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1954

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A Antonio Buero Vallejo

Londres, 5 de diciembre de 1954

Querido amigo Antonio:

Hola.

Más de tres meses llevo aquí, pero solo hace diez días que tengo concedido permiso legal. Hasta entonces no he sabido a ciencia cierta si podría continuar aquí o si habría de preparar las maletas. En tal estado de ánimo, lo que menos deseaba era escribir cartas faltas del contenido más substancioso para mis amigos: la información acerca del resultado de un viaje, el éxito o el fracaso. Puedes estar seguro, no obstante, de que te he recordado con frecuencia y de que no rara vez he hablado de ti.

Estoy contento. He tenido una suerte disparatada y, a los nueve días de mi llegada, comencé a trabajar como ¡The Secretary! de un importante restaurante. Desde hace unos días, además, como antes te digo, actúo con contrato legal de trabajo. Espero tener conmigo a Blanca y a la niña antes de quince días. Bien, esto va bien.

Para que te des idea de mi buena fortuna, te diré que los únicos raros empleos que al extranjero se le conceden son de tipo doméstico, modestísimos. En mi caso se produjo una carambola de bulto: el mismo día en que entraba en un restaurante, a pedir trabajo como lavaplatos, el secretario —gerente, en los restaurantes españoles— se iba de la casa. Entonces el dueño —exespañol— me sentó en la oficina.

He tropezado y tropiezo con dificultades angustiosas en mi labor. He sentido angustia real muchas veces, frente a problemas que ni Cristo podía echarme una mano. Desde el primer día tuve que habérmelas, ¡por teléfono!, con proveedores y clientes. A los dos días hube de pagar al personal —unas veinte cabezas de ganado—, tras confeccionar la nómina y deducir de ella los impuestos oficiales, el seguro y la Biblia. Y todo, por supuesto, en el sistema monetario más ilógico que puedas figurarte. La costumbre comercial es distinta a la española, además, y esto también pesa sobre mis libros y mis operaciones de pago o cobro. Los textos legales, escritos en un idioma que uno se hacía la ilusión de conocer, te pegan sustos de muerte. En fin. En fin.

Pero todo va bien. Ahora adivinando, ahora inventando, con el alma en vilo día y noche, he ido superando todo lo que se ha puesto por delante. Ya sumo mejor e incluso gozo cuadrando balances. Ya no temo las respuestas oficiales a mis cartas, ni me escondo cartas acusadoras antes de que las vea el dueño. Tú no sabes lo que he pasado, las risas de miedo que me he tragado, las carreras que me he pegado. Ni conoces el estupor de mis interlocutores ante mi inglés: definitivo; estupendo.

Creo que el dueño —viejo y fornido, inculto y vanidoso como él solo, y autor de una canción que consta de una sola nota, la nota «brrrr…»— me tiene por un buen chico, con buena voluntad y poca luz en el cerebro. No deseo otra opinión de él, por ahora. Cuando tenga todos los ases en la mano —y ya tengo algunos— le demostraré de un golpe toda su necedad.

Tengo un buen sueldo, aparte de mi comida —espléndida; la que yo elijo—. Son unas 5.000 pesetas al mes —que no lucen tanto como ahí—. Termino mi trabajo a las cinco de la tarde. Voy a dar clases de español —muy solicitado— a partir de esa hora. Mi inglés progresa también y están ya pasados los días difíciles en ese aspecto. Aprendo, además, una profesión de verdad interesante para ganar dinero en cualquier parte. En suma, créete que, para empezar, no puedo quejarme. Con la llegada de Blanca y la jambeta me sentiré un gigante.

Mi alegría viene también de que todo ello se está produciendo en Inglaterra. Me he enamorado de esto. Es algo muy serio, Tony; algo importante de verdad. He leído cosas y cosas acerca del fenómeno inglés; pero ninguna ha podido prepararme para la impresión real que después he sentido.

Lo primero que te llama la atención al pisar esto es la educación exquisita de todo el mundo. Pisas a un tío —me ha ocurrido— y te dice: «Lo siento». De verdad. Lo único que siente, claro está, es que le hayas pisado. Pero no está dispuesto a discutir encima. ¿Puedes creer que no haya presenciado una sola bronca en el autobús o en el metro? ¿Puedes creer que la riada interminable del tráfico rodado no produzca más sonido que el de la goma sobre el asfalto, sin un bocinazo, un grito, un timbrazo? He visto, en el bordillo de una acera, un llavero sobre una cuartilla: alguien perdió lo primero y alguien, después, para ayudar a aquel en su búsqueda, echó mano de su cartera y arrancó un papel, poniéndolo debajo del objeto perdido. Es absolutamente cierto lo de los puestos de periódicos sin vendedor, adonde llegas y, si no llevas suelto, tú mismo te cambias la moneda, tomas el periódico y te largas. El cobrador —cobradora, generalmente— se te dirige diciéndote: «Gracias».

Y mil y mil cosas más. La simplicidad de esta estructura social es ya algo maravilloso. No te puedes imaginar la serie de ingeniosidades que ponen en práctica para organizar la circulación, para que las señoras hagan la compra, o para que los perros no se lastimen —adoran a los perros y a los pájaros—. (Las calzadas suelen tener, cerca de cada cruce de calle, una como cinta de goma que las atraviesa; y cuando un coche la pisa, la luz de tráfico de la esquina da el rojo al vehículo que posiblemente venga por la calle transversal, de modo que este ha de parar y ceder paso al primero: así siempre en la inmensidad de calles apartadas, reguladas sin urbanos, que solo están en el centro).

Y hay libertad. No te lo digo con adjetivos ni admiraciones; me parece que la sola palabra, tan lastimada a menudo, te dirá bien lo que quiero decirte. Te es posible pertenecer a la religión que quieras o no pertenecer a ninguna, y ser del color político que te dé la gana o no tener color alguno. Te es posible ir por la vida sin máscara político-religiosa, cuya cruel presión entiende uno mejor cuando se mete en un tren, y se aleja, y, tímidamente primero, salvajemente enseguida, se la quita. Pues antes ha llegado uno a sentirla, tras tiempo y tiempo, casi más como cara que como máscara. Y esto es grave y es aterrador. Y el espectáculo de Hyde Park, donde los oradores más dispares dicen lo que quieren —a veces contra la policía, en tanto que la policía escucha respetuosamente con el espectador—, es conmovedor y triste, por lo que tiene de destello solitario en un mundo absolutamente falso.

Puedes leer lo que quieras. Hay exposiciones —preciosas— del libro soviético. Y puedes ver lo que quieras. Yo he presenciado una película sobre Hitler, en el reparto de la cual se leía: «Hitler: él mismo; Mussolini: él mismo; Eva Braun: ella misma; Rommel: él mismo; etcétera». ¡Y era verdad! Estaba todo hecho sobre films auténticamente nazis.

La policía pública va absolutamente desarmada, en demostración permanente de que las armas son innecesarias para imponer el orden —un orden ejemplar— y de que lo que imponen las armas es algo muy distinto. No he visto aún una sotana, y no más de tres oficiales del ejército. Es una vida eminentemente civil; y esto solo bastaría para hacerme feliz.

Más de 50 teatros levantan a diario el telón y exhiben desde Shakespeare hasta revistas musicales. Puedes ver gratis más de 40 museos —entre ellos el Británico, con un departamento egipcio sobrecogedor; yo creo que a estos solo les falta traerse de allá las pirámides—, y pagando muchos más. El número de cines es incalculable.

Te contaría más cosas, algunas magníficas. Pero me canso escribiendo así, de una sentada.

De propósito no te hablo de los ingleses como individuos. Lo que a mí me cautiva es su máquina colectiva. Uno por uno no me parecen superiores a nosotros. Con gran probabilidad son inferiores —si se mira a las dotes de rapidez y de intuición; y no lo digo de memoria, sino tras haber observado a muchos—. Son tenaces, orgullosísimos y —juicio unánime de cuantos españoles, numerosos, vivieron aquí la guerra— valientes como ellos solos; valientes sin pestañear y sin decir ni pío. Tienen un gusto absurdo para vestir —prendas estupendas, sin embargo—, para cortarse el pelo —¡horrendo!— y para divertirse. Bailan a grandes zancadas, por completo desprovistos de ritmo y de gracia. Su comida es pésima —buena, si se mira al aspecto nutritivo; quiero decir que es sintética, prefabricada, insípida y pesada; de un pueblo, en suma, que no sabe perder el tiempo en la cocina.

Hay más inglesas guapas de las que desde ahí uno imagina. ¡Demonio! Bueno, mira: de campeonato.

Recuerdo ahora una cosa fenomenal, que no puedo dejar de contarte, justamente para que veas el disparate constante que son estos tíos. Hace unas noches fui invitado a una fiesta en una casa. Llovía a mares. Llegué, sequé mis zapatos como pude contra una esterilla, colgué mi gabardina y pasé al salón. Fui presentado a unos y a otros y, entre ellos, a un respetable señor, el cual iba en zapatillas. Le tomé, claro es, por el dueño o por alguien de la casa. Y me olvidé de él. Hasta que entró una doncella y le dio un par de zapatos y un calzador. Entonces, sentándose, el hombre se descalzó y se calzó, envolvió las zapatillas en un papel y siguió bailando. Ya no pude contenerme y pregunté a una chica el significado de todo aquello. Y bien: todo aquello era que habiendo visto aquel señor —un invitado—, desde su casa, que llovía, decidió plantarse en el party con unas zapatillas bajo el brazo, a fin de no ensuciar el suelo con los zapatos mojados. La doncella los había secado cuidadosamente y ahora se los acababa de devolver. ¡Y todo el mundo feliz!

Está por aquí Cela. Justamente vino a caer por mi restaurante, que tiene nombre español: «Majorca». Venía con otro sujeto, sujeto extraño, escritor, inculto y borracho: Arturo Barea. ¿Lo conoces? Es español, exilado, y hasta que no lea algo bueno de él no creeré que sus ojos estúpidos puedan ver algo interesante para los demás. Bien, este Barea ha prologado la versión inglesa de La colmena y acompaña por aquí a Cela. Estuve charlando con los dos un buen rato. Cela dijo tantas porquerías, tantas y tan puercas cosas —obsesionado por todo lo escatológico y lo sexual, entregado ya cínicamente a su manía—, como no recuerdo haber oído a nadie en tan poco tiempo.

Mañana —quizá antes de que esta salga—, en Majorca, Barea y un grupo de españoles viejos homenajean a Cela con una cena. Pero ¿qué vidorra se pega este tío? Aquí ha venido a dar unas conferencias —habló en el Hispanic Council sobre «Tres figuras del 98»—. Me dijo que desde aquí marcha a Holanda, en el mismo plan. Y que de Holanda volará a América, «a perseguir negras».

¿Cómo van tus cosas? Poco después de venirme hubo de reponerte, en Madrid, Madrugada Cayetano Luca de Tena. Me figuro que eso fue bien.

¿Y qué más? Cuéntame algo. O mucho me equivoco o estás cerca de estrenar otra vez.

Si un día te decidieras a hacerme una visita, hablaríamos de muchas cosas. A lo mejor te homenajeábamos también en Majorca.

Vi el otro día, en un importante colegio, La malquerida, puesta en escena por ingleses estudiantes de español. Emocionante. Se les olvidaba el papel, sudaban tinta; pero llegaron al final. ¿Te imaginas a estudiantes españoles representando en inglés a Priestley? Te digo que estos tíos son de una tenacidad increíble. Los actores son honorables ladies y gentlemen, que se toman a pecho su clase de español; porque —como me decía uno de ellos, después— ¿para qué comenzar a estudiarlo, si no? (Fui llevado allí por un profesor del colegio, amigo mío).

Carta cumplida. Tardó, pero llegó. Escríbeme sin venganza, esto es, sin esperar otros tres meses. Realmente yo he tardado diez días: los que hace que conseguí el permiso.

Saluda, si quieres, a algún amigo. Da muchos recuerdos a tu madre, a tu hermana, a Agustín [del Campo] —para quien mando también carta—. Y recibe tú un buen abrazo de tu no menos buen amigo

V. Soto

Del Calderón me rechazaron mis dos obras porque las presenté… ¡sin firmar! Trabajo en nuevas cosas, cuentos, teatro.

Sé que estrenaste anteayer. Nada más sé. Ni el título de la obra conozco. Pero aquí te va mi enhorabuena.

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