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INTRODUCCIÓN

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Don Bernardo de Estrada, comisario ordenador de los Reales Ejércitos de Carlos III, además de intendente de la provincia de Valladolid y corregidor de su capital, escribió un Compendio o abreviada Historia de los descubrimientos, conquistas y establecimientos del Nuevo Mundo y sucesos de el hasta el año de 1783. La obra, ambiciosa, fue concebida para extenderse a lo largo de tres gruesos volúmenes, pero Estrada apenas completó el primero, que ni tan siquiera llegó a la imprenta. Lo más probable porque el dictamen del cosmógrafo y cronista de Indias, don Juan Bautista Muñoz, feroz pero elocuentemente preciso, destrozaba la obra al alegar, entre otras razones de peso, la manifiesta inmadurez de Estrada como historiador. Pero lo que nos interesa ahora no son las elucubraciones y digresiones fatales, según Muñoz, del esforzado Estrada, sino las afirmaciones con las que inicia este su libro:

No puede negarse que en nuestras conquistas de América se cometieron excesos, mas no es novedad el que se vean en tiempos de guerra, y en la del Nuevo Mundo son menos culpables, así por la dificultad de ser sostenidos los españoles, como porque siendo tan pocos, tenía cada uno que contra restar a millares de hombres, que ignorando el uso de la pólvora, savían perfectamente el arte de la guerra y se servían de buenas armas.1

Unos pocos supieron derrotar a muchos,2 que no carecían de pericia en la guerra. Ni de buenas armas. Esa aseveración, que ya sostuvieran algunos cronistas de los siglos XVI y XVII –como nos muestra la afirmación de López de Gómara: «Nunca jamás hizo capitán [Hernán Cortés] con tan chico ejército tales hazañas, ni alcanzó tantas victorias ni sujetó tamaño imperio»–,3 no solo fue recogida por nuestro autor, Estrada, que la había incorporado a su imperfecta obra, sino que, lamentablemente, con ligeras variantes nos ha llegado hasta nuestros días. Lo cual no deja de ser algo insólito. Y paradójico. Por ejemplo, sorprende que un historiador solvente y de largo recorrido, como lo es Esteban Mira Caballos, en su biografía de Hernán Cortés de 2010, todavía afirmase, en un momento dado, que «Muy significativo fue el caso de los tlaxcaltecas, cuyo ejército de 300.000 hombres asediaron a los hispanos de día y de noche durante un mes y el resultado fue el de cuatro caballos muertos».4 La falta de reflexión conduce a afirmaciones como esa, puesto que si la cifra del ejército aborigen es aceptada, y sabemos que el contingente de Cortés, sin contar los todavía pocos indios aliados que transportaban su bagaje, los tamemes, se situaría, siendo generosos, en el medio millar de hombres, una proporción de seiscientos combatientes contra uno es insalvable, insisto, incluso para las portentosas armas europeas de la época.5 Es normal que alguien que estuvo allí, como Francisco de Aguilar, presente en la batalla de Otumba (7 de julio de 1520), por ejemplo, creyese que los contrarios eran centenares de miles, pues el peligro era enorme, pero desde nuestro presente es un error grave dejarse llevar por dichos guarismos. Aguilar escribió:

Aquí [en los campos de Cuauhtitlan y Otumba] en este día se señaló el capitán Cortés muy mucho y se igualó en las proezas y esfuerzo con César Augusto y con los mejores capitanes del mundo y no solo él sino también los demás capitanes, porque eran pocos y los contrarios pasaban de quinientos o seiscientos mil hombres escogidos.6

Gonzalo Fernández de Oviedo, con su habitual erudición, tanto clásica como bíblica, nunca obvió esta cuestión: en la retirada cortesiana de México-Tenochtitlan en dirección a Tlaxcala, tras la huida acontecida en la denominada Noche Triste, no dudaba en poner en boca de Hernán Cortés los siguientes argumentos:

[…] como de susso dixe, aquella auctoridad de Vegecio «que no creays ques mejor la moltitud», por estotra de la Sagrada Escriptura os acuerdo que no desconfieys por ser pocos, porque si la vitoria consistiesse en el número mucho de los hombres, no le dixera Dios á Gedeon que con pocos se quedasse.

Y poco más adelante de su discurso señala: «Con solo uno de vosotros que me quede tengo de acabar en mi offíçio: é si esse me faltare, solo yo le haré, porque nunca se dirá que yo, señores, os falté».7 Desde luego, Cortés no les falló, pues botín hubo como se verá, aunque fuese escaso, pero, sobre todo, Cortés no se falló a sí mismo.

Por suerte, son muchos ya los autores que se han mostrado críticos con tales asertos y han sabido dotar a los aliados indígenas de Hernán Cortés, pero también a los de Francisco Pizarro o Diego de Almagro, entre otros, de su verdadero papel en el proceso de invasión y posterior conquista de las Indias. Pero todavía quedan ciertos autores, y autoras, que o bien no han reflexionado acerca del asunto8 o bien no les interesa hacerlo.9 Y algunos otros, los menos, en su afán renovador amparado bajo el paraguas de una relativamente imprecisa «Nueva Historia de la Conquista», que no solo han rescatado el papel de los indios aliados, dándoles el protagonismo conquistador que, en realidad, siempre tuvieron, sino que incluso han reivindicado el desempeñado por los esclavos africanos, cuando este sí que fue puramente anecdótico.10 Porque tratar estos asuntos desde la perspectiva de la «Historia de los Perdedores», en referencia a los propios conquistadores «menores», además de a los indios, como hace Susan Schroeder,11 en el fondo ¿no es lo que intentó hacer a su manera Bernal Díaz del Castillo en su crónica?

Ahora bien, y abundando en este último asunto, puede decirse que para el primero de los Austrias, el emperador Carlos, América, las Indias, siempre fue una anécdota. En sus memorias, a modo de testamento político, dictadas entre 1550 y 1552 y con el futuro Felipe II como destinatario, en realidad unos anales que cubrían los sucesos de 1515 a 1548, no hizo ni una sola mención a las Indias; por tanto, ni la conquista del Imperio mexica ni la figura de Hernán Cortés interesaron en demasía al de Gante. Con enemigos como Francia, en los años de Francisco I de Valois-Angulema, o como los turcos del gran Solimán I, aparte de las dificultades internas del inicio del reinado –Comunidades en Castilla, Germanías en Valencia, precisamente entre 1519-1521 y 1523-1524–, sin mencionar la elección imperial en 1519 y los problemas con la Liga de Esmalcalda en Alemania, ¿qué papel podía desempeñar un oscuro hidalgo extremeño y un grupo de voluntarios quienes, con la ayuda de decenas de miles de bárbaros, dominaron uno de los grandes imperios americanos? La respuesta es que, al nivel que nos referimos, ninguno. El final de los días de Cortés fue injusto: hubo de participar en una de las mayores derrotas bélicas del emperador, la catástrofe de la toma de Argel en 1541, y aún se le solicitaría prestarle al monarca diez mil ducados en 1546, un año antes de su muerte, cuando padeció serios problemas económicos. La época de Carlos I era abusiva y cruel.12 Pero ¿acaso no lo fue también Cortés?

Quinientos años vista de los acontecimientos, el libro que propongo a los lectores parte de la base de intentar evitar considerar a Hernán Cortés como un héroe, pero tampoco como un villano. Con mostrarlo como un agente histórico, un dinamizador de acontecimientos, terribles más que gloriosos en mi modesta opinión, es suficiente. Ahora bien, como historiador me reservo el derecho, y la obligación, de analizar dichos acontecimientos de la manera más objetiva posible. Y esa objetividad no recae en un juicio imparcial13 de los actos de Cortés y su hueste a la luz de las prácticas habituales de su época porque, bajo ese prisma, sencillamente, nunca habría crítica. En realidad, al gran caudillo extremeño ya lo definió perfectamente, en 1944 nada menos, Henry Wagner: «Cortés era una especie de empresario independiente que comandaba una banda de aventureros armados».14 Ni más, ni menos. Ni tropas del rey,15 ni hueste real, ni intereses patrióticos, solo intereses personales interpenetrados por la ideología cristiana típica de la época –por la que la providencia divina adquiría el mismo peso que el esfuerzo personal– que, eso sí, una vez realizada la gesta hubo que afanarse por verla ratificada por Carlos I –en su nombre y en el de su madre, la malograda reina Juana–. Pero, como diría Bernal Díaz del Castillo,16 sobre todo cabe relatar, y analizar, lo acontecido sin olvidar a todos los compañeros de Cortés –europeos, pues no solo castellanos participaron en la gesta–, incluidos los indios amigos o aliados, de quienes Bernal sí se olvidó un tanto. O de las mujeres, de las que se olvidaron todos.17 Propongo, pues, una nueva lectura de los hechos desde la óptica de la Nueva Historia Militar18 como la venimos practicando en las últimas décadas. Así, me interesará mucho más detenerme en aspectos y discusiones como el armamento utilizado –sus limitaciones y su consiguiente influencia en las tácticas seguidas–, el número de aborígenes combatientes, el uso del armamento europeo en un contexto de guerra urbana como el producido en el sitio de México-Tenochtitlan, la logística desarrollada, etc. El resultado deberá ser un fresco de la invasión y conquista del Imperio mexica desde una óptica propia de la historia social de la guerra, que resalte los aspectos humanos, pues, pero sin desmerecer otros componentes, como la historia del combate.19

Las limitaciones con las que me he enfrentado son las mismas que, en su momento, hubieron de sortear mis colegas: las crónicas de Indias deben ser leídas con mucho cuidado, pero la información que nos transmiten sigue siendo valiosa. Siempre cabe analizar tanto lo que nos explican, y cómo lo exponen, como lo que callan que, a menudo es, simplemente, olvido. Y otras veces no tanto. Pero hay que estar atentos a todos los detalles porque, por nimios que parezcan, sumados permiten crear el fresco relativo a una campaña militar realmente asombrosa. Y en eso no hay discusión posible. Habrá quien esté orgulloso de estas cuestiones, de estas hazañas, desde nuestro presente. Hay una especie de sobrevaloración social de las gestas (exitosas) del pasado de una nación, o de un Estado, que tienen que ver con cuestiones de tipo militar. Serían algo así como el sustrato bélico-heroico de la nación. Sin duda, en el caso de España, el peso de la conquista de América es fundamental en ese pasado heroico. El problema es que se acabe mitificando sin estudiarse de una manera profesional. Ser crítico con nuestro pasado bélico-heroico no significa ser antipatriota. Los acercamientos a estas temáticas deberían ser siempre cuidadosos; debería primar la curiosidad intelectual por encima de cualquier otra consideración, sobre todo las político-ideológicas del presente. Una legítima y sana curiosidad intelectual nos hace más objetivos. Pues el máximo peligro sería caer en lo que me gusta llamar «militarismo cultural banal», del que, en los últimos tiempos, de exacerbación nacionalista, ha habido muchos ejemplos. He procurado, en la medida de mis posibilidades, no abandonar la regla de oro de la objetividad. Si lo he conseguido o no, el lector juzgará.

Una de las ironías del destino ha sido acabar este libro viviendo una pandemia. El terrible virus Covid-19 terminó por extenderse por todo el planeta, de la misma forma como lo hizo la viruela en el Caribe y el Anáhuac en el siglo XVI, y ha afectado a nuestras vidas como lo hizo con las de ellos. Pergeñar este volumen, como cualquier otro, ha exigido de un cierto confinamiento por parte de su autor, pues el trabajo intelectual, al menos como yo lo concibo, suele necesitarlo, solo que en esta oportunidad me he visto en la tesitura de finiquitarlo en el marco de un confinamiento general de toda la población. Por ello, daría la (falsa) impresión de haber sido un trabajo que he terminado especialmente en solitario. Pero no ha sido así. En todo momento me he sentido acompañado y arropado por Mercedes Medina Vidal, quien sigue concediéndome su amor aun en los tiempos del Covid-19. Ni tampoco puedo olvidarme de mis editores y amigos y personal en general de la editorial Desperta Ferro, sin los cuales toda esta aventura hubiera sido imposible. Seguís siendo mis héroes.

Cala Comte (Ibiza)-Mollet del Vallès, 2019-2020

Vencer o morir

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