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Ernesto Guevara

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En América Latina estamos pasando de más de cinco siglos de resistencia a una etapa de construcción (nueva comunicación, nuevas democracias), donde se deben dar pasos en la práctica y, a la vez, ir diseñando nuevas teorías que tengan que ver con nuestras realidades, nuestras idiosincrasias, nuestro futuro, rompiendo los añejos paradigmas liberales.

El camino en este tránsito no es fácil. La reacción de la derecha vernácula, latinoamericana, globalizada, ha sido criminal, en todo el amplio sentido del término. La nueva arma mortal no esparce isótopos radioactivos: se llama medios de comunicación de masas en manos de unas cuantas corporaciones que manipulan a su antojo en función de sus intereses corporativos, como mascarón de proa de la globalización trasnacional y en alianza con las más reaccionarias fuerzas políticas.

Las recientes manifestaciones de masas generadas por las derechas en los más diversos países (y no solo en nuestra región), muestran su capacidad para apropiarse de símbolos que antes desdeñaban, introduciendo confusión en las filas de las izquierdas. Los saberes y formatos que antes eran monopolios de las izquierdas, desde los partidos y, sobre todo, los sindicatos y movimientos sociales, hoy encuentran competidores capaces de mover masas pero con finas opuestos a los que esa izquierda desea.

Grupos armados y militarmente organizados se cobijan en manifestaciones más o menos importantes con el objetivo de derribar un gobierno, generando situaciones de ingobernabilidad y caos. Lo cierto es que la derecha ha sacado lecciones de la vasta experiencia insurreccional de la clase obrera y de los levantamientos populares que se sucedieron en América Latina desde el Caracazo de 1989.

Las derechas han sido capaces de crear un dispositivo “popular” para desestabilizar gobiernos populares, dando la impresión de que estamos ante movilizaciones legítimas que terminan derribando gobiernos ilegítimos, aunque estos hayan sido elegidos y mantengan el apoyo de sectores mayoritarios de la población. En este punto, la confusión es un arte tan decisivo, como el arte de la insurrección que otrora dominaron los revolucionarios, señala el analista uruguayo Raúl Zibechi.

Las manifestaciones ganan los titulares pero se produce lo que la socióloga brasileña Silvia Viana define como una reconstrucción de la narrativa hacia otros fines. “Es claro que no hay lucha política sin disputa por símbolos”, asegura. En esta disputa simbólica la derecha, que ahora engalana sus golpes como defensa de la democracia y los derechos humanos, aprendió más rápido que sus oponentes.

Por ejemplo, en marzo de 2014 el frente mediático de la derecha latinoamericana y mundial activó sus ataques contra la Revolución Bolivariana. Las tres redes privadas más importantes de diarios de Latinoamérica se unieron para “difundir informaciones sobre la situación en Venezuela”. Mensaje único. Nora Sanín, que dirige la asociación de prensa Andiarios y lideró esa campaña, señaló sin tapujos a la revista colombiana Semana: “Nosotros estamos haciendo política. Y está bien que la hagamos, pues nuestra causa es defender un derecho universal: la libertad de expresión”.

La campaña incluyó imágenes de represiones sangrientas que supuestamente habían tenido lugar en Venezuela (pero que en realidad habían ocurrido en Chile, Siria, Honduras y otros países) y que fueron repetidas miles de veces a través de Twitter y la televisión cartelizada.

La imagen de un niño ensangrentado y gritando víctima de la guerra en Siria apareció como la de un infante agredido “por las huestes bolivarianas”; la de una estudiante maltratada por la policía chilena se convirtió en una “muestra de la barbarie chavista contra los jóvenes”… Así se fue creando un imaginario colectivo adverso al gobierno bolivariano.

Ante todo esto, más que nunca, la profundización de este nuevo proceso emancipatorio latinoamericano exige el protagonismo de los espacios de participación colectiva para garantizar y robustecer las políticas públicas de integración regional, y el reconocimiento de derechos y la justicia en lo económico, social y cultural. Para comenzar a vernos con nuestros ojos es necesario visibilizar a las grandes mayorías, a la pluralidad y diversidad de nuestra región, recuperar nuestra memoria: un pueblo que no sabe de dónde viene, difícilmente podrá saber a dónde va.

En América Latina estamos reinventando la democracia. Transitamos una etapa inédita que recupera y actualiza las mejores tradiciones emancipatorias y de resistencia popular. La profundización de este proceso exige el protagonismo de los espacios de participación colectiva para garantizar y robustecer las políticas públicas de integración regional, el reconocimiento de derechos y la justicia en lo económico, social y cultural.

Paralelamente, jamás en la historia de la humanidad han estado tan violentadas tanto la libertad individual como la soberanía de los estados, como consecuencia directa de una altísima concentración de las comunicaciones y de los medios en pocas manos. Esta es una limitante tanto para la democracia como para las libertades individuales.

América Latina está en un proceso de reinvención y, además, redefiniendo su inserción en el mundo. Su futuro no está aún definido, en especial porque su visión de sí misma, su destino como territorio y su relación con las grandes potencias, especialmente con Estados Unidos, se está transformando radicalmente.

En la última década, la región ha obtenido ingresos extraordinarios por la venta de materias primas, y capitales para la inversión de valores, exacerbados por liquidez abundante provista por los bancos centrales del mundo occidental y tasas de interés históricamente bajas. Pero hoy, ¿ese ciclo apunta a su fin?

Por ello, su reinvención implica necesariamente, una redefinición de su inserción en un mundo multipolar, en el que modifique su actual rol de proveedor de materias primas, que lo coloca en una situación frágil y vulnerable, para buscar un tipo de industria con tecnología de punta y el desarrollo de las manufacturas, al tiempo que desarrolla su mercado interno con equidad y justicia.

Si por más de 520 años su inserción con el resto del mundo estuvo condicionada por la presencia de las potencias imperiales (España, Portugal, Inglaterra, Francia y Estados Unidos), con el nuevo siglo ha comenzado a construirse un conglomerado de naciones con procesos de integración crecientemente soberanos, complejos, ambiguos, en ocasiones contradictorios, que no avanzan en línea recta, en el que no todo está definido y cuyo destino final no está aún escrito.

Es un proceso en el que sus riquezas naturales, como la abundancia de agua dulce (alrededor de la mitad del planeta), sus reservas de petróleo y gas, sus recursos minerales y la riqueza de su biodiversidad, desempeñan un papel central.

En este proceso de reinvención latinoamericana, debemos sumar la refundación de varios estados nacionales a partir de asambleas constituyentes; la ruptura con el Consenso de Washington; la recuperación de su soberanía petrolera, de sus recursos naturales y bienes estratégicos; la puesta en práctica de políticas de inclusión social, redistribución de la renta y reconocimiento de la diversidad cultural; la existencia de poderosos movimientos sociales emancipatorios, y el avance en acuerdos de integración regional guiados por la idea de la cooperación, la complementación económica, la solidaridad y la ayuda mutua.

En los 20 años que transcurrieron desde el alzamiento zapatista del primero de enero de 1994, los movimientos sociales latinoamericanos protagonizaron uno de los ciclos de luchas más intenso y extenso en mucho tiempo. Al menos, desde el Caracazo de 1989 se sucedieron levantamientos, insurrecciones y movilizaciones que abarcaron toda la región, deslegitimaron el modelo neoliberal e instalaron a los de abajo, organizados en movimientos, como actores centrales de los cambios.

Las acciones a lo largo de dos décadas permiten asegurar que los movimientos están vivos... aun cuando algunos dirigentes fueran cooptados por los gobiernos progresistas, logrando aletargar así ese “abajo que se mueve” y que fue el que los llevó, en definitiva, al poder.

Lo cierto es que no podemos hablar de comunicación y democracia, sin ubicarnos en el contexto de la recuperación, revalorización y reconstrucción del Estado como espacio institucional y ético-político, dispuesto a asumir e implementar políticas públicas, entre ellas la transformación de los sistemas de comunicación y normas y medidas que contribuyen a la democratización de la información, la cultura, los conocimientos.

No podemos hablar de comunicación y democracia sin referirnos a la concentración monopólica de los medios y de todas sus implicancias, del valor estratégico de las políticas de comunicación, las legislaciones democratizadoras impulsadas desde los movimientos sociales, a veces con el apoyo desde los estados, las normas antimonopólicas, el fomento a la revitalización de la comunicación estatal a partir de la re-creación de medios propios y de las políticas para el afianzamiento de los medios populares (comunitarios, alternativos, independientes), el fomento a la producción cultural y de contenidos audiovisuales, y la inclaudicable lucha por el derecho a una nueva comunicación abierta, democrática, plural, diversa.

Por primera vez en la historia de la región aparecen en las agendas públicas la preocupación por reestructurar los sistemas de difusión, habida cuenta de la enorme concentración de las industrias de la comunicación, de la información y del entretenimiento en manos de pocas empresas y conglomerados nacionales y trasnacionales, auténticos latifundios mediáticos y cibernéticos, para terminar con legislaciones omisas y complacientes con los monopolios y oligopolios.

Y hoy somos conscientes de que la comunicación jamás estuvo tan involucrada en la batalla de las ideas por la dirección moral, cultural y política de nuestras sociedades, donde los medios de comunicación desempeñan, al decir de Sartre, el papel de servidores de la hegemonía, reflejando la ideología de las clases dominantes, en la búsqueda de sedimentar en el imaginario colectivo el consenso sobre su visión de mundo, el mensaje único, hegemónico, consumista, antidemocrático.

“Si pierdo las riendas de la prensa, no aguantaré ni tres meses en el poder”, decía Napoleón Bonaparte, hace dos siglos. Hoy en día, con los avances tecnológicos en la comunicación, podría afirmar que no duraría ni tres minutos.

A fines de marzo de 2014, el papa Francisco afirmó que la desinformación es el peor pecado de los medios, ante miembros de asociaciones de radio y televisoras católicas de Italia. La crítica mediática fue silenciada por la gran mayoría de los medios de alcance mundial, incluidos los órganos del propio Vaticano. “La gente lo sabe, pero por desgracia se ha acostumbrado a respirar de la radio y de la televisión un aire sucio, que hace daño”, dijo el papa, quien invitó a los medios a que hagan “circular aire limpio, que la gente pueda respirar libremente y que dé oxígeno a la mente y al alma”.

“El decir las cosas a medias no permite a quien ve la televisión u oye la radio hacerse un juicio de valor porque no tiene elementos”, cuestionó el jefe de la iglesia católica, quien destacó que “a menudo las grandes emisoras tratan estos temas sin el debido respeto por las personas y los valores, de manera espectacular, y sin embargo es esencial que en vuestras transmisiones se perciba este respeto, porque las historias humanas no se deben nunca instrumentalizar”, dijo el jefe de estado vaticano.

La Internacional del terror mediático

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