor, dentro de su mérito, es que responde demasiado al criterio romántico y extremista que sustenta su autor de no hacer cosas que, siendo valiosas, resulten también viables. Y yo creo que uno de nuestros deberes más positivos en la situación actual de la cultura en España es el de la “viabilidad”. Sastre lo entenderá así seguramente, pues no carece de talento, cuando compruebe que no encuentra manera de estrenar sus cosas. Al fin y al cabo, la esplendorosa literatura del zarismo que ha llegado a nosotros fue la que consiguió pasar la aduana de la vidriosa censura de allí, tan semejante a la nuestra».

Como le dice a De Torre gráficamente en esa misma carta, «hay que llevar adelante el hecho literario aprendiendo a respirar sin dificultad en una atmósfera de oxígeno insuficiente. Mejor aún: a respirar como los árboles, en función de apariencia vegetativa, que devuelve, sin embargo, oxígeno a cambio de lo que respira». Y esa función clorofílica es la que denodadamente asumió Buero durante los decenios siguientes. Aunque ese mismo año tuviera que digerir, por una parte, la prohibición del estreno de Aventura en lo gris (que no se estrenaría hasta 1963) y, por otro, el amargo anticipo de las interpretaciones sesgadas y desvirtuadoras —o directamente interesadas— que iba a sufrir su obra a lo largo de toda su carrera: en Alemania, el estreno en febrero de En la ardiente oscuridad en el British Centre de Berlín había suscitado imputaciones de aquiescencia con el régimen: «En mi vida he visto más decidida voluntad de no entender lo evidente, tan solo porque la comedia destruye sus cómodas simplificaciones. Ni mayor deseo de autojustificarse por pasados nazismos», se lamenta con el mismo interlocutor.

D. R. M.

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