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A Antonio Buero Vallejo
Londres, 22 de mayo de 1955
Querido amigo Tony:
Lo de siempre: escasísimo tiempo libre. Perdóname los largos plazos que median entre mis cartas, [ten por] seguro que quisiera poder escribirte más a menudo. Estoy en una [fase] demasiado activa para permitirme esos lujos.
De la mañana a la noche, sin parar, arrimando el hombro. El miedo a lo pasado aviva las ganas de conseguir algo, por modesto que sea; algo desde donde poder mirar el futuro con un poquitín de alivio. Tengo, sí, con caracteres ya de manía, el deseo de conseguir ese algo, ese pequeño negocio que me permita, por encima de todo, esto: no depender de otro patrón. No quiero nada más —¡nada menos!—. Veremos. Aún falta —si es que ha de llegar— mucho. Años. Alegres ideas me desvelan y hacen que me pase de largo siempre en el «metro». Son, por ahora, ideas en torno al mundo del turismo, del viaje, del restaurante… ¡Viva!
Pero ya te digo que me desvelan. No duermo, no. Cada semanita, un poquito de dinero más. A contar, a resobar los billetejos, encandilado por su alegre llama. Cada día más hundido en el miserable y confortable camino del ahorro. Comprendo casi lo que debe de haber gozado [José] Corrales [Egea], con bigotera y candil, sumando, empaquetando y oyendo el bulle-bulle del último gargarismo del día. ¡Ay, cuánto tiene que haber vivido este tío!
Estoy contento con mi trabajo. Es duro y absorbente. Voy conociendo una nueva profesión, muy difícil, sin duda. Prácticamente está en mis manos la organización de todo el restaurante, cuya complejidad no sospecha siquiera el que llega y se sienta a comer. El dueño, el enfatuado patrón, me es cada día más intolerable. Pero esto mismo, no sé si me comprenderás, me hace enfrascarme con mayor fuerza en mi trabajo —que, como el propio restaurante, en el fondo nada tiene que ver con él.
Después tengo mis clases de español, siempre bien pagadas —sin exagerar: en proporción de 10 a 1, con respecto a las de España.
Blanca me está ayudando. Le compré una máquina eléctrica de coser y, sin moverse de casa, va haciendo lo suyo, de semana en semana más importante. No quiero inflar mucho el perro aquí, porque esto lo leerá ella seguramente y enseguida me pedirá crema para la cara y un canesú.
¿Os ha invitado M.ª Rosa? Marchó de aquí vencida en toda la línea y espero cuente las cosas más falsas de Londres y de los ingleses. No la creáis, ni poco ni mucho ni ná. Lo que hace falta es deseo de trabajar. Esa frase parece encerrar una crítica superficial, pero resume muchas cosas. Como también parece fácil acusarla de que todo lo que buscaba era la aventura —a ser posible con final matrimonial—, y también la acusación resume mucho.
En fin. Una buena persona. Una buena persona completamente loca. Podría decir por qué lo creo así; tengo prisa.
Por favor, no le digas lo que pienso —debe sospecharlo ya— si va por ahí, a veros. No habría más remedio que reñir con ella del modo más violento.
Quisiera también hablarte de cómo, con una aclimatación más madura a esta simpática tierra de infieles, voy enriqueciendo mis sensaciones con algunas ya «de cepa», sin los primeros asombros del turista; del sabor único que tienen esas callejas del Soho y Piccadilly, donde se aprietan las cervecerías, los bailes oscuros y sofocantes, las freidurías continentales, y por donde se afana una multitud de todos los colores y de marineros y de chicas tristes —y del limpio silencio que duerme sobre todo ello en las primeras horas de la mañana, cuando lo atravieso de paso para mi trabajo—; de tipos que he conocido y de cosas sensacionales leídas, de anécdotas.
Pero hablemos de ti.
Supones bien suponiendo has de mandarme Irene. Espero tener que decir muchas cosas después de leerla.
Si no tuvieras editada en EE. UU. En la ardiente oscuridad, ahora estarías a punto de recibir una propuesta desde aquí y justamente con el alcance de aquella edición: como libro de lectura para estudiantes de español. No más lejos de anoche, Vicente Terrádez, director de la Biblioteca del Hispanic Council y personaje bastante ilustre dentro del profesorado de español de acá, me habló de ello —sabe que somos amigos y me pidió te lo planteara yo en principio—. Entonces comenté, del modo más inoportuno posible: «Sí, Vd. quiere algo parecido a lo que hicieron en Norteamérica». Y se vino todo abajo. Hecho ya el mismo trabajo y con respecto al mismo idioma, la cosa no tiene objeto para él. De nada valió que yo le sugiriese otras obras tuyas y que tratase de entrarle por aquí y por allá: era En la ardiente oscuridad lo que quería.
[…]
Yo te pediría alguna obra tuya, aparte de Irene. Cierto que yo tengo varias; pero están en Valencia, al fondo de un cajón de libros, claveteado y polvoriento. Mi madre no podría sacarlas sin riesgo de su vida. Digo que me las mandes para que yo pudiera dárselas a leer a Terrádez, si es que te interesa la posibilidad —ya más lejana— de que pique.
¿Trabajas en algo nuevo? No ensayo, ni prólogo o comentario: ¡obra nueva! No sabes cómo deseo un nuevo triunfo tuyo, que venga a aventar esas últimas cenizas y esas últimas sonrisas. Duro. No hay otro camino. Aun contando con esa situación adversa al teatro, tu propia y repetida experiencia te dice que puede ser. Bueno, yo sé que será. (No creas que lo digo para animarte; es que lo sé, simplemente).
No, no se confirmó lo del nuevo vástago. Tras una falsa retención, de nuevo los fatídicos signos normales. Veremos si hay más suerte ahora. Sí que la habrá.
Isabelín comienza a ir al colegio pasado mañana. «Nos hacen viejos» es la frase que empiezo a comprender.
Bueno, Isabelín está monísima y hecha una rependón casi en dos idiomas. Voy a ver si consigo que dibuje algo para ti y te lo mando con esta. Piensa que cumplió tres años hace un mes exactamente.
A lo mejor Blanca añade algo aquí.
Da muchos recuerdos a tu madre. Dales a Agustín y a Carmen [Buero]. Y tú recibe un fuerte abrazo de tu buen amigo
Sotoroto